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Capítulo 11

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La tarde llegó acompañada de una lluvia intensa y de unas rachas de viento que la arrastraban en todas direcciones. Los trabajadores del aserradero recogían con prisa los aparejos y los instrumentos de trabajo y regresaban a la aldea, incapaces de continuar frente a las condiciones desfavorables. Garrett escuchaba el fuerte sonido de las gotas de agua golpeando el tejado de la cabaña mientras removía con aire tranquilo los leños que alimentaban el fuego de la chimenea de piedra.

Estaba agachado, en silencio y meditabundo, cuando un sonido más fuerte que los demás lo sacó de sus pensamientos. Alguien había llamado a la puerta. Se acercó despacio al mismo tiempo que agarraba la espada y la desenvainaba. Abrió la puerta con cautela a la vez que mantenía escondida el arma, lista para atacar.

Fuera lo que fuese que esperaba ver, no era lo que encontró: bajo la lluvia había un chico joven, casi un niño, mojado por completo. En las manos sostenía algo envuelto en un trapo y lo apretaba contra su pecho, protegiéndolo del agua con su cuerpo. Garrett no soltó la espada.

—¿Quién eres? —entrecerró los ojos—. Espera, te recuerdo. Eres el crío del bosque. Lo siento, pero no tengo manzanas, así que puedes irte.

—¡Acéptame como tu aprendiz, por favor! —exclamó el chico para hacerse oír sobre el ruido de la lluvia.

Garrett se quedó en blanco.

—¿Qué?

—¡Por favor, señor! ¡Quiero ser fuerte!

—Vete a casa, chico.

—No tengo casa. No tengo nada. Por favor, señor, enséñame a ser como tú.

—Lárgate. Busca un trabajo, cásate, forma una familia y luego muérete. Vive como quieras, pero déjame en paz.

—Quiero ayudar a la gente. Quiero ser igual que tú.

Al escuchar eso, Garrett acercó la cara a la del chico hasta que estuvo a escasos centímetros de ella. Después, confirió a su voz un tono sombrío:

—Mato hombres, mujeres y niños solo por dinero. Destrozo familias: dejo a las madres sin hijos, a las mujeres, viudas; y a los hijos, huérfanos. Soy un monstruo al que todos quieren ver muerto. ¿De verdad quieres ser como yo?

Pero sus palabras no impresionaron al chico, que ya había decidido enfrentarse a todo lo que hiciera falta. Lo había meditado en el tiempo que el carro tardó en llegar hasta la aldea, mientras esperaba escondido entre la carga. Aquel hombre era fuerte, él mismo lo había visto, y él deseaba ser fuerte. Necesitaba ser fuerte. Se mantuvo firme, sosteniéndole la mirada a aquellos ojos grisáceos.

—Sí —dijo tajantemente.

Garrett, cansado, retrocedió y cerró la puerta de un portazo. Después de envainar el arma y apoyarla contra la pared, se acercó al armario y sacó de él una cacerola metálica. La llenó con el agua de un odre de piel y la colgó del asa en la chimenea, sobre el fuego. Durante unos segundos se detuvo a observar cómo las llamas danzaban y devoraban los leños de madera.

Se sentó en la silla que había junto a la mesa, y allí estuvo durante bastante tiempo. De un bolsillo de su atuendo extrajo la cinta roja de extremos quemados, y fijó toda la atención en ella.

Y ahora, ¿qué?...

Garrett sonrió ligeramente, con más tristeza que alegría.

—No lo sé.

La intensidad de la lluvia iba en aumento. Las gotas golpeaban con fiereza el tejado y las paredes de la vivienda. Garrett suspiró, guardó la cinta y se encaminó a la puerta. Esperaba que el muchacho hubiera cambiado de idea en ese tiempo y se hubiera marchado, obligado a encontrar cobijo.

Pero no se había movido. Estaba sentado en el suelo embarrado, con las piernas cruzadas y el cuerpo encorvado hacia delante, utilizándolo como un escudo para proteger lo que quiera que llevase en la mano.

Al oír el sonido de la puerta, el chico levantó la cabeza con un pequeño hálito de esperanza. Garrett estuvo un instante en el umbral mientras observaba el aspecto frágil del chico, que había comenzado a tiritar.

—Entra —dijo, mientras se apartaba y describía un movimiento con la mano.

El chico se levantó con torpeza y obedeció.

—Acércate al fuego —volvió a decir Garrett.

El muchacho aceptó con gusto la orden y se puso todo lo cerca que pudo de las llamas. Apenas sentía las extremidades por culpa del frío, que había penetrado en su piel hasta llegar a los huesos. Garrett retiró la cacerola con cuidado y la puso frente al chico.

—Mete las manos.

El muchacho lo hizo, y entonces notó cómo la sangre f luía de nuevo por sus brazos. El calor del agua se propagaba desde la punta de los dedos hacia los hombros. Sonrió, aliviado. Desde esa posición, se fijó en el rostro del hombre, que contaba con algunas arrugas de expresión marcadas y una barba de varios días. Se encontró con que los ojos grises de él también lo miraban. Así estuvieron durante casi un minuto, hasta que Garrett habló:

—¿Qué se supone que puedes aprender de mí?

—Te vi pelear en el bosque. Fue impresionante, tú solo te libraste de tres enemigos. Quiero aprender a luchar así.

—¿Para qué, para dedicarte a matar?

—No —respondió el chico con decisión—. Para ser fuerte y proteger a las personas que me importan.

Garrett rio como si le acabaran de contar un mal chiste.

—Claro que sí —se tomó un tiempo para dejar de reír antes de cambiar de tema—. Entonces, ¿siempre has estado solo?

El chico bajó la mirada hacia las tablas del suelo.

—No siempre —dijo, con un hilo de voz.

Garrett frunció el ceño.

—¿De dónde has salido, entonces?

El muchacho lo miró a los ojos otra vez, y entonces empezó a hablar.

El Errante I. El despertar de la discordia

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