Читать книгу Cuentos completos - Эдгар Аллан По, Marta Fihel - Страница 8
ОглавлениеLa pérdida del aliento
Cuento que nada tiene que
ver con el Blackwood
Oh, no respires...!, etc.
Melodías, Moore
La tristeza más notoria cede finalmente ante el tenaz coraje de un alma filosófica, así como la ciudad más invencible cede ante la perenne vigilancia del enemigo. Salmanasar, como nos es revelado en las Escrituras, rodeó Samaria durante tres años y esta, finalmente, cayó. Sardanápalo —consúltese a Diodoro— se resguardó en Nínive durante siete años, pero tampoco le sirvió de nada. Troya cayó al finalizar el segundo lustro, y Azoth abrió, finalmente, sus puertas a Psamético, según lo testifica Aristeo por su honor de caballero, después de haberlas mantenido cerradas durante la quinta parte de un siglo...
—¡Miserable! ¡Zorra! ¡Arpía! —le dije a mi mujer la mañana siguiente a nuestra boda—. ¡Bruja... carne de azote... pozo de maldad... extracto pavoroso de todo lo repugnante... tú... tú...!
Y de puntillas, mientras la agarraba por la garganta y aproximaba mi boca a su oreja, me disponía a lanzar un nuevo y más enérgico epíteto de afrenta que no debería fallar, si es dicho, de convencerla de su insignificancia, cuando, para mi extremo horror y sorpresa, descubrí que había perdido el aliento.
Las expresiones: “Me quedé sin aliento” o “He perdido el aliento”, se escuchan con frecuencia en las conversaciones comunes, pero nunca se me había ocurrido pensar que el aterrador incidente que estoy mencionando pudiera ser bona fide y que realmente pudiera ocurrir. ¡Imagínense, si tienen suficiente fantasía, imagínense mi sorpresa, mi angustia y mi consternación!
Sin embargo, tengo un buen genio que nunca me abandona por completo. En mis arrebatos más incontrolables siempre conservo mi sentido del decoro, et le chemin des passions me conduit —como expresa Lord Edouard en Julie— à la philosophie véritable.
Aunque en el primer instante no pude comprobar hasta qué punto me afectaba tal situación, decidí de todas maneras escondérselo a mi mujer hasta que nuevas ocurrencias me mostraran la extensión de tan extraña calamidad. De inmediato cambié la expresión de mi rostro, transformándola de su apariencia abultada y retorcida a un semblante de traviesa y vanidosa bondad, y le di a mi mujer un golpecito en una mejilla y un beso en la otra, todo esto sin pronunciar una sílaba (¡Rayos! ¡No me era posible!), dejándola atónita con mi comportamiento, tras lo cual dejé la habitación haciendo piruetas y un pas de zéphyr.
Véanme ahora encerrado en mi boudoir privado, espantoso ejemplo de las funestas consecuencias que se derivan de la irascibilidad. Vivo, pero con todas las particularidades de la muerte. Muerto, pero con todas las debilidades de los vivos. Una verdadera rareza sobre la faz de la tierra, perfectamente tranquilo y, al mismo tiempo, sin aliento.
¡Así es, sin aliento! No juego al afirmar que mi aliento se había esfumado. No hubiera logrado mover una pluma con él aunque mi vida dependiera de ello, y menos aún empañar el cristal de un espejo. ¡Qué destino tan cruel! Sin embargo, lentamente encontré algo de alivio a ese primer paroxismo de angustia incontenible. Después de algunas pruebas descubrí que la capacidad vocal que había considerado como totalmente perdida, dada la incapacidad para continuar la conversación con mi esposa, solo estaba ligeramente afectada. También noté que si, durante tan interesante crisis, hubiera bajado mi voz a un tono intensamente gutural, habría podido continuar expresándole mis sentimientos. De hecho, dicho tono de voz (el gutural) no obedece a la corriente de aire del aliento, sino a cierta acción espasmódica de la musculatura de la garganta.
Me dejé caer en una silla y estuve sumido en la meditación por largo rato. No hay que mencionar que mis pensamientos estaban muy lejos de ser consoladores. Miles de vagas y llorosas fantasías se apoderaban de mi alma, y la imagen del suicidio llegó a cruzar por mi mente. Pero la maldad de la naturaleza humana se caracteriza por rechazar lo evidente y lo factible, prefiriendo lo confuso y lo ambiguo. Temblaba, pues, al pensar en el suicidio como en la más espantosa de las atrocidades, mientras mi gato ronroneaba sobre la alfombra con todo su ímpetu y mi perro de aguas respiraba con cierta fatiga bajo la mesa, ambos jactándose de la fortaleza de sus pulmones y burlándose, evidentemente, de mi imposibilidad respiratoria.
