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Capítulo 12

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—Duele.

—Lo sé, Melvo, pero estate quieto.

El orfanato era todo cuanto tenía. Todo cuanto había tenido nunca, al igual que los demás niños que vivían allí. Estaba allí desde que tenía memoria, y no había estado en ningún otro lugar ni conocido a más gente que la que se reunía entre los muros de aquel sitio antiguo y estropeado. Y por eso, ninguno de los niños consideraba extraña la forma en que eran criados.

En cuanto los niños alcanzaban los diez años, los encargados del orfanato comenzaban a entrenarlos diariamente. Los hacían correr alrededor del patio exterior varias veces al día, los obligaban a repetir rutinas de ejercicio agotadoras y les enseñaban a pelear.

Tal y como recordaba que le dijeron, Melvo terminó allí en sus primeros años de vida, cuando el orfanato ofreció una suma de dinero a cambio del bebé a los padres, incapaces de mantenerlo por culpa de la miseria en la que vivían. No tenía ni un solo recuerdo de ellos, así que, para él, era como si nunca hubiera tenido padres. El orfanato era su único hogar y, desde entonces, como todos los niños, había sido educado para un único propósito: ser el más fuerte.

Vivían para pelear. Un día tras otro, sin descanso. Entrenar y pelear. Y si se negaban o el cansancio los superaba, eran castigados con la suficiente severidad como para que ninguna de esas dos situaciones se repitiera en los niños. Pero algunos encontraban dificultades para mantener el ritmo impuesto.

Ya te he dicho que duele, Piedra.

Y yo te he dicho que no te muevas —llevó el trapo a la herida de la frente de Melvo—. Esta vez te han dado bien.

Al menos esta vez solo me han pegado puñetazos.

La cara de Melvo estaba llena de moratones e hinchazones. Su cuerpo tampoco reflejaba un mejor aspecto, con múltiples marcas moradas y negras por la piel.

Odio ser así —dijo Melvo—. Ojalá fuera más fuerte. Así todos me tratarían bien. Ser fuerte tiene que ser maravilloso.

No creo que sea para tanto.

Melvo miró a su amigo, ocupado en humedecer el paño en alcohol.

Tú no lo entiendes. Tú ya eres fuerte. Por algo te llaman así.

Al parecer, los encargados del orfanato no encontraban necesario dar un nombre a los niños, pero de esto al final se encargaban ellos mismos. Se asignaban nombres unos a otros en función de la personalidad o la manera de comportarse. De ahí que a su amigo lo llamaran Piedra, por la fuerza de sus puños.

Lo mismo era para él. Los demás niños lo habían bautizado como Muerdepolvo, pero era demasiado largo para llamarlo siempre así, de modo que se quedó en «Melvo».

¿De dónde la has sacado? —Melvo señaló la botella de alcohol.

De la despensa.

Se enfadarán si se dan cuenta. Te pegarán.

La pondré en su sitio antes de que se den cuenta.

Piedra siguió unos pocos minutos más cuidando las heridas de Melvo.

Bien, ya estás. Será mejor que vayamos ya a la habitación, o se darán cuenta de que no estamos.

.

Tan pronto como acabaran la cena, los niños tenían la orden de ir a los dormitorios, situados en el sótano del orfanato, y permanecer allí hasta que fueran levantados temprano a la mañana siguiente. Quebrantar el toque de queda también estaba castigado, pero Melvo nunca había conocido a alguien que lo hubiera hecho. Tras la actividad intensa de cada día, todos agradecían ir a dormir.

Los niños aún estaban despiertos, hablando animadamente entre ellos, y los que se tomaban más tiempo para comer aún regresaban del comedor, por lo que nadie reparó en Piedra y Melvo cuando entraron en la habitación, aun cuando habían sido de los primeros en terminar de cenar.

¡Silencio, niños! —la voz de un hombre se impuso a la de los niños—. ¡A dormir!

