Читать книгу Cuentos completos - Эдгар Аллан По, Marta Fihel - Страница 12
ОглавлениеBerenice
Dicebant mihi sodales, si sepulchrum amicae visitarem,
curas meas aliquan tulum fore levatas.
Ebn Zaiat
La desdicha es muy dispar. La desgracia se multiplica de manera multiforme sobre la tierra. Extendida por el vasto horizonte, como el arco iris, sus colores son tan múltiples como los de este, a la vez tan diferentes y tan profundamente acoplados. ¡Extendida por el vasto horizonte como el arco iris! ¿Cómo es que de la belleza se ha originado un tipo de fealdad; de la unión y de la paz, un símil del sufrimiento? Como sucede en la ética, el mal es el resultado del bien y, a decir verdad, de la alegría deriva la tristeza. O del recuerdo de la dicha pasada es la inquietud del presente o las agonías que existen nacen de los éxtasis que pudieron haber existido.
Mi nombre de pila es Egaeus y no mencionaré mi apellido. No hay en este país torres más honorables que las de mi oscura y lúgubre mansión. Nuestra estirpe ha sido denominada casta de visionarios, y en muchos impresionantes detalles, en la particularidad de la mansión familiar, en los cuadros del salón principal, en los tapices de las habitaciones, en los relieves de algunas columnas de la sala de armas, pero sobre todo, en la galería de viejos cuadros, en la distinción de la biblioteca, y, finalmente, en la muy particular naturaleza de los libros, hay fundamentos suficientes para respaldar esta creencia.
Las memorias de mis primeros años se asocian con esta mansión y con sus libros, a los que ya no volveré a mencionar. Allí falleció mi madre. Allí nací yo. Pero es vano decir que no había vivido antes, que el alma no se percata de una existencia previa. ¿Lo niegas? No debatiremos este punto. Yo estoy convencido, mas no intento convencer. No obstante, hay un recuerdo de formas incorpóreas, de ojos espirituales y expresivos, de sonidos musicales y entristecidos, un recuerdo que no puedo desdeñar, una memoria como una sombra, ambigua, variante, confusa, vacilante, y como una sombra, también, por la inalcanzable posibilidad de librarme de ella mientras exista la luz de mi razón.
En aquella mansión nací yo. Al despertar súbitamente de la larga noche de lo que asemejaba, sin serlo, la no-existencia, a países de hadas, a un palacio de imaginación, a los dominios extraños del pensamiento y de la erudición monásticos, no es raro que viese a mi alrededor con ojos perplejos y ardientes, que despilfarrara mi niñez entre libros y desvaneciera mi juventud entre ensueños, pero lo que sí resulta extraño es que al transcurrir los años y el apogeo de la madurez me hallara morando aun en la mansión de mis antepasados. Es inaudita la parálisis que se posó sobre las fuentes de mi existencia, inaudita la completa inversión en la representación de mis pensamientos más ordinarios. Las realidades del mundano universo me afectaron como visiones, solo como visiones, mientras que las inusuales ideas del mundo de los sueños se convirtieron, en cambio, no en el material de mi existencia diaria, sino realmente en mi insolente y total existencia.
Berenice y yo éramos primos y nos criamos juntos en la vivienda de nuestros antepasados. Pero crecimos de maneras distintas. Yo, enfermizo, sumido en la tristeza; ella, ágil, graciosa, llena de vitalidad. Suyas eran las caminatas por la colina. Míos, los estudios del claustro. Yo, viviendo aislado en mí mismo, entregado en cuerpo y alma a la concentrada y laboriosa meditación; ella, deambulando sin preocuparse de la vida, sin reflexionar en las sombras del sendero ni en el silencioso vuelo de las horas de alas negras. ¡Berenice! —evoco su nombre—, ¡Berenice! Y ante este sonido se perturban mil recuerdos escandalosos de las ruinas grises. ¡Ah, comparece vívida su imagen a mí, como en sus primeros días de felicidad y de dicha! ¡Oh cautivadora y fantástica hermosura! ¡Oh sílfide entre los arbustos de Arnheim! ¡Oh náyade entre sus fuentes! Y entonces..., entonces todo es enigma y terror, y una historia que no se debe relatar. La enfermedad —un padecimiento mortal— sobrevino sobre ella como un huracán, y mientras yo la observaba, el espíritu del cambio la arrolló, adentrándose en su mente, en sus hábitos y en su carácter, y de la manera más grácil y terrible consiguió alterar incluso su identidad. ¡Ay! La devastadora fuerza iba y venía, y la agraviada..., ¿dónde se encontraba? Yo no la conocía, o, al menos, ya no podía reconocerla como Berenice.
