Читать книгу El Errante I. El despertar de la discordia - David Gallego Martínez - Страница 11

Capítulo 5

Оглавление

El hambre sacó a Garrett de unos sueños intranquilos. Un sudor frío le inundaba la frente. Se tomó unos segundos para calmarse mientras recordaba dónde estaba. Tenía los músculos ligeramente agarrotados por haberse quedado dormido en la silla. Se observó la mano y vio que la cinta había caído al suelo. Después de recogerla, la guardó en el mismo bolsillo del que la había sacado. Tuvo que caminar un poco por la habitación para desperezarse por completo. Una vez lo hizo, volvió a colocarse la vaina a la espalda y se encaminó a la posada de la aldea.

Era una estructura sencilla de una sola planta. Un par de escalones conducían al interior de una amplia estancia cuadrada en la que había repartidas varias mesas redondas. En el lado derecho estaba instalada una barra de madera que recorría toda la habitación, donde un hombre entrado en años y con los ojos hundidos bajo unas cejas pobladas limpiaba unas jarras.

A esas horas de la mañana, la mayoría de los habitantes de Lignum seguían ocupados con sus respectivos trabajos, por lo que apenas había personas en la posada cuando Garrett apareció. El posadero lo observó mientras se sentaba en una mesa que había en un rincón, cerca de la puerta.

Poco después, a la mesa acudió una chica joven con una sonrisa radiante, con un plato de guiso de ternera, y se lo sirvió a Garrett sin mediar palabra. Aunque pasaba pocas veces por allí, Garrett siempre pedía lo mismo, por lo que llegó el punto en que le servían sin necesidad de preguntarle.

La chica que le había servido la comida se llamaba Lis, una muchacha que había comenzado a convertirse en mujer. El pelo, de una tonalidad dorada, lo llevaba recogido en una cuidada trenza que le llegaba hasta la mitad de la espalda. Era amable con todos los que pasaban por la posada, pero también era capaz de ser estricta con ellos cuando bebían más de la cuenta, y todos allí la respetaban, aunque fuese tan joven. O, al menos, así solía ser.

Aquel día un grupo de tres hombres escandalosos ocupaba una de las mesas. Reían a carcajadas y eructaban sin reparos, indiferentes al desprecio que se apreciaba en las miradas de los demás presentes hacia ellos. Por su manera de comportarse, no parecían ser de allí. Garrett les dedicó una mirada, pero sin dejar de devorar la comida en ningún momento.

—¡Oye, moza, tráenos más vino! —gritó uno de ellos.

Lis no parecía cómoda teniendo que atenderlos, pero lo hacía diligentemente, con la esperanza de que se marcharan pronto. Se acercó a la mesa con otra jarra de vino y comenzó a servirlo. Mientras, uno de los hombres le subió la mano por una de las pantorrillas. Lis se sintió avergonzada, pero no supo cómo reaccionar, así que no dijo nada cuando el hombre llegó a la nalga. Solo deseaba que desaparecieran y no regresaran nunca.

Garrett, aun ocupado con la comida, no les quitaba el ojo de encima a los hombres ni se perdía un solo detalle, como la mano juguetona de uno de ellos. Lis se retiró de la mesa, pero el hombre que había empezado a tocarla, moreno y con el pelo recogido en una coleta corta, la apresó por la muñeca.

—Ven aquí, muchacha. No me dejes así.

—Por favor, señor, suélteme —Lis comenzaba a preocuparse. Nunca le había ocurrido algo semejante.

—Qué educada —bajó el tono de voz—. ¿También eres así en la cama?

Lis estaba cada vez más nerviosa. Consiguió liberar su muñeca y se alejó de la mesa, pero el hombre, que no esperaba encontrar resistencia, la siguió. El posadero dejó las jarras para intervenir.

—Déjala —se puso delante del hombre con la mano en alto.

—Aparta, viejo —agarró al posadero con ambas manos y lo empujó con fuerza—. Oye, perra, ¿qué estás haciendo?

Lis estaba asustada frente a la actitud tan agresiva del hombre. Los otros dos observaban la escena mientras bebían.

—Señor, por favor, déjeme en paz —Lis no era capaz de mirarlo a los ojos.

—Venga, cielo, ¿no quieres divertirte? Lo pasaremos bien —notó una mano que le atenazó el hombro de repente—. Viejo, ya te he dicho que no te metas.

Pero la sorpresa del hombre fue enorme cuando, al darse la vuelta, recibió un puñetazo en la nariz que lo tiró al suelo. Garrett se sacudió la mano. Los otros dos, que tardaron en reaccionar por la cantidad de vino que llevaban encima, se levantaron de su sitio, desafiantes.

—¿Le damos una paliza, Reimus?

Reimus levantó una mano para calmarlos mientras se llevaba la otra a la nariz, de donde comenzaba a brotar sangre. Sus compañeros se acercaron a él y lo ayudaron a levantarse.

—Esto no se ha acabado —dijo señalando con el dedo a Garrett, que permanecía impasible—. Salgamos de aquí, muchachos.

Nadie abrió la boca mientras los alborotadores se dirigían a la puerta, gruñendo y murmurando.

—¿Estás bien? —preguntó Garrett en cuanto se hubieron ido.

Lis asintió, todavía asustada e incapaz de articular palabra. El posadero agradeció a Garrett su intervención.

—Era necesario —dijo—. No me dejaban comer tranquilo.

El Errante I. El despertar de la discordia

Подняться наверх