Todos ocuparon su lugar en las diferentes literas que llenaban la sala. En la puerta esperaba el hombre que acababa de dar la orden, y, cuando todos los niños estuvieron acostados, otro hombre entró. Tendría unos cuarenta años, con una barba perfilada y cuidada, vestido con un jubón elegante y con una coronilla que mostraba una calvicie incipiente.

Hola, mis pequeños. Confío en que os estéis portando bien.

Papá Oslo, el responsable del orfanato, los visitaba con frecuencia. Los observaba mientras entrenaban, y varias veces a la semana acudía por la noche a su habitación para hablarles. Y casi siempre les dedicaba las mismas palabras:

«El mundo fuera es peligroso. Tenéis que haceros fuertes.

»Aquí estáis a salvo, fuera todo son enemigos.

»Es matar o morir. Debéis aseguraros de matarlos primero.

»Soy vuestro único aliado, los demás son enemigos.

»Solo podéis confiar en vosotros mismos».

Y, después de pasearse entre las camas mientras recitaba las palabras con la voz afable de quien cuenta un cuento, se despedía de los niños hasta el día siguiente.

Buenas noches, Papá Oslo —contestaban todos al unísono.

Melvo estaba tendido en la cama, con la mirada perdida y un único pensamiento en la cabeza: si quería tener una oportunidad de sobrevivir, tenía que hacerse más fuerte.

Eh, Melvo.

El chico se dio cuenta de que había otro junto a él. Era su compañero de litera, que dormía encima de él.

Hay una gotera que cae encima de mi cama, así que te toca dormir arriba. Quita de aquí.

Obedeció sin decir nada. Sabía que era eso o recibir una paliza y terminar durmiendo arriba igualmente. Se tumbó en su nueva cama. Una gota de agua le cayó en la mejilla. Apartó la cabeza y no la movió en toda la noche, mientras las gotas humedecían la almohada a un ritmo constante. Y así pasaron muchas noches más.

El orfanato estaba en un lugar apartado. O al menos eso le parecía a Melvo. Apenas salían del recinto amurallado, salvo en las ocasiones en que los llevaban a un bosque cercano a entrenar, siempre bajo la estricta vigilancia de los encargados.

Aquella mañana los niños fueron pasando uno a uno por una de las habitaciones del edificio. Era pequeña, y no había nada dentro además de un barril lleno de agua. Cuando Melvo fue conducido allí, ya sabía a qué le tocaba enfrentarse.

No aguantes el dolor.

Las palabras llegaban distorsionadas por el efecto del agua. Los pulmones le pedían a gritos una bocanada de aire, pero la mano que ejercía fuerza sobre su nuca no le iba a conceder ese regalo.

Aguanta el miedo. No tengas miedo. ¡Resiste!

Al mediodía, los niños eran reunidos en el patio y colocados por parejas, y entonces el lugar se llenaba de patadas, puñetazos, agarres, arañazos, mordiscos, golpes bajos y estrategias de todo tipo. Lo que hiciera falta para ganar.

Haciendo honor a su nombre, Melvo acabó en el suelo, pero no por ello su rival decidió terminar. Lo pateó en el estómago y luego en la espalda, y decidió continuar con varios puntapiés más. Con la excusa del entrenamiento, el abuso solía ser habitual, sobre todo en aquellos como Melvo.

Eh —sonó cerca de ellos. El chico que estaba de pie se giró y se encontró con Piedra, con gesto intimidante en el rostro—. Déjalo.

El chico escupió al suelo y se fue.

Y, cuando el sol empezó a ponerse, todos comenzaron a correr alrededor del perímetro del patio rectangular bajo la mirada de los encargados.

