Читать книгу El Errante I. El despertar de la discordia - David Gallego Martínez - Страница 16

Capítulo 10

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Teren se palpó la espalda una vez más. Sentía la presión de los vendajes sobre la piel. El corte le escocía a causa del sudor que le recorría la espalda bajo el uniforme de la guardia. Afortunadamente, la herida resultó ser menos profunda de lo esperado, pero era posible que dejara una cicatriz, como recordatorio del fracaso de aquella noche.

Le habían recomendado que se tomara unos días de descanso, pero hizo caso omiso del consejo. En ese momento estaba en el patio de entrenamiento del cuartel de la guardia, un cuadrilátero con el suelo de arena que precedía la entrada al propio cuartel. Llevaba allí media mañana, junto a uno de los varios muñecos de entrenamiento que había a lo largo del patio. Describía movimientos y ataques con precaución: la zona de la herida le dolía cuando se sobrepasaba.

Agarró con las dos manos la espada y se preparó para atacar de nuevo al estafermo que tenía frente a él. A esa hora del día no había nadie más en el patio de entrenamiento del cuartel de la guardia, por lo que nadie le molestaba o interrumpía.

Golpeaba con fintas, tajos y estocadas. Aunque estaba hecho de madera, Teren no podía evitar ver en el muñeco la imagen del hombre de la otra noche. Eso lo empujaba a atacar con furia y descontrol, hasta que la herida volvía a darle un toque de atención.

Tras recibir otro de los envites, el estafermo terminó por descomponerse, aunque Teren se ensañó un poco más con él antes de perdonarlo. Se detuvo a recuperar el aliento mientras observaba las piezas desprendidas del instrumento de entrenamiento, con unos ojos llenos de desprecio y rabia.

—Dale una tregua —sonó detrás de él—. No puede defenderse.

Teren se giró y vio a una mujer joven, quizá unos años mayor que él. Vestía una armadura sencilla confeccionada con cuero y escamas de acero, pero que no ocultaba su figura esbelta. El pelo rojizo, recogido en una coleta que le caía por el hombro izquierdo, contrastaba con la tonalidad clara de su piel. Tenía los ojos verdes puestos en él, y del cinturón le colgaba una espada envainada.

—¿Crees que puedes hacerlo mejor que él? —dijo Teren mientras señalaba el muñeco con la punta de la espada.

—Puedo intentarlo —la mujer extrajo la espada de la vaina con suavidad. Entrecerró los ojos—. Deberías hacer algo con tu pelo. Es la tercera vez que te apartas los mechones de los ojos.

Teren enarcó una ceja. Se acercó con paso lento a la joven, que retrocedía, con la misma tranquilidad, hacia el centro del patio. Hizo crujir las vértebras de su cuello.

—Vamos allá.

El cansancio acumulado por todo el entrenamiento anterior y la dificultad añadida por la herida le impidieron a Teren luchar con la f luidez de la que sí disponía la mujer, que trazaba movimientos con presteza. Pasaron varios minutos antes de que esta bloqueara uno de los ataques de su contrincante y, acto seguido, describiera un barrido con la pierna que lo derrumbara. El hombre intentó incorporarse, pero se encontró con la punta de la espada de su rival rozándole el mentón.

—Gano yo —le tendió la mano al chico, que aceptó a regañadientes la ayuda para levantarse—. Me llamo Kendra.

—Teren —dijo, frustrado por la derrota. Sacudió la cabeza—. ¿Qué haces aquí? ¿Quién eres?

—Solía trabajar como mercenaria, pero la guardia ha empezado a reclutar más efectivos recientemente. No estaba mal pagado, así que decidí unirme —sonrió—. Parece que ahora somos compañeros.

Sin mediar más palabra, Teren recogió la espada y abandonó el cuartel a toda prisa, con aspecto enfadado, mientras Kendra lo observaba alejarse con una pizca de desconcierto. Caminó por las calles del distrito medio varios minutos, hasta llegar a la plazoleta donde se encontraba la oficina del alguacil. Entró de manera estrepitosa, pero el alguacil, sentado tras el escritorio, no apartó la mirada de los documentos que tenía entre las manos.

—Es un error, señor —la voz de Teren sonó acalorada.

—¿Perdón? —el alguacil levantó los ojos del papel que tenía entre manos.

—Llevo media vida entrenando para ingresar al cuerpo de la guardia, ¿y ahora aceptáis a la primera persona con la que os cruzáis? Con el debido respeto, señor, creo que es una imprudencia.

El alguacil suspiró profundamente mientras dejaba el informe en la mesa y se levantaba del asiento. Su aspecto ref lejaba un cansancio causado por haber dormido poco en los últimos días.

—Tras el ataque que sufrimos la otra noche, me di cuenta de que nuestra seguridad no era tan eficiente como pensaba. La guardia no contaba con soldados lo suficientemente experimentados.

Teren bajó la mirada, molesto.

—Solo reclutaremos a aquellos que muestren las capacidades necesarias para entrar en el cuerpo —concluyó el alguacil.

—¿Y vender su espada al mejor postor es una de ellas?

—Ah, veo que has conocido a nuestra recluta más reciente. Tiene un espíritu entusiasta. Me recordó mucho a ti.

—Es una mercenaria, señor. Se pasará al bando de quien le ofrezca una bolsa de monedas más grande. Puede traicionarnos y vender la ciudad.

—Puede que hasta ahora me haya ganado así la vida —Kendra apareció en la oficina—, pero Alveo es mi hogar y daré mi vida por defenderlo.

Kendra se plantó frente a Teren y le dedicó una mirada desafiante, que fue respondida con otra igual de desafiante, incluso más. El silencio que inundó la estancia provocó que la tensión entre ambos aumentara. El alguacil se dejó caer en el asiento con un lamento.

—No se os pide que os llevéis bien, solo que cumpláis con vuestro deber.

—Pero, señor…

—Lo lamento, muchacho, pero ahora es tu compañera y, si aún quieres formar parte del cuerpo, debes aceptarlo. Es mi decisión.

Teren miró a Kendra, que le respondió con una sonrisa que decía: «Jódete».

—Y ahora, si no os importa, tengo trabajo que terminar.

El alguacil los despidió con un gesto de la mano, y los dos salieron a la plazoleta. Teren, que iba por delante, se detuvo. Con un movimiento enérgico, dio media vuelta y miró a Kendra fijamente a los ojos.

—No pienso quitarte el ojo de encima. Puede que hayas convencido al alguacil, pero yo conozco a los de tu calaña, y sé que nos venderás en cuanto alguien te pague más —las palabras sonaban amenazantes, pero la joven no se dejó amedrentar.

—Lo que tú digas, ricitos.

—Y quiero la revancha. Antes tuviste suerte.

Kendra levantó las cejas. Lo inesperado de aquella petición le provocó la risa:

—De acuerdo, pero primero aprende a pelear, ricitos. Y haz algo con ese pelo tuyo.

El Errante I. El despertar de la discordia

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