Entre la incontable serie de enfermedades ocasionadas por aquella primera y fatal, que desató una revolución tan horripilante en el ser moral y físico de mi prima, hay que destacar como la más terrible y obstinada un tipo de epilepsia que con regularidad acababa en catalepsia, estado muy similar a la extinción de la vida, del cual, en la mayoría de los casos, se despertaba de forma abrupta e inesperada. Mientras tanto, mi propia enfermedad —pues me han indicado que no debería otorgarle otra denominación—, mi propia enfermedad, digo, crecía con extrema premura, desarrollando un carácter monomaníaco de una tipología nueva y sorprendente, que se volvía más fuerte cada hora que trascurría y que finalmente ejerció sobre mí una incomprensible influencia. Esta monomanía, según debo calificarla, consistía en una retorcida irritabilidad de esas facultades de la mente que la ciencia psicológica denota con la palabra atención. Es más que factible que no me explique, pero temo en verdad, que no encuentre la manera de trasmitir a la inteligencia del lector común una noción de esa nerviosa violencia de interés con que en mi caso las facultades de meditación (por no definirlo en términos técnicos) desempeñaban y se enfocaban en observar los objetos más simples del universo.
Reflexionar largas e incesantes horas con la atención centrada en alguna nota banal, en los bordes o en la tipografía de un libro. Permanecer absorto durante casi todo un día de verano en una singular sombra que descendía oblicuamente sobre el tapizado o sobre la puerta. Consumirme toda una noche contemplando la mansa llama de una lámpara o las lumbres del fuego. Soñar días enteros con el aroma de una flor. Iterar monótonamente una palabra corriente hasta que su sonido, debido a la permanente repetición, dejaba de originar en mi mente alguna idea. Olvidar todo sentido del movimiento o de la presencia física por medio de una total y obstinada inactividad del cuerpo, sostenida por mucho tiempo. Estas eran algunas de las extravagancias más corrientes y menos perjudiciales, ocasionadas por la condición de mis facultades mentales, a decir verdad, no genuina, pero capaz de afrontar cualquier forma de análisis o explicación.
Pero no se me comprenda mal. La desmedida, intensa y morbosa atención, exaltada así por objetos banales en sí, no debe confundirse con la tendencia a la meditación, ordinaria en todos los hombres, y a la que se entregan de manera particular las personas con una imaginación intranquila. Tampoco era, como se pudo suponer en un principio, una situación crítica ni la exageración de esa proclividad, sino primaria y fundamentalmente distinta, diferente. En un caso, el soñador o el aficionado interesado por un objeto, usualmente no banal, lo pierde gradualmente de vista en un bosque de deducciones y sugerencias que emergen de él, hasta que, al culminar una ensoñación repleta en muchas ocasiones de voluptuosidad, el incitamentum o primera razón de sus meditaciones se desvanece por completo y es olvidado. En mi caso, el elemento primario era invariablemente banal, aunque tomaba, por medio de mi visión turbada, una importancia refleja e irreal. Pocas deducciones, si acaso había alguna, emergían, y esas pocas regresaban tenazmente al objeto primario como a su centro. Las meditaciones nunca eran plácidas, y al final de la ensoñación, la primera razón, lejos de perderse de vista, había logrado ese interés maravillosamente exorbitado que componía el rasgo fundamental de la enfermedad. En una palabra, las facultades que más ejercitaba la mente en mi circunstancia eran, como ya he mencionado, las de la atención, mientras que en el caso del soñador son las especulativas.
Mis libros, en ese periodo, si no funcionaban realmente para irritar el trastorno, compartían en gran medida, como se sabrá, por su carácter imaginativo e inconexo, las características pintorescas del trastorno mismo. Puedo hacer memoria, entre otros, del tratado del noble italiano Coelius Secundus Curio, De Amplitudine Beati Regni Dei (La grandeza del reino santo de Dios); la gran obra de San Agustín, De Civitate Dei (La ciudad de Dios) y de Tertuliano, De Carne Christi (La carne de Cristo), cuya sentencia paradójica: Mortuus est Dei filius: credibili est quia ineptum est: et sepultus resurrexit; certum est quia impossibile est, se adueñó de todo mi tiempo durante muchas semanas de insubstancial y afanosa investigación.
Así se notará que, extraída, de su equilibrio solo por cosas banales, mi razón era similar a ese peñasco marino del que nos relata Ptolomeo Hefestión, que soportaba firme las embestidas de la violencia humana y la cólera más feroz de las aguas y de los vientos, pero se estremecía con el simple contacto de la flor denominada asfódelo. Y aunque para un observador inadvertido pudiera parecer, fuera de cualquier duda, que la perturbación provocada en la condición moral de Berenice por su desdichada enfermedad me habría facilitado muchos temas para la praxis de esa intensa y anormal meditación, cuya naturaleza se me ha dificultado bastante explicar, sin embargo, este no era el caso. En los periodos lúcidos de mi enfermedad, la calamidad de Berenice me causaba compasión y, profundamente conmovido por la devastación total de su preciosa y placentera vida, no dejaba de pensar con regularidad y congoja, en los asombrosos mecanismos por los cuales se había generado esa transformación tan inesperada y extraña. Pero estas meditaciones no compartían la idiosincrasia de mi enfermedad y eran como las que se hubieran manifestado, en circunstancias similares, al común de los mortales. Leal a su propio temperamento, mi trastorno se entretenía en los cambios de menor relevancia pero más llamativos, acaecidos en la constitución física de Berenice, en la extraña y horripilante desfiguración de su identidad personal.
En los días más resplandecientes de su hermosura incomparable, no la amé. En la extraña anormalidad de mi existencia, mis sentimientos jamás provenían del corazón y mis pasiones siempre provenían de la mente. En los nublados amaneceres, en las sombras entrecruzadas del bosque al mediodía y en el sigilo de mi biblioteca por la noche ella flotó ante mi vista, y yo la había observado, no como la Berenice viva y vibrante, sino como la Berenice de un sueño. No como una habitante de la tierra, sino como su abstracción. No como algo para venerar, sino para reflexionar. No como un objeto de amor, sino como un asunto de la más insondable aunque incongruente especulación. Y ahora, ahora temblaba ante su presencia y palidecía cuando se aproximaba. Sin embargo, lamentando penosamente su degeneración y decadencia, recordé que durante mucho tiempo me había amado, y que en un desdichado momento, le propuse matrimonio.
Y cuando, finalmente, se aproximaba la fecha de nuestro matrimonio, una tarde de invierno, en uno de esos días repentinamente calurosos, serenos y nublados, que constituyen la nodriza de la hermosa Alción, me hallaba yo sentado (y creía estar solo) en el aposento interior de la biblioteca y al alzar los ojos vi a Berenice frente a mí.
¿Fue mi imaginación exaltada, la influencia de la atmósfera nublada, la incierta luz crepuscular del lugar, los vestidos grises que cubrían su figura los que le otorgaron un contorno tan irresoluto e indefinido? No sabría definirlo. Ella no pronunció palabra y yo por nada del mundo hubiera tenido la capacidad de pronunciar una sílaba. Un helado escalofrío atravesó mi cuerpo, me agobió una sensación de intolerable ansiedad, una curiosidad insaciable se apoderó de mi alma e inclinándome en la silla, permanecí un rato sin aliento, inmóvil, con mis ojos fijos en su persona. ¡Ay! Su delgadez era extrema y ni la menor huella de su ser anterior se denotaba en una sola línea del contorno. Mi fervorosa mirada se posó por fin sobre su tez.
La frente era alta, muy pálida, y extrañamente plácida, lo que en un tiempo fuera cabellera negra azabache se posaba parcialmente sobre su frente y sombreaba las sienes huecas con incontables rizos de un color rubio radiante, que contrastaban discrepantes, debido a su fantástico matiz, con la melancolía de su rostro. Sus ojos no poseían brillo y parecían no tener pupilas, y de modo involuntario rehuí su mirada vidriosa para observar sus labios, finos y retraídos. Se entreabrieron, y en una sonrisa de extraña expresión los dientes de la ahora desconocida Berenice se mostraron lentamente ante mis ojos. ¡Quisiera Dios que nunca los hubiera visto o que, después de verlos, hubiera muerto!
Me distrajo el golpe de una puerta al cerrarse y, al alzar la vista, descubrí que mi prima había abandonado el aposento. Pero de los desordenados aposentos de mi cerebro, ¡ay!, no había salido ni se podía alejar el blanco y aterrador espectro de sus dientes. Ni una mancha en su superficie, ni una sombra en el esmalte, ni una grieta en sus perfiles, había en los dientes de esa efímera sonrisa que no quedara grabado en mi memoria. Ahora los miraba con más claridad que un momento antes. ¡Los dientes! ¡Los dientes! Se encontraban aquí, y allí, y por todas partes, visibles y tangibles ante mí, largos, finos, y expresivamente blancos, con los desvaídos labios cerrándose a su alrededor, como en el mismo momento en que habían comenzado a crecer. Entonces sobrevino toda la furia de mi monomanía, y yo batallé en vano contra su particular e irresistible influencia. Entre los cuantiosos objetos del mundo exterior solo pensaba en los dientes. Los anhelaba con una frenética ansia. Todas las demás dificultades y los demás intereses quedaron subordinados a esa contemplación. Ellos, ellos eran los únicos que se hallaban presentes en mi mirada mental, y en su imprescindible individualidad se convirtieron en la esencia de mi vida intelectual. Los escudriñé bajo todas las perspectivas. Los miré desde todos los puntos de vista. Estudié sus características. Analicé sus peculiaridades. Me percaté en su conformación. Pensé en las variedades de su naturaleza. Me estremecí al adjudicarles, en la imaginación, un poder susceptible y consciente y, aun sin el apoyo de los labios, una habilidad de expresión moral. De mademoiselle Sallé se ha dicho con razón que tous ses pas étaient des sentiments, y de Berenice, yo creía seriamente que toutes ses dents étaient des idées. Des idees! ¡Ah, este disparatado pensamiento me destrozó! Des idees! ¡Ah, por eso los anhelaba tan irreparablemente! Creí que solo su posesión me podría retornar la paz, devolviéndome la razón.
Y la tarde cayó sobre mí, y llegó la oscuridad, permaneció y se fue, y amaneció el nuevo día, y las neblinas de una segunda noche se amontonaron alrededor, y yo permanecía inmóvil, sentado, en aquel aposento solitario, y continué sumido en la meditación, y el espectro de los dientes conservaba su terrible dominio, como si, con una claridad viva y horripilante, flotara entre las variantes luces y sombras de la habitación. Al fin penetró en mis sueños un alarido de horror y consternación, y luego, tras un intervalo, el ruido de voces nerviosas, combinadas con tristes gemidos de dolor y de pena. Me levanté de mi asiento y, abriendo las puertas de la biblioteca, estaba en la antesala una criada, deshecha en lágrimas, quien me comentó que Berenice había cesado de existir. Esa mañana temprano, había sufrido un ataque de epilepsia y ahora, al llegar la noche, ya estaba listo el sepulcro para acoger a su ocupante y culminados los preparativos del sepelio.
Me hallé sentado en la biblioteca, solo de nuevo. Parecía que había despertado de un sueño borroso y excitante. Sabía que ya era la medianoche y que desde la puesta del sol Berenice estaba sepultada. Pero no tenía una noción exacta, o por al menos concreta, de ese melancólico periodo intermedio. No obstante, el recuerdo de ese periodo estaba repleto de horror, horror más horrible por ser impreciso, terror más terrible por ser ambiguo. Era una página escabrosa en la historia de mi vida, escrita con memorias siniestras, horrorosas, ininteligibles. Batallé por descifrarlas, pero fue en vano. Después, como el espíritu de un sonido lejano, un agudo y penetrante alarido de mujer parecía retumbar en mis oídos. Yo había llevado a cabo algo. Pero, ¿qué era? Me cuestioné la pregunta en voz alta y los murmurantes ecos de la habitación me respondieron: ¿Qué era?
En la mesa, a mi lado, relucía una lámpara y cerca de la misma había una diminuta caja. No poseía un aspecto llamativo, y yo la había observado antes pues era del médico de la familia. Pero, ¿cómo había llegado allí, a mi mesa y por qué temblé al fijarme en ella? No valía la pena considerar estas cosas, y por fin mis ojos se posaron sobre las páginas abiertas de un libro y sobre un fragmento subrayado. Eran las extrañas pero simples palabras del poeta Ebn Zaiat: “Dicebant mihi sodales si sepulchrum amicae visitarem, curas meas aliquantulum fore levatas”. ¿Por qué, al leerlas, se me puso la piel de gallina y se me congeló la sangre en las venas?
Sonó un suave golpe en la puerta de la biblioteca y, lívido como habitante de un sepulcro, un criado entró de puntillas. Tenía en sus ojos un espeluznante terror y me habló con una voz quebrada, áspera y muy baja. ¿Qué dijo? Escuché unas frases entrecortadas. Hablaba sobre un alarido salvaje que había perturbado el silencio de la noche, y de la servidumbre congregada para indagar de dónde provenía, y su voz recobró un tono espantoso, claro, cuando me habló, murmurando, de una tumba profanada, de un cadáver arropado en la mortaja y desfigurado, pero que aun resollaba, aun latía, ¡aun vivía!
Señaló mis ropajes: estaban sucios de barro y de sangre. No respondía nada; me agarró suavemente la mano: había huellas de uñas humanas. Dirigió mi atención a un objeto que estaba apoyado en la pared, lo vi durante un instante, era una pala. Con un alarido corrí hasta la mesa y me apoderé de la caja. Pero no pude abrirla y por mi agitación se me escapó de las manos, se desplomó en el suelo y se quebró en pedazos, y entre estos, entrechocando, se dejaron ver unos instrumentos de cirugía dental, revueltos con treinta y dos diminutos objetos blancos de marfil, que se desperdigaron por el suelo.