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SOBREESTIMAMOS LOS COSTOS SOCIALES

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¿Le has mentido a tu doctor? Si es así, no eres el único. En dos encuestas recientes, 81 por ciento y 61 por ciento de pacientes, respectivamente, reconoció ocultar información importante a su médico sobre temas como si tomaban sus medicamentos o si entendían sus instrucciones.3 ¿El motivo más frecuente por el que los pacientes se comportaban así? Vergüenza y temor a ser juzgados. Según el autor principal del estudio: “La mayoría quiere que su médico lo tengo en alta estima”.4

Contempla la perversidad del intercambio. Primero, es casi seguro que tu doctor no te juzgue como temes. Ha atendido a cientos de pacientes con dolencias vergonzosas y malos hábitos similares. Más aún, la opinión de tu médico no importa, no tiene ningún efecto en tu vida, carrera o felicidad. Tiene mucho más sentido ser completamente honesto con tu médico para obtener el mejor consejo posible.

Éste es otro ejemplo de nuestra distorsionada intuición en lo que se refiere a costos y beneficios, pues sobreestimamos la importancia de la impresión que damos a los demás. Los costos sociales, como vernos raros o quedar como tontos, parecen más importantes de lo que son. La realidad es que, a diferencia de lo que te dice la intuición, la gente no te pone tanta atención y sus opiniones no tienen el efecto en tu vida que tú crees.

Como resultado, terminamos inventando intercambios trágicos, sacrificando mucha posible felicidad para eludir costos sociales relativamente bajos. Si invitas a alguien a salir y se niega, no es el fin del mundo, aunque así parezca. La posibilidad del rechazo es tan estresante que a veces justificamos no hacerlo, nos convencemos de que no nos interesa tener una relación o que ahora mismo no tenemos tiempo para salir, que nadie querría salir con nosotros de todos modos, así que no vale la pena intentarlo.

En el capítulo 2, en la sección de pertenencia, describí el síndrome de alta exposición, según el cual se pone límites a quien parece ser demasiado ambicioso. Es un fenómeno real, pero reaccionamos fuera de proporción. Julie Fry es economista y estudia las conductas en torno a la ambición en Nueva Zelanda, en donde históricamente ha sido común el síndrome. Un día se puso en contacto con una mujer a quien había entrevistado hacía dos años, para renovar el permiso de publicar su grabación.

En la entrevista original, la mujer había reconocido que la idea de la ambición no le llamaba la atención y que prefería estabilizarse en su carrera. Pero ahora estaba muy contenta dirigiendo un equipo en su empresa. Le contó a Fry que había cambiado a partir de su conversación sobre el tema de la ambición, pasó de no interesarle a pensar: “No es necesario ser presumida ni acaparadora, pero tal vez no esté mal crecer”.5

Cuando nos permitimos reflexionar sobre un costo social que hemos eludido (o cuando alguien nos invita a reflexionar al respecto, como en el caso de esta neozelandesa), a veces nos damos cuenta de que no es para tanto. “Puedo asumir más responsabilidades en el trabajo y estaré bien. Nadie me va a odiar.” Pero cuando dejamos que nuestro instinto tome la decisión, incluso el mínimo riesgo social provoca una reacción como: “¡Evítalo a toda costa!”.

Incluso nos ponemos en riesgo para no hacer el ridículo frente a desconocidos. En Big Weather: Chasing Tornadoes in the Heart of America, Mark Svenvold describe su estancia en un motel en El Reno, Oklahoma, durante la llegada de un tornado. La televisión del motel transmitió una alerta y la advertencia del Servicio Meteorológico Nacional: “protéjase de inmediato”. Svenvold se preguntó si pasaría sus últimas horas de vida en un motel barato.

Sin embargo, dudó en hacer algo. Dos hombres de la localidad tomaban cerveza fuera del motel, tranquilos en su camioneta, parecían impasibles ante la aproximación del tornado. ¿Estaba siendo ingenuo? La recepcionista del motel también se veía tranquila. Svenvold le preguntó si el motel tenía sótano para resguardarse. “No, no tenemos sótano”, contestó en un tono que parecía de desprecio.

Más tarde, Svenvold recordó: “El desdén de la recepcionista, una residente, me avergonzó, me hizo sentir como un visitante ignorante, con su negacionismo” y los dos hombres en la calle “tomando cerveza impávidos”, lo paralizaron. Después de treinta minutos de dudar de su propio juicio, se dio cuenta de que los hombres se habían ido, y hasta entonces se sintió autorizado para huir.6

Las recompensas inmediatas son muy tentadoras, incluso cuando los costos futuros son muy altos. Minimizamos el daño acumulativo de las creencias falsas y el beneficio acumulativo de adoptar hábitos centinelas. Maximizamos lo mucho que nos juzgan los demás y el efecto de sus opiniones en nuestras vidas. Como resultado de estas tendencias, solemos sacrificar nuestra capacidad de ver con claridad a cambio de recompensas emocionales y sociales cortoplacistas. Esto no quiere decir que la mentalidad centinela siempre sea la mejor opción, pero es común que favorezcamos al soldado, incluso cuando el centinela es la mejor alternativa.

Descubrir que por naturaleza nuestro cerebro elude tomar decisiones óptimas puede parecer negativo, pero significa que tenemos mucho espacio para mejorar —oportunidades que no hemos explorado para mejorar nuestras vidas— si aprendemos a depender menos de la mentalidad de soldado y más de la mentalidad centinela.


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