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Capítulo 15

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El capitán Felion y sus hombres descansaban en el exterior de una taberna mientras contemplaban cómo el día tocaba a su fin. Estaban en una fortaleza pequeña de Orea, donde se encontraba la residencia de un sacerdote de la Capilla. Era un trabajo de escolta lo que los había llevado allí ese día. Debían asegurar la llegada del sacerdote a la capital. Se trataba de una tarea rutinaria, nada a lo que no se hubieran enfrentado antes y, por tanto, nada de lo que preocuparse. La capital estaba a poco más de dos horas a caballo desde allí, pero las ocupaciones del sacerdote habían retrasado la hora de partida hasta casi la noche, de modo que les tocaría cabalgar en la oscuridad.

Los hombres estaban descansados y preparados para comenzar el viaje en cualquier momento, con las armas listas y afiladas, aunque más por costumbre que por necesidad, dado que nadie esperaba darles uso esa noche. Ninguno de ellos estaba preocupado. Nunca habían tenido problemas antes, y aquella no habría de ser distinta a las demás escoltas.

El aire se enfriaba a medida que el sol se ocultaba en la distancia. Los soldados encendieron antorchas y fueron hacia las caballerizas, donde varios mozos se habían encargado de mantener a los caballos. Aquel punto era el que se había designado para reunirse una vez que anocheciera. Poco después de haber llegado, el sacerdote apareció.

—Todo listo, señor —comenzó el capitán—. Podemos partir en cuanto guste.

—Pues no nos demoremos más —dijo el sacerdote con una sonrisa—. Partamos.

—Sí, señor. Muchachos —hizo un gesto con la mano—, ¡nos vamos!

El sacerdote era un hombre entrado en años, con el pelo corto y canoso y la cara llena de arrugas. Vestía una túnica gris que le llegaba hasta los tobillos, y que mostraba un aspecto tan viejo como la persona que la llevaba. Se preparaba para subir al caballo cuando un niño apareció entre los soldados con una nota para él. En cuanto la entregó, el niño salió corriendo por donde había venido. Intrigado, el sacerdote desdobló el papel para ver que todo cuanto había en él era un símbolo. Una estrella de tres puntas. El hombre no entendió el significado del mensaje.

—¿Todo bien, señor? —preguntó Felion desde su montura.

—Por supuesto —respondió el sacerdote mientras dejaba caer la nota. Tras esto, subió al caballo.

El viaje comenzó por fin, cuando las estrellas ya brillaban en el cielo. El grupo, compuesto por siete soldados y el capitán, todos ellos con abundante experiencia en combate, avanzaba a trote ligero. El capitán encabezaba la marcha, seguido de cerca por el sacerdote y otros dos soldados, formando una punta de f lecha en cuyo centro estaba el objetivo a escoltar. Los demás estaban un poco más rezagados, aunque cerca del grupo. Hablaban tranquilamente entre ellos acerca de lo que harían al volver a casa: uno comentaba las ganas que tenía de volver a ver a su esposa, otro decía que pasaría tiempo con sus hijos, y aquellos que no tenían quien los recibiese pensaban animadamente en la cerveza y el vino que los esperaban en alguna taberna.

Tras casi media hora de viaje, el camino se estrechaba al pasar por un bosque, así que adoptaron una formación en fila de dos, manteniendo la cabeza de la f lecha en todo momento. El fuego de las antorchas disipaba las sombras alrededor de la partida de escolta, permitiendo ver los troncos anchos y fuertes de los árboles que les f lanqueaban el paso. El canto de los grillos, los cascos de los caballos sobre el suelo empedrado y el rumor del viento entre las ramas eran todos los sonidos que los acompañaban. No había presencia de lobos ni ninguna otra clase de bestia. Aquel viaje sería tranquilo.

Felion estaba también absorto en sus pensamientos, pero pronto los abandonó al notar una presencia. Alzó la antorcha y entrecerró los ojos para escrutar en la oscuridad.

—Alto —dijo de repente.

Todos los hombres que seguían hablando se callaron, sorprendidos por la repentina detención. Uno de los que estaba junto al sacerdote se acercó a Felion.

