Читать книгу El Errante I. El despertar de la discordia - David Gallego Martínez - Страница 15
Capítulo 9
ОглавлениеEl chico se despertó con la mejilla húmeda, apoyada sobre un charco de baba. Se restregó la mano por la cara para limpiársela, todavía más dormido que despierto. Abrió los ojos despacio, mientras trataba de recordar dónde estaba. Cuando se acordó, y al ver que la chica no estaba con él, se levantó con rapidez.
El golpe con la cama fue tal que la cabeza del chico rebotó hasta casi dar con la frente en el suelo. Salió con cuidado del escondite a la vez que maldecía para sí y se frotaba el lugar del impacto, que le ardía cada vez más. Los muebles que habían sufrido los efectos de la pelea aún estaban desperdigados por la habitación, bastante iluminada por la luz que entraba a través de las puertas del balcón. Se asomó a la calle y vio un carruaje tirado por dos caballos, preparado para partir en cualquier momento. De repente, la chica apareció en la calle, en dirección al vehículo.
Sin perder más tiempo, comenzó a descender las escaleras de tres en tres escalones, hasta que alcanzó la planta baja. El cuerpo que había encontrado la noche anterior ya no estaba, pero la mancha de sangre de la alfombra parecía que nunca fuese a desaparecer. Se dirigió a la entrada principal, esquivando los muebles. La chica había comenzado a subir al carruaje.
—¡Espera! —gritó, justo cuando el cochero cerró la puerta después de que la chica hubiese entrado.
La cortina de la ventana se descorrió, y la chica asomó un poco la cabeza. El cochero aún cargaba alguno de los enseres que componían el equipaje, por lo que parecía que tenían tiempo para una breve conversación.
—¿A dónde vas? —preguntó mientras se acercaba a ella.
—Vaya, el ladrón durmiente se ha despertado. ¿Es que tanto te intereso? —sonrió—. A la finca de mi familia. Perdona que no te diga dónde es, pero no creo que debieras aparecer por allí de imprevisto. A mi padre no le gustaría.
—¿Cuándo vas a volver? —preguntó.
—Quién sabe, quizá no vuelva nunca y ya solo me veas en sueños.
El chico se quedó callado. El cochero terminó de cargar el equipaje y se sentó en la posición del conductor. Le quedaba poco tiempo para hablar.
—¿Cuál es tu nombre?
La chica sonrió y desapareció dentro del coche unos instantes antes de que la cortina volviera a descorrerse y apareciera una mano que le tendía un libro. El chico lo cogió, aunque no entendía el significado de aquello.
—¿Qué es? —preguntó.
—Ven algún día a devolvérmelo, si es cierto que tienes tantas ganas de volver a verme.
El conductor agitó las riendas, señal que indicaba a los caballos que era el momento de ponerse en marcha. El carruaje se alejó a un ritmo moderado, camino de una de las puertas de la muralla.
En cuanto lo perdió de vista, el chico abrió el libro. Se sintió abrumado al ver tantos símbolos diferentes escritos en las hojas de papel. No distinguía nada de lo que ponía, pero le llamó la atención que en la primera hoja no hubiera símbolos grandes y de trazo grueso como en todo el libro, sino otros de un trazo más fino y delicado. Se rascó la cabeza.
Mientras trataba de descifrar el contenido del libro, un hombre de aspecto humilde apareció en la calle, cargado con un martillo y varios rollos de papel bajo el brazo. Desplegó uno de los rollos sobre una pared y luego golpeó un clavo con el martillo hasta que el cartel se quedó en el sitio.
La curiosidad del muchacho lo llevó a acercarse al papel, y en él reconoció el retrato de una persona con una capucha y la cara tapada, de la que solo se veían los ojos. Era el jinete del bosque. No había reparado en que otro hombre también se había visto atraído por el cartel, y, después de examinarlo, lo arrancó de la pared y se fue con él calle abajo, hacia el distrito medio. También fue la curiosidad la que llevó al chico a seguir a aquel hombre hasta el interior de un edificio, una taberna que se anunciaba con un cartel que tenía dibujado un pájaro desplumado con las alas desplegadas.
El interior presentaba un aspecto humilde, con mesas rectangulares ocupando la mayor parte del espacio y algunas redondas un poco más apartadas. El hombre se unió a otros tres que bebían alrededor de una de las mesas alargadas, y plantó el cartel en la tabla ante ellos.
—¿Qué es esto? —dijo uno de ellos.
—Mirad la recompensa.
Los otros hombres obedecieron al primero, y soltaron gritos de sorpresa al ver la cantidad que se ofrecía por llevar a aquella persona ante las autoridades, con o sin vida.
—¿Qué vamos a hacer?
—Iremos a por él, por supuesto.
—Espera —intervino otro, que golpeó en el brazo a uno de sus compañeros—. ¿No es este el que le rompió la nariz a Reimus?
—Es verdad —dijo el segundo—. Es él.
—¿Ya lo habíais visto? ¿Dónde?
—En Lignum. Es una aldea, está cerca de aquí.
El hombre que había recogido el cartel sonrió.
—Muy bien, muchachos, tenemos un nuevo trabajo que hacer.
Los hombres brindaron ruidosamente y después dieron sendos tragos a las jarras de madera, mientras el chico permanecía escondido en un rincón desde donde pudo escuchar toda la conversación. No necesitó escuchar más para saber qué se proponían. Tenía que avisar al jinete, como forma de devolverle el favor por haberlo salvado.
Salió de la taberna y echó a correr calle abajo, decidido, hasta que llegó a una de las puertas de la muralla, donde se detuvo. En aquel punto, la decisión dejó paso a la incertidumbre.
«Espera, ¿dónde narices está esa aldea?»
Se agachó en el sitio y se restregó las manos por el pelo, frustrado. Se le había escapado ese detalle, y era el más importante de todos.
—Aparta, niño —escuchó de pronto tras él.
No se había dado cuenta de que estaba parado en mitad del paso, y ahora le bloqueaba el camino a un carro pequeño tirado por una mula, dirigida por un hombre de aspecto mayor.
—¿Es que no me has oído?
—Perdón, señor, ¿conoce una aldea que se llama Lignum?
—¿Que si la conozco? Voy ahora mismo para allá. Si te quitas de en medio, claro.
El chico sonrió. Aquel hombre era un regalo del cielo.
—¿De verdad? ¿Le importaría llevarme hasta allí?
—¿Tengo pinta de ser un cochero? Aparta de una vez.
El chico no tuvo más remedio que obedecer ante la negativa del hombre, pero eso no significaba que no fuera a sacar partido de él. En cuanto pasó de largo, y tras haberse asegurado de que ni el hombre ni nadie pudiera darse cuenta, se colocó en la parte trasera del carro y se sentó hecho un ovillo.
—Ya tengo transporte —dijo satisfecho—. Ahora queda esperar.