Читать книгу El Errante I. El despertar de la discordia - David Gallego Martínez - Страница 6

Prólogo

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El carruaje avanzaba por el ancho camino de tierra que discurría entre la linde del bosque y la alta pared de un cementerio, construida con piedras apiladas irregularmente unas sobre otras. El ocupante retiró la cortina de la ventana y asomó la cabeza para escrutar el exterior, nervioso. Tras comprobar que nada nuevo sucedía, volvió a su sitio e instó a acelerar la marcha al cochero, quien azotó con las riendas a los dos caballos que tiraban del vehículo.

El temor de aquel hombre era fundado, pues, al poco de pasar el carruaje, un hombre se puso en pie sobre el muro de piedra, proyectándose su figura en una sombra sobre el suelo por la luz de la luna llena. Su atuendo, tan oscuro como el carbón, se confundía con las sombras, de modo que resultaba invisible frente a unos ojos no entrenados. Observó el vehículo unos segundos, meditabundo, y después se dejó caer de lo alto de la pared sin generar el más mínimo ruido, con la capa desplegada en la caída como las alas de un ave.

El coche acababa de atravesar la entrada de la finca vallada y circulaba por el jardín hacia la vivienda, a través de un camino bordeado por arbustos podados con precisión y esculturas de mármol que representaban animales, cazadores y figuras femeninas. Cuando se detuvo, varios hombres armados se acercaron a él, y el ocupante bajó. Era un hombre mayor y bastante grueso. Sus ropas, confeccionadas con un material que costaba más de lo que otras personas soñaban con tener, habían visto su talla agrandada a la fuerza.

—Todo seguro, señor. Los hombres han registrado el perímetro en varias ocasiones. No hay ningún peligro —comentó el capitán al mando.

—No, no es seguro, capitán. Viene a por mí, lo sé. No se detendrá hasta que esté muerto.

—Tranquilícese, señor. Le garantizo que no sufrirá ningún daño. He dispuesto un hombre armado en cada acceso a la mansión. Nadie saldrá ni entrará sin que nos demos cuenta. Por favor, vaya a sus aposentos a descansar. Estará exhausto después del viaje. Nosotros nos encargaremos de todo.

El hombre entró en la casa, no menos preocupado que antes. Los demás se dispersaron por el patio, cada uno hacia la zona que se le había asignado vigilar. Dentro había más hombres, todos armados y alerta; sin embargo, eso no conseguía calmar al hombre.

El interior de la casa no era menos impresionante que el jardín: un techo alto con una araña colgante, muebles de madera de ébano con decoraciones de oro y plata, un suelo de mármol tan limpio y encerado que parecía un espejo. Subió a la segunda planta, donde un hombre armado le abrió la puerta de su habitación. El soldado permaneció firme junto a la puerta, y el hombre, una vez entró, cerró la puerta con llave desde dentro.

Trató de respirar para tranquilizarse. Estaba agotado. La tensión no le había permitido descansar ni una sola noche aquella semana. Se acercó a la ventana para contemplar el panorama. Las estrellas inundaban el cielo nocturno, y más abajo se veía a los soldados patrullando por el patio, cada uno identificado por el fuego de una antorcha. A pesar de toda la seguridad que había, se sentía muy indefenso.

***

El capitán permanecía frente a la entrada de la vivienda junto a dos de sus hombres, vigilantes ante cualquier movimiento extraño. Con gesto aburrido, echó mano a una caja pequeña de metal, de la que sacó un poco de tabaco de mascar, y se lo colocó en la boca.

—Apuesto a que luchar en la guerra sería más divertido —murmuraba para sí el capitán—. Odio cuando nos toca proteger a algún paranoico que piensa que todos tienen intención de matarlo solo porque posee más riqueza que los demás. Ya me gustaría ver a alguno de estos estirados que se creen nobles trabajando alguna vez. Menos mal que la paga es buena.

El pensamiento en voz alta del capitán se vio interrumpido por un alarido procedente del interior de la vivienda. Tan pronto como llegó a ellos, los soldados del exterior corrieron hacia el lugar de origen, con la carrera iniciada por el capitán. En el interior todo seguía como antes y, en la planta superior, el soldado que vigilaba la habitación golpeaba la puerta con el hombro una vez tras otra.

—¡Aparta! —el capitán lo empujó, y abrió la puerta con otro juego de llaves.

No había signos de violencia. La ventana estaba herméticamente cerrada, y la puerta también lo había estado, pero definitivamente el cliente no iba a poder pagarles por aquel trabajo.

—Imposible —murmuró alguien.

El hombre, que tanto había temido por su vida, estaba tendido en el suelo sobre un charco rojo. Tenía la carne de la frente quemada, y, al acercarse a él, el capitán reconoció un símbolo en la quemadura: una estrella de tres puntas.

El Errante I. El despertar de la discordia

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