—¿Todo bien, capitán? —la única contestación de Felion fue señalar hacia delante con el dedo, así que siguió la dirección que indicaba con la mirada.

Frente al grupo, a unos veinte pasos de distancia, había una silueta oscura de pie en mitad del camino, cuya presencia se disimulaba en la sombra. Con un examen más atento, el soldado reconoció una figura masculina que vestía un atuendo y una armadura oscuras, así como una capa con capucha que le ocultaba el rostro. Llevó la mano a su ballesta y preparó un virote.

El hombre que les cortaba el paso se llevó la mano izquierda a la cintura y desenvainó una espada. Fue entonces cuando todos los soldados se alarmaron y prepararon sus armas. Respiraban alterados y en tensión, dispuestos a saltar sobre aquella figura en cualquier momento. El soldado de la ballesta se adelantó unos pasos y se puso por delante del capitán. Se llevó el arma a la cara, listo para disparar.

—Dispara, soldado —dijo Felion al ballestero que tenía ante él.

Con la misma tranquilidad con la que había desenvainado el arma, la figura trazó un corte horizontal a la altura de los hombros. Los soldados se asustaron un momento al verlo trazar ese movimiento, pero pronto se dieron cuenta de lo absurdo que resultaba. Sería alguna clase de amenaza o algo parecido, pero no podría tratarse de un ataque.

—He dicho que dispares, soldado —repitió el capitán. Pero el ballestero no solo no respondió, sino que además soltó la ballesta—. ¿Qué haces, soldado?

De repente, la cabeza del soldado se desprendió del cuerpo y cayó al suelo con un ruido sordo. Felion abrió los ojos con una mezcla de sorpresa y miedo. Los demás soldados se estremecieron, y algunos de ellos gritaron cuando el cuerpo también cayó de la montura. Ninguno era capaz de explicar lo que acababa de suceder, pero todos coincidían en que tendría que ver con el hombre que estaba de pie ante ellos.

Con una orden del capitán, los demás cargaron hacia él. La figura oscura no se inmutó mientras los jinetes recortaban distancia hacia su posición al galope y con las armas en alto. Dos de ellos se acercaban a la vez por ambos lados, de modo que, si trataba de detener el golpe de uno, recibiría el del otro.

Unos pocos segundos y un movimiento amplio con el brazo fue lo único que necesitó para librarse de ambos jinetes. El resto del grupo cargó hacia él, a excepción del capitán, que se mantuvo junto al sacerdote, expectante al resultado del nuevo ataque. Los otros cuatro soldados habían alcanzado el lugar donde descansaban los cuerpos de sus compañeros, pero la silueta oscura había desaparecido.

—¡Avanzad! —gritó el capitán—. ¡Debemos poner el objetivo a salvo!

Los hombres se reagruparon y continuaron la marcha al galope, más angustiados y alarmados que antes.

—¿Qué demonios era eso? —preguntó uno de ellos. Nadie respondió, precisamente porque esa pregunta también los asaltaba.

Se acercaban a la linde del bosque, y una vez que lo abandonaran, cabalgarían por una vasta llanura hasta la capital, de modo que sería más difícil que los sorprendieran, mientras que los árboles servirían de escondrijo a cualquiera que tramara algo contra ellos. Aunque esperaban que el peligro hubiera pasado, todos temían que el atacante de antes saltara en cualquier momento sobre ellos desde la oscuridad.

Afortunadamente, no apareció nadie. Ante el grupo de escolta se abrió una vista amplia del territorio de Orea, cuyos límites se perdían en la distancia y se difuminaban con el mar que aparecía en el horizonte. Desde la posición en la que estaban se contemplaba toda la planicie que conformaba el paisaje del reino.

Siguieron el camino mientras dejaban el bosque a sus espaldas. El capitán echó un último vistazo atrás, a tiempo de ver cómo los seguía otro jinete que sostenía un arma con la mano izquierda.

—¡Cuidado! —gritó para alertar al grupo, pero, antes de que se dieran cuenta, el jinete ya los había alcanzado.

Los dos hombres situados en la retaguardia cayeron en un abrir y cerrar de ojos. Los demás, conscientes de que la huida ya no era posible, se volvieron para plantarle cara. Debido a la oscuridad y a la velocidad con que avanzaba, Felion no vio los detalles de la pelea, pero que el jinete aún los siguiera le indicaba que todos sus hombres habían acabado de la misma forma.

—¡Corra!, ¡yo lo detendré!

El sacerdote continuó cabalgando, tal y como el capitán le ordenó, mientras este se detenía y daba media vuelta hacia su perseguidor.

—Hasta aquí has llegado, hijo de perra —cargó hacia él—. ¡Esto es por mis hombres!

En cuanto estuvo lo suficientemente cerca, asestó un corte rápido y fuerte sobre el enemigo, pero el otro jinete se tumbó de espaldas sobre la grupa del caballo para esquivarlo y se incorporó para atacar al capitán, que se había quedado expuesto. Sin embargo, Felion corrigió la maniobra a tiempo e interpuso su arma en el trayecto de la espada del atacante, que había comenzado a describir un tajo descendente.

Aquel intercambio de maniobras duró unos segundos, pero el tiempo pareció detenerse cuando el capitán observó cómo la hoja de su espada se cortó limpiamente al contacto con el acero de su rival. Se recuperó de la sorpresa demasiado tarde y recibió un golpe en la mandíbula que lo derribó.

Tumbado en el suelo, vio al jinete seguir avanzando hacia el sacerdote, completamente indefenso. Vio la mitad partida de su espada, así como la parte de la hoja que todavía se sostenía en la empuñadura, agarrada aún por unos dedos engarfiados. Dirigió la mirada desde la mano hasta el extremo ensangrentado de su brazo, separado y situado a un metro de él. No sabía cómo explicar lo que acababa de suceder.

Decenas de metros por delante, el caballo del sacerdote resollaba en un galope sin descanso. El viejo miraba hacia atrás con frecuencia, cada vez más asustado. Quienquiera que fuese aquella persona, había acabado con ocho hombres, y algo le decía que no se detendría ahí. No veía al perseguidor, pero sabía que no estaba a salvo. Sabía que iba tras él y no pararía hasta alcanzarlo. Hasta asesinarlo.

Sin previo aviso, el caballo se desplomó, y el sacerdote cayó hacia delante de tal forma que dio con la cabeza en el suelo de piedra. Un reguero de sangre le apareció en la frente. Se giró hacia el caballo, que no se levantaba, así que continuó a pie. No se sentía en edad de correr, pero el miedo y el instinto de supervivencia hacen que hasta un cojo pueda levantarse y huir cuando se ve en peligro.

El hombre tropezó y cayó al suelo, golpeado esta vez en los dientes. ¿De verdad había tropezado? No había notado nada que hubiera chocado con su pie, pero era la única explicación posible para que ahora estuviera tirado en el suelo. Trató de levantarse, y ahí fue cuando descubrió que algo iba mal.

No conseguía que los pies le obedecieran. Realmente, ni siquiera los sentía. Tampoco las piernas. Las rodillas le dolían, pero creía que se debía a que habían recibido el impacto de la caída. Giró la cabeza y vio que ambas piernas se encontraban en el suelo, a unos dos pasos de distancia de él. Un alarido sobrecogedor inundó la atmósfera nocturna.

Volvió la vista hacia delante, y allí estaba el jinete, observándolo desde su caballo negro. Desmontó y comenzó a caminar hacia el sacerdote. En una mano llevaba una pieza metálica, con un brillo incandescente. Se agachó junto al hombre y lo observó en silencio. Pasaron así casi un minuto en que el sacerdote no pudo más que intuir su final. Aquel hombre lo estaba torturando con la espera.

—¡Mátame! —imploró—. ¡Hazlo ya, criatura impía! ¡Las Hermanas te castigarán por tus actos!

El asesino miró al viejo con unos ojos cargados de ira.

—Esas falsas deidades no pueden hacerme nada. Yo sirvo al auténtico Dios.

Dicho esto, apretó el metal con saña sobre la frente del anciano, que gritó al sentir cómo se le quemaba la piel.

Una voz sonó como un eco susurrante en la cabeza del ejecutor:

¡Dámelo ya!... ¡Aliméntame!...

Tras marcar al sacerdote, el asesino lo silenció con la espada.

El Errante I. El despertar de la discordia

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