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¿Qué es la
medicina psicosomática?

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R ecuerdo la primera vez que John R. vino a mi clínica en 1996. John era un exitoso hombre de negocios, elegante y atlético, que irradiaba confianza en sí mismo. Parecía sentirse a gusto y relajado –has­ta que se agachó para sentarse–. De pronto, sus movimientos se hicieron lentos y se convirtió en alguien tan cauteloso, tan frágil, tan vacilante que parecía una caricatura del hombre confiado y enérgico que había entrado por la puerta hacía escasos segundos. Su lenguaje corporal revelaba claramente que o bien estaba experimentando un dolor espantoso o bien temía sufrir un ataque de dolor al realizar el menor movimiento equivocado.

Como médico, yo podía sentir empatía por su sufrimiento. Mi especialidad son los trastornos mente-cuerpo, y veo casos como el suyo cada día. Esperé poder ayudarle, lo que quiere decir ayudarle a que se ayudara a sí mismo, porque con los trastornos mente-cuerpo un médico no puede «curar» al paciente. Es el propio paciente el que tiene que llegar a comprender su enfermedad... y, al comprenderla, eliminarla.

Al repasar el historial de John, se comenzó a formar en mi mente la imagen de una vida interesante y llena de satisfacciones. Casado, tres hijos, su propio negocio, que probablemente le ocupaba una parte demasiado grande de su tiempo, pero que iba bien... También escuché la familiar letanía de sufrimientos y dolores –un problema crónico de espalda de origen misterioso y que a veces provocaba unos dolores tan intensos que no podía levantarse de la cama por las mañanas–. Su larga e infructuosa búsqueda de alivio –experimentos con la medicina alternativa, fármacos de todo tipo y por último, ante la desesperación, cirugía–, una solución extremadamente cara y sólo transitoriamente exitosa. Después, el repentino surgimiento de nuevos trastornos: ciática, dolores de cabeza, reflujo ácido –la lista de dolencias era interminable.

Como médico, mi trabajo era ayudarle. Pero yo sólo podía señalar el camino. ¿Sería John capaz de seguirlo? ¿Sería capaz de percibir la profunda interconexión que existe entre el cuerpo y la mente? ¿Sería capaz de comprender el enorme poder de la ira reprimida?

Para los no iniciados parece haber algo misterioso en la medicina mente-cuerpo. En realidad, la relación entre la mente y el cuerpo no es más misteriosa que la que se da entre el corazón y la circulación de la sangre, o la que existe entre cualquier otro órgano y el funcionamiento del cuerpo humano. Mi primera entrevista con John indicaba que se mostraría abierto a la idea de la medicina mente-cuerpo. Después de sólo un mes de tratamiento, sus dolores, que lo habían torturado durante la mayor parte de su vida adulta, simplemente desaparecieron, y esto sin usar fármacos o procedimientos radicales. Sigo recibiendo cada año una tarjeta de navidad suya. En la más reciente me dice que sigue jugando al tenis y practicando el esquí. El verano pasado, él y su hijo mayor hicieron largas excursiones a pie por los montes Apalaches. El dolor y los otros inexplicables trastornos no han regresado.

A muchos de mis pacientes les cuesta comprender inicialmente la di­námica completa del síndrome mente-cuerpo. Una cosa es aceptar la idea de que la mente ejerce un gran poder sobre el cuerpo y otra muy distinta es interiorizar ese conocimiento y comprenderlo en un nivel profundamente personal. Incluso cuando mis pacientes llegan a apreciar plenamente el elemento central de la ecuación –el hecho de que la causa principal de su sufrimiento físico reside en su mente–, pueden seguir tropezando con los detalles secundarios, incapaces de aceptar la realidad de su propia ira enterrada, y totalmente perplejos ante el hecho de que su propia mente pueda tomar decisiones de las que no son conscientes.

El hecho de dar un paso hacia atrás y ver las cosas desde una perspectiva más amplia puede ayudar a mis pacientes a comprender la conexión mente-cuerpo. Los trastornos psicosomáticos pertenecen al grupo de los trastornos psicogénicos. Éstos pueden ser definidos como cualquier trastorno inducido o modificado por el cerebro debido a razones psicológicas.

Algunas de estas manifestaciones son muy conocidas y todo el mundo está familiarizado con ellas, como el hecho de sonrojarse o de ponerse a sudar al ser el centro de atención, o la sensación de mariposas en el estómago. Pero éstos son fenómenos inofensivos y transitorios, y sólo continúan mientras persista el inusitado estímulo.

Un segundo grupo de trastornos psicogénicos incluye aquellos casos en que el dolor de un trastorno físico es intensificado por ansiedades y preocupaciones que no están directamente relacionadas con el trastorno. Un ejemplo sería la persona que ha sufrido un grave accidente de coche y cuyo dolor se ve aumentado por sus problemas familiares o profesionales, no por la gravedad de sus lesiones. A pesar de que la medicina convencional tiende a ignorar casi todas las manifestaciones psicogénicas, generalmente suele admitir este tipo, reconociendo que los síntomas pueden empeorar si el paciente se siente angustiado. Los médicos pueden referirse a esto como superposición emocional. Los pacientes me han contado que su dolor empeoró considerablemente cuando recibieron los resultados de una resonancia magnética en que aparecía algún tipo de anormalidad, como una hernia de disco, especialmente si la cirugía formaba parte del tratamiento sugerido.

El tercer grupo psicogénico es el perfecto opuesto del segundo: cubre los casos en que se produce una reducción de los síntomas físicos del trastorno en cuestión. En uno de los primeros estudios realizados sobre el dolor, Henry Beecher, de la Universidad de Harvard, observó que durante la Segunda Guerra Mundial los soldados gravemente heridos solían necesitar poca o ninguna morfina para controlar el dolor. Estos soldados estaban tan contentos de estar vivos, tan aliviados de no tener que enfrentarse de nuevo al horror del campo de batalla y de saber que ahora iban a recibir todo tipo de cuidados, que casi no sentían ningún dolor.

Los grupos psicogénicos más importantes son el cuarto y el quinto, los trastornos histéricos y los trastornos psicosomáticos. Los primeros tienen principalmente un interés histórico, aunque la psicología de ambos es idéntica. Mi experiencia ha sido especialmente con los segundos.

Los síntomas de los trastornos histéricos son a menudo bastante extraños. El paciente puede experimentar una gran variedad de afecciones altamente debilitantes, incluyendo astenia muscular o parálisis, sensaciones de entumecimiento o de hormigueo, ausencia total de sensaciones, ceguera, incapacidad para usar las cuerdas vocales y muchas otras, todas ellas sin que exista ninguna anormalidad física que explique tales síntomas.

La propia naturaleza de los síntomas histéricos indica que su origen se halla «totalmente en la cabeza», por usar la expresión peyorativa con la que la gente se suele referir a los síntomas psicosomáticos. La ausencia de cualquier cambio físico en el cuerpo indica que los síntomas son generados por poderosas emociones en el cerebro. Nadie sabe con seguridad en qué lugar del cerebro. Una importante autoridad médica, el doctor Antonio R. Damasio, ha sugerido que estos centros generadores de emociones están localizados en el hipotálamo, la amígdala, el prosencéfalo basal y el tronco cerebral. Cuando se estimulan las células cerebrales adecuadas, los pacientes perciben los síntomas como si se originaran en el cuerpo. Estos síntomas suelen tener características muy extrañas e irreales. Uno de los pioneros de la psiquiatría del siglo XIX, Josef Breuer, los encontraba semejantes a las alucinaciones.

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