Melvo sentía cómo el sudor le inundaba el pecho y la espalda. Le provocaba escozor en los ojos. Las piernas le temblaban y sentía un dolor en el pecho que parecía decir que los pulmones estuvieran a punto de estallar. Aunque se esforzó para que no sucediera, Melvo cayó, lo que generó las risas y las burlas de los otros. Uno de los encargados se dirigió hacia él con un palo grueso en una mano, pero se detuvo a mitad de camino, cuando otro de los chicos cargó en la espalda con el que acababa de caer y continuó la carrera.

¿Estás bien? —preguntó Piedra mientras corría con su amigo a la espalda.

Sí —respondió Melvo con un hilo de voz.

Y de nuevo la noche. Después de terminar pronto de cenar, los dos amigos se escabulleron hacia un rincón del patio, donde Piedra volvió a tratar las heridas de ese día.

¿Te duele?

No.

Si te duele, puedes llorar.

Sentía ganas de hacerlo. Muchas. Pero no lo hizo. Iba a ser fuerte, costara lo que costara.

Gracias. Si he llegado hasta aquí, ha sido gracias a ti. Algún día me haré fuerte y nos iremos de aquí. Juntos.

Piedra sonrió.

Pues mientras te haces más fuerte, yo seré fuerte por los dos.

Los dos amigos sonrieron. En cuanto terminaron de cuidar las heridas, regresaron a la habitación. Melvo siguió acompañado de las gotas de agua sobre la almohada.

Y entonces llegó uno de esos días. Un día en que, de pronto, el orfanato recibía varias visitas de personas bien vestidas. Un día en que los niños debían demostrar de qué estaban hechos. Cada cierto tiempo, al orfanato llegaban personas interesadas en adoptar niños, por lo que era habitual que, después de aquellas visitas, algunos de los niños dejaran de ser vistos por allí. Papá Oslo convocaba a algunos de los chicos en una de las habitaciones del sótano, siempre guarecida bajo llave y donde los niños no tenían permitido pasar a menos que fueran reclamados.

Aquella tarde, Melvo descubriría qué se escondía tras esa puerta. No había visto a Piedra en todo el día. Se preguntaba dónde estaría.

Adelante —dijo uno de los encargados a dos del grupo de niños.

Los niños obedecieron y la puerta se cerró tras ellos. Los demás pasaron varios minutos a la espera, hasta que el encargado volvió a hacer entrar a otros dos, y así cada cierto tiempo. Melvo no lo entendía: por más gente que pasara, nadie volvía a salir por allí. Los tiempos de espera tampoco parecían regulares, a veces sentía que se eternizaban y otras veces apenas debían pasar unos pocos minutos antes de la siguiente pareja. Llegó su turno, pero le hicieron entrar solo.

Caminó por un túnel corto poco iluminado, acompañado por un encargado, hasta dar a una sala circular, al interior de un recinto precintado con barrotes. Sobre él había una grada que rodeaba el círculo central, donde varias personas sentadas lo observaban al otro lado de los barrotes. En el otro extremo del recinto circular había otro acceso. Melvo se fijó en el suelo de piedra gris, manchado en diferentes partes. Algunas, las más secas, presentaban una tonalidad amarronada, y otras tenían un aspecto más rojizo. Eran las más recientes.

Toma —dijo el encargado junto a Melvo—. Cógelo.

Melvo abrió los ojos de par en par cuando vio el cuchillo que le ofrecía. Lo tomó, no sin vacilar ni preguntarse qué era aquello. El encargado se marchó por donde había venido mientras la puerta al otro lado se abría.

Ah, y ahora uno de mis mejores chicos —Melvo escuchó la voz de Papá Oslo sobre su cabeza—. Estoy seguro de que no os dejará indiferentes.

En la puerta frente a Melvo apareció otro chico más alto, con los músculos de los brazos ligeramente marcados y con el pelo negro recogido en varias trenzas pequeñas que le caían por detrás hasta la nuca.

Acababa de encontrar a Piedra. También llevaba un cuchillo.

Muy bien, chicos —dijo Papá Oslo—. Ya sabéis cómo va: es matar o morir.

Piedra avanzó con paso firme hacia el centro, con la respiración visiblemente agitada. Melvo sintió cómo el ritmo cada vez más acelerado del pulso le taladraba la cabeza.

¿Piedra?

Pero no dijo nada. Levantó el cuchillo y lo descargó sobre Melvo, lo que le provocó un corte superficial en el hombro poco después de apartarse del sitio.

Pelea —dijo Piedra rabioso.

No, ¿por qué? No quiero pelear. No contigo.

¡Pelea!

Piedra atacó de nuevo. Melvo antepuso un brazo por instinto. El metal le provocó otro corte poco profundo. Hacía lo posible por mantenerse alejado de Piedra.

Esto solo puede acabar de una forma, Melvo, y yo voy a salir de aquí. No pienso perder, así que ¡pelea!

Arrojó el cuchillo y se abalanzó sobre Melvo a la vez. Pudo esquivar el arma, pero no los nudillos que encontraron su sien. El golpe hizo que soltara el cuchillo.

Piedra lo agarró por el cuello de la camisa y lo acercó con un tirón fuerte, que terminó con un impacto de rodilla en el estómago de Melvo. Se dobló, y Piedra lo agarró por la nuca, lo levantó unos centímetros del suelo y lo tumbó de espaldas con un trato poco delicado. Melvo nunca se había percatado de lo muy acertado que era el nombre de su amigo. Se había colocado sobre él y había empezado a descargarle un golpe tras otro. Las mejillas le ardían con cada nuevo impacto, al igual que los huesos de la cara. Sentía la humedad de la sangre procedente de la nariz en los labios, y su sabor le inundaba las papilas.

En los ojos de su amigo solo podía ver rabia. Rabia y desesperación. No mentía al decir que no tenía intención de perder. Su amigo le estaba pegando de verdad. Iba a matarlo de verdad.

Melvo vislumbró un brillo de reojo después de uno de los golpes. Comprobó que realmente estaba allí antes del siguiente golpe. Estiró el brazo. La mano. Los dedos. Lo tocó con la yema y lo arrastró hacia el interior de la palma. Realmente era matar o morir, y Melvo no quería morir, así que no le quedó más remedio que recurrir a la otra opción. Piedra detuvo los golpes cuando sintió la carne abrirse bajo sus costillas. Observó el lugar que le empezó a doler de repente, y vio un cuchillo hundido hasta la empuñadura. Se incorporó con torpeza, con los nudillos cubiertos de sangre. Miró hacia Papá Oslo y los demás en la grada, que compartían el gesto de sorpresa. Miró a Melvo una vez más, que se levantaba con un gesto de horror desfigurado por los golpes. Se miró las manos, marcadas con arañazos y cicatrices.

Voy a salir de aquí —la voz apenas le salió en un susurro de los labios.

Y cayó, sin más, como una piedra arrojada al fondo de un lago.

El silencio se adueñó de la sala. Nadie pujó por él. Es cierto que había vencido, pero quien de verdad era un buen candidato había sido el otro. Era una verdadera lástima que no volviera a respirar nunca más. Al final, uno de los asistentes lo compró por un precio reducido. Compró, y no adoptó, como Melvo descubrió, del mismo modo que descubrió que no todos los que abandonaban el orfanato era porque encontraran un hogar.

Esa misma noche fue llevado a la residencia de su propietario. Lo alojó en una de las cuadras del establo. Durante los días siguientes, lo puso a prueba en diferentes contiendas, pero, tras la pelea con Piedra, Melvo se mostraba retraído y muy distante, lo que provocó que terminara por ser tratado a palos. Hasta los perros de caza recibían mejor trato que él. No hablaba cuando se le preguntaba ni obedecía las órdenes que recibía, por mucho que le pegaran para que lo hiciera. Era una herramienta que no cumplía su cometido, así que, al final, su dueño decidió abandonarlo en el bosque, como la basura que era.

El Errante I. El despertar de la discordia

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