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Capítulo 3

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Aún era temprano cuando Garrett cruzó la aldea de Lignum de regreso a su cabaña. El sol apenas había comenzado a despuntar en el horizonte, pero algunos de los habitantes ya se preparaban para otra jornada de trabajo. Era una localidad pequeña que no contaba con más de diez edificaciones, pero los bosques de los alrededores, que favorecían una producción maderera abundante, la habían convertido en la abastecedora de pueblos y ciudades donde los árboles no crecían tan fácilmente. A excepción del herrero y su mujer y de los propietarios de la posada, todos los habitantes trabajaban en el aserradero, como si se tratase de una tarea ancestral que debiera continuarse con cada generación.

Garrett disfrutaba del aire tranquilo que se respiraba allí. No mantenía tratos con casi nadie además del herrero, al que había acudido alguna vez para herrar al caballo. Los lugareños lo conocían como el solitario de la colina, donde se encontraba la cabaña. No les daba problemas, y ellos no le causaban problemas a él, así que nadie se preocupaba ni molestaba. Si lo veían, algo que no era frecuente, solía ser en la posada o en el camino que atravesaba la aldea, siempre a lomos de su montura.

Después de dejar Lignum a la espalda, jinete y caballo llegaron a la pequeña cabaña de madera situada en una loma desde la que se podía contemplar todo el paisaje boscoso. Garrett ató las riendas a un poste y accedió al interior.

—Hogar, dulce hogar —murmuró. Llevaba varias noches sin pasar por allí, y la última la había pasado en vela.

La habitación contaba con todos los elementos que necesitaba: frente a la puerta había una chimenea de piedra en la que descansaban unos leños listos para arder; a la derecha, una mesa cuadrada pegada a la pared y una silla a su lado, y, a la izquierda, una cama sencilla y un armario. No le hacía falta nada más.

Se acomodó en la silla después de desatarse la vaina del arma y dejarla sobre la mesa. Respiró profundamente mientras observaba la vivienda. No hacía mucho que ocupaba ese lugar. Se preguntó cuánto tiempo pasaría antes de tener que irse de allí.

Una voz proyectada en un eco susurrante sonó de pronto en su cabeza:

Y ahora, ¿qué?...

—Dormir y comer —contestó—. En ese orden.

De un bolsillo de su atuendo extrajo una cinta de tela roja, quemada por ambos extremos, manchada y raída con el tiempo. La observó largo y tendido, hasta que los párpados cayeron y el mundo alrededor desapareció.

***

El sol estaba alto en el cielo, y la ciudad ya había despertado por completo. Los habitantes recorrían las calles, ajetreados y ocupados con sus quehaceres. Una plaza redonda con una fuente en el centro alojaba varios de los puestos del mercado, que se prolongaba por una de las calles que descendían desde allí. Numerosas personas acudían diariamente a observar, comparar y comprar los productos que se exponían, y los dueños de los puestos gritaban a pleno pulmón lo buena que era la calidad de sus géneros, en un esfuerzo por atraer más transeúntes.

El chico había alcanzado aquella ciudad amurallada esa misma mañana, después de haber caminado durante al menos una hora desde que abandonara el bosque. Mantenía la mano cerrada con fuerza alrededor de una bolsa pequeña de piel, a la vez que se abría paso con poca autoridad entre la marea de personas. Devoraba con la mirada todas las piezas de comida que encontraba a su paso. Todo tenía un aspecto fantástico: naranjas, manzanas y otras muchas frutas de colores vivos que se habían recogido esa misma mañana, hogazas de pan recién horneadas y pasteles y dulces cuyo olor llamaban la atención de los más golosos. La boca se le hizo agua antes de que se diera cuenta.

Se detuvo frente al puesto de los pasteles. Había clavado los ojos en un pastel de hojaldre horneado, relleno de crema y cubierto con azúcar. La dueña, una mujer de constitución ancha y brazos fuertes, atendía a los clientes con rapidez, de modo que en ese puesto no se acumulaba la gente. El chico extendió la mano para coger el pastel, pero la mujer se la golpeó antes de que lo tocara.

—Niño, no lo toques, que lo manchas —dijo esto sin ni siquiera mirarlo, ocupada en llamar la atención de más clientes.

—Pero tengo hambre.

—Sin dinero no hay comida.

El chico abrió un momento la bolsa que agarraba con tanto celo y sacó una moneda marrón, que mostró después a la mujer.

—Aquí no vas a comprar nada con solo un tronco de cobre, así que vete. Me espantas a los clientes.

A decir verdad, era la primera vez que manejaba dinero, por lo que no fue capaz de entender a lo que la mujer se refirió al decir «tronco de cobre».

En las cuatro naciones que formaban el mundo conocido de Árcanthur, la economía se basaba en el uso de monedas de cobre, plata y oro, pero cada una de las naciones había decidido nombrarlas de manera única, como una forma de hacerlas propias. Así, en Rhydos estaban asociadas a una relación de similitud por color, de modo que las monedas recibían los nombres de troncos de cobre, ríos de plata y trigos de oro. Algo parecido sucedía en Ignavia, donde se las conocía como tierras, lunas y soles. En Orea, por otra parte, las asociaban a su nivel de poder adquisitivo, por lo que recibían las denominaciones de infantes, príncipes y reyes. En cambio, en Caecia preferían referirse a las monedas según el metal con que eran acuñadas, y dedicar el tiempo y la imaginación a otros asuntos.

En ese momento, al chico le rugieron las tripas. Llevaba mucho sin comer y ahora podría hacerlo, así que siguió intentándolo.

—Tengo más —enseñó todo el contenido de la bolsa.

La mujer abrió los ojos de par en par en cuanto la vio.

—¿De dónde has sacado eso? —le arrancó la bolsa de la mano. —Es mío. ¡Devuélvemelo!

—¿Tuyo? —dijo mientras miraba los harapos del niño—. ¿A quién se lo has robado?

—No lo he robado, me lo dio un señor. ¡Dámelo!

—No te creo, sucia rata. ¡Guardia!, ¡al ladrón! ¡Guardia!

El chico giró la cabeza en la dirección en la que apuntaba la mujer, a tiempo de ver a un guardia armado con una alabarda encaminado hacia él. Asustado por lo que pudiera pasarle, abandonó la plaza en dirección a una callejuela. En cuanto se perdió entre el gentío, el guardia abandonó la persecución y regresó a su puesto. La mujer se guardó la bolsa con una sonrisa y continuó como si nada hubiera ocurrido.

De nuevo, había vuelto a quedarse sin comer. El estómago comenzaba a exigirle que calmara su apetito, pero no iba a ser posible. Sentado con la espalda apoyada en la pared de uno de los edificios del callejón, el chico dejó caer la cabeza entre las rodillas. Las lágrimas le anegaron los ojos. Se sentía impotente. Moriría de hambre o de frío, y a nadie le importaría.

—Si solo fuera más fuerte…

El Errante I. El despertar de la discordia

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