Abrumado por un universo de vagos recelos y esperanzas finalmente escuché los pasos de mi esposa que bajaba la escalera. Cuando estuve seguro de su ausencia, regresé con el corazón palpitante al lugar de mi catástrofe.
Cerré cuidadosamente la puerta y comencé una detallada búsqueda. Era factible que el objeto de mis afanes estuviera oculto en algún rincón sombrío o agazapado en cualquier armario o cajón. Tal vez, podía tener una forma palpable o una vaporosa. La mayor parte de los filósofos no suelen ser muy filosóficos sobre diversos puntos de la filosofía. Sin embargo, en su Mandeville, William Godwin sustenta que “las únicas realidades son las cosas invisibles”, y debe admitirse que esto merece ser tomado en cuenta. Me gustaría que el lector reflexivo recapacitara antes de pensar que tales afirmaciones superan lo absurdo. Puede acordarse que Anaxágoras decía que la nieve era negra y desde este episodio estoy convencido de que estaba en lo cierto.
Seguí buscando larga y cuidadosamente, pero la mísera recompensa de tanta dedicación y perseverancia resultó ser únicamente una dentadura postiza, dos caderillas, un ojo y gran cantidad de billets-doux dirigidos a mi esposa escritos por el Señor Alientolargo. Aprovecho para señalar que esta confirmación de la preferencia de mi esposa hacia el Señor Alientolargo me inquietaba muy poco. El hecho de que la Sra. Faltaliento apreciara a alguien tan diferente a mí era un mal tan natural como necesario. Es bien conocido que tengo una apariencia corpulenta y fuerte, pero que mi altura está por debajo de la normal. No hay que sorprenderse, pues, de que la flacura como de palo de mi conocido y su estatura, que se ha vuelto distintiva, ganara la más natural de las preferencias por parte de la Sra. Faltaliento. Pero regresemos a nuestro asunto.
Como he mencionado, todos mis esfuerzos resultaron vanos. Infructuosamente revisé armario tras armario, cajón tras cajón, rincón tras rincón. Hubo un instante en que me sentí casi seguro de mi presa, cuando al buscar en un cajón del tocador volqué por accidente una botella de aceite de Arcángeles de Grandjean —que, como agradable perfume, me tomo la libertad de sugerir.
Con el corazón lleno de congoja regresé a mi boudoir a fin de pensar en algún método que burlara la perfidia de mi esposa. Tenía que ganar tiempo para concluir mis preparativos de viaje, pues estaba decidido a dejar el país. En un territorio extranjero, desconocido, tenía ciertas probabilidades de esconder mi infeliz calamidad —calamidad aún más conveniente que la miseria para despojarme de la estimación general y provocar hacia mi mezquina persona la tan merecida furia de los bondadosos y los felices—. No dudé mucho tiempo. Como yo estaba dotado de una capacidad natural, me aprendí totalmente de memoria la tragedia de Metamora. Felizmente había recordado que en esta tragedia, o al menos en las partes correspondientes al héroe, los tonos de voz que había perdido eran absolutamente innecesarios, pues toda la vocalización debía hacerse con una penetrante voz gutural.
Durante algún tiempo practiqué mi texto en las orillas de un concurrido pantano, aunque sin recurrir a procedimientos parecidos a los de Demóstenes, sino a un método total y particularmente propio. Así convenientemente armado decidí hacer creer a mi mujer que me había interesado repentinamente por el teatro. Tuve un éxito que puede juzgarse sorprendente. A cada pregunta o sugerencia que me hacía le respondía, con una voz lúgubre y con un tono parecido al croar de una rana, recitando algún pasaje de la tragedia. Por lo demás, pronto observé con inmenso placer que dichos pasajes encajaban igualmente bien a cualquier tema. No debe pensarse, además, que al recitar dichos pasajes yo dejaba de observar de reojo, mostrar mis dientes, batir las rodillas, golpear el piso, o realizar cualquiera de esas incontables gracias que componen, precisamente, las características de un trágico popular. Ni mencionar que todo el mundo decía que había que ponerme una camisa de fuerza, pero ¡gracias a Dios!, nunca imaginaron que había perdido el aliento.
Ya puestos en orden todos mis asuntos, una mañana temprano ocupé mi asiento en la diligencia hacia..., dando a entender a mis conocidos que me aguardaban asuntos de suma importancia en aquella ciudad.
La diligencia estaba atiborrada de pasajeros, pero con la poca luz del amanecer no podía diferenciar los rasgos de mis acompañantes. Sin oponer mucha resistencia me dejé ubicar entre dos caballeros de colosal tamaño, mientras un tercero, inclusive más grande, pidiendo disculpas por la libertad que estaba por tomarse, se sentó sobre mí cuan largo era, y se quedó dormido en un segundo ahogando mis guturales gritos de socorro con unos ronquidos que hubieran hecho avergonzar a los bramidos del toro de Falaris. Afortunadamente la condición de mis facultades respiratorias descartaba todo riesgo de ahogo.
Cuando ya aclaraba el día y nos aproximábamos a los suburbios de la ciudad, mi atormentador se alzó y, mientras se ajustaba el cuello, me dio las gracias por mi gentileza con mucha cortesía. Cuando vio que yo me mantenía inmóvil —pues tenía la cabeza torcida hacia un costado y todos los miembros dislocados— experimentó cierta preocupación y despertando al resto de los pasajeros, señaló de manera muy resuelta que, a su parecer, les habían endosado un cadáver durante la noche pretendiendo que se trataba de otro pasajero, y procedió a hundirme un dedo en el ojo derecho para demostrar lo que estaba diciendo.
En vista de ello, los demás pasajeros (que eran nueve) creyeron su deber tirarme repetidamente de las orejas. Un joven médico me colocó un espejo en los labios y, al descubrir que no tenía aliento, confirmó que los declaraciones de mi atormentador eran estrictamente verdaderas, ante lo cual, los demás pasajeros expresaron que no estaban dispuestos a tolerar pasivamente semejante situación en el futuro, y que, con relación al presente, no continuarían en compañía de una momia.
Expresado esto, mientras cruzábamos frente a la taberna del Cuervo, me lanzaron de la diligencia sin sufrir mayor accidente que la ruptura de mis dos brazos aplastados por la rueda trasera izquierda del vehículo. Señalaré también, honrando al cochero, que este no dejó de lanzar el más pesado de mis equipajes, baúl que cayó sobre mi cabeza —desafortunadamente— fracturándola de manera tan sugestiva como sorprendente.
El posadero del Cuervo, que era un hombre caritativo, encontró que dentro de mi baúl había lo suficiente para indemnizarlo de cualquier exiguo trabajo que realizara en mi beneficio y, después de llamar a un conocido médico, me dejó a su cuidado junto a una cuenta y a un recibo por diez dólares.
El comprador me trasladó a su casa y se puso a trabajar de inmediato sobre mi persona. Empezó por cortar mis orejas, pero cuando lo hizo descubrió señales de vida, entonces mandó a llamar a un farmacéutico vecino para consultarlo de emergencia. Pero mientras, y por si acaso sus dudas sobre mi existencia resultaban ciertas, me hizo un corte en el estómago y me extrajo algunas vísceras para disecarlas en privado.
El farmacéutico tendía a creer que yo había fallecido. Traté de alterar esa percepción pateando y saltando con todas mis fuerzas mientras gesticulaba frenéticamente, ya que los procedimientos del cirujano me habían devuelto los sentidos. Pero todo ese movimiento fue achacado a los efectos de una nueva batería galvánica con la que el farmacéutico, que era un hombre documentado, realizó varias pruebas que captaron mi atención dada la participación directa que yo tenía en ellas. Sin embargo, lo que más me preocupaba era que todas mis tentativas por comenzar una conversación fracasaban, al extremo de que ni siquiera lograba abrir la boca. Pues era imposible objetar a muchas ingeniosas pero inexistentes teorías que, bajo otras circunstancias, mis minuciosos conocimientos de la investigación hipocrática me habrían facultado a disentir fácilmente.
Ya que no le era posible alcanzar una conclusión, el cirujano resolvió dejarme en paz hasta un nuevo análisis. Fui trasladado a una buhardilla y después de que la esposa del médico me vistiera con calzoncillos y calcetines, su marido ató mis manos y sujetó mis mandíbulas con un pañuelo, cerrando la puerta externamente antes de ir a cenar y dejándome sumido en el silencio y la meditación.
Entonces descubrí con inmenso agrado que, de no haber tenido trabada la boca con el pañuelo hubiese podido conversar. Consolándome con este pensamiento comencé a repetir mentalmente algunos fragmentos de la Omnipresencia de la Divinidad, como era mi costumbre antes de rendirme al sueño, pero en ese instante dos gatos voraces y de censurable aspecto entraron por un orificio de la pared, saltaron con una pirueta a la Catalani y uno frente a otro se detuvieron sobre mi cara, entregándose a una indecente lucha por la insignificante posesión de mi nariz.
Igual que la pérdida de sus orejas le sirvió a Ciro, el Mago de Persia, para alcanzar al trono y la amputación de su nariz le dio a Zopiro la propiedad de Babilonia, del mismo modo la pérdida de unas pocas partes de mi cara sirvió para la salvación de mi cuerpo. Desquiciado por el dolor e inflamado de indignación, hice saltar las cuerdas y el vendaje de un golpe. Circulé por la habitación y después de lanzar una mirada de desprecio a los contrincantes, abrí la ventana ante su sorpresa y desengaño, y me arrojé por ella con gran habilidad.
En ese momento, el ladrón de correos, W, a quien me parecía muchísimo, era trasladado desde la ciudad hacia un cadalso levantado en los suburbios para ser ejecutado. Su exagerada debilidad y el prolongado tiempo que llevaba enfermo le habían valido el privilegio de que no ser atado. Cubierto con la indumentaria de los condenados a muerte —que también se parecían mucho a las mías— estaba echado en el fondo del carro del verdugo (carro que pasaba justo bajo la ventana del cirujano en el momentos en que yo me lanzaba por ella), sin otro resguardo que el carretero que estaba dormido, y dos reclutas del sexto de infantería que estaban ebrios.
Para mi mala fortuna, caí sobre el vehículo de pie y W, que era un hombre malicioso, al instante se percató de la oportunidad. De un brinco se dejó caer del carro y huyendo por una callejuela, se perdió de vista en un abrir y cerrar de ojos. Alterados por el ruido, los reclutas no se dieron cuenta del cambio producido y al observar a un hombre que se levantaba en el carro frente a ellos, tan parecido en todo al villano, creyeron que el miserable (o sea, W) había tratado de escapar y, después de comunicarse uno al otro esta idea, bebieron sendos tragos y me tumbaron a culatazos con sus mosquetes.
No tardamos mucho en llegar a nuestro destino. Claro está que yo no podía decir nada en mi defensa. Era ineludible que sería ahorcado. Así que me resigné, con un estado anímico entre necio y sarcástico. Y siendo muy poco cínico, tenía todos los sentimientos de un perro. Mientras, el verdugo me ajustaba la cuerda al cuello. La trampa cayó.
Me abstendré de narrar mis sensaciones en la horca, aunque sin duda podría hablar con conocimiento de causa, y este es un asunto sobre el que no se ha dicho nada correcto aún. Ciertamente, para escribir al respecto es conveniente haber sido ahorcado con anterioridad. Todo creador debería limitarse a los asuntos que conoce por experiencia. De esa forma, Marco Antonio compuso un tratado sobre la embriaguez.
No obstante, he de señalar que no fallecí. Mi cuerpo estaba colgado, pero aquello no podía detener mi aliento. De no haber sido por el nudo bajo mi oreja izquierda, que me daba la impresión de un corbatín militar, osaría declarar que no experimentaba mayores molestias. Y la sacudida que sufrió mi cuello cuando caí desde la trampa, sirvió definitivamente para enderezar mi cabeza que me ladeara el colosal caballero de la diligencia.
Tenía sobradas razones, además, para compensar lo mejor posible las agitaciones que había sufrido la muchedumbre presente. Mis convulsiones, según la opinión de todos, fueron sorprendentes. Hubiera sido imposible sobrepasar tales espasmos. La muchedumbre pedía bis. Varios señores se desmayaron e infinidad de damas fueron acompañadas a sus casas presas de ataques de nervios. Pinxit aprovechó la oportunidad para retocar, a partir de un boceto realizado en ese momento, su sorprendente obra Marsias desollado vivo.
Habiendo proporcionado suficiente diversión, se consideró prudente descolgar mi cuerpo del patíbulo —sobre todo, porque durante ese tiempo había sido encontrado y capturado el verdadero culpable, situación de la que, desgraciadamente, no llegué a enterarme.
Por supuesto, lo sucedido me hizo ganar simpatías generales, y como nadie reclamó mi cuerpo se ordenó que fuera sepultado en una bóveda pública.
Transcurrido un tiempo conveniente, fui depositado allí. Luego, se marchó el sepulturero y me quedé solo. En aquel instante el verso del Malcontento de Marston,
“La muerte es un buen muchacho
y tiene casa abierta...”
me pareció una total falsedad.
Sin embargo, arranqué la tapa del féretro y salí de él. El lugar era terriblemente húmedo y muy tenebroso, al punto que me sentí asaltado por el tedio absoluto. Para divertirme, avancé entre los numerosos féretros allí ubicados. Los bajé al suelo uno a uno y, arrancándoles la tapa, me perdí en reflexiones sobre la mortalidad que confinaban.
—Este —monologué, topándome con un cadáver inflamado y abotagado— ha sido, sin duda poco feliz, un hombre desventurado en toda la amplitud de la palabra. En vida, tuvo la terrible suerte de contonearse en vez de caminar, de avanzar como un elefante y no como un hombre, o como un rinoceronte y no como un ser humano.
Sus intentos para avanzar resultaban infructuosos y sus movimientos rotatorios terminaban en concluyentes fracasos. Al dar un paso adelante, su desdicha residía en dar dos a la derecha y tres a la izquierda. Sus estudios se vieron confinados a la poesía de Crabbe. No tuvo idea del prodigio de una pirouette. Para él, un pas de papillon era solo un nombre abstracto. Nunca trepó a lo alto de una colina. Jamás contempló la grandeza de una ciudad desde un campanario. El calor fue su enemigo mortal. Durante la canícula sus días eran días de perro. Soñaba con llamas y asfixias, con una montaña sobre otra, con el Pelión sobre el Osa. Para decirlo en una palabra, le faltaba el aliento. Sí, le faltaba el aliento. Pensaba que era una extravagancia tocar instrumentos de viento. Inventó los abanicos automáticos, las mangas de viento y los ventiladores. Patrocinó a Du Pont, el fabricante de fuelles, y murió de manera miserable cuando intentaba fumar un cigarro. Siento profundo interés por su historia, pues francamente simpatizo con su suerte.
—Pero aquí —sacando despectivamente de su cajón un cuerpo alto, delgado y extraño, cuya notable apariencia me causó una sensación de desagradable compañerismo—, aquí hay un miserable sin derecho a compasión en esta tierra.
Y diciendo esto, para obtener una mejor visión de mi sujeto, lo sostuve por la nariz con el pulgar y el índice forzándolo a estar sentado en el suelo, y lo mantuve en esa posición mientras seguía con mi monólogo.
—Sin derecho a compasión en esta tierra —repetí—. ¿A quién se le ocurriría apiadarse de una sombra? Además, ¿no ha disfrutado ya el pleno goce de las dichas que corresponden a los mortales? Fue el artista de los elevados monumentos, de las altas torres donde se elabora la metralla, de los pararrayos, de los álamos de Lombardía. Su texto sobre Sombras y penumbras lo hizo inmortal. Fue ilustre y diestro editor de la obra de South sobre “los huesos”. Asistió al colegio a temprana edad y aprendió la ciencia neumática. Al regresar a casa, no hacía otra cosa que hablar y tocar el corno francés. Resguardó las gaitas. El capitán Barclay, que marchaba en contra del tiempo, no pudo marchar contra él. Sus autores favoritos fueron Windham y Allbreath, y Phiz fue su artista predilecto. Murió brillantemente, mientras inhalaba gas; levique flatu corrupitur [[corrumpitur]], como la fama pudicitiæ en San Jerónimo. Indudablemente él era un...
—¿Cómo puede...? pero… ¿cómo puede...? —objetó el sujeto de mi hostilidad, luchando por respirar y quitándose el vendaje de la mandíbula con un desesperado esfuerzo—. ¿Cómo puede usted Sr. Faltaliento, ser tan endemoniadamente cruel para apretarme la nariz de esa manera? ¿No se dio cuenta de que me taparon la boca? ¡Debería darse cuenta, si es que lo hace, que debo exhalar una sorprendente abundancia de aliento! Pero si no lo ha notado, póngase cómodo y lo verá. En mi posición constituye un grandísimo alivio poder abrir la boca, explayarme y conversar con una persona como usted que no es de los que se creen con derecho a interrumpir a cada instante el hilo y la palabra de su interlocutor. Las interrupciones son incómodas y deberían prohibirse. ¿Usted, no lo cree? ¡Oh por favor, no diga nada! Basta con que hable uno solo a la vez. Pronto he de terminar y entonces usted podrá comenzar. ¿Cómo rayos llegó hasta aquí, señor? ¡Ni una palabra, le pido! Llevo aquí cierto tiempo... ¡Un terrible accidente! ¿Supongo que usted se enteró? ¡Espantosa desgracia! Mientras transitaba bajo sus ventanas, hace algún tiempo... justo en la época en que a usted se interesó por el teatro... ¡cosa terrible!... ¿Escuchó alguna vez la expresión “retener el aliento”? ¡Cállese, le digo! ¡Pues sí... yo retuve el aliento de alguien más! Y eso que siempre había tenido suficiente con el mío propio... Al suceder aquello me tropecé con Blab en la esquina... pero no me dejó decir ni una palabra... imposible pronunciar una sola sílaba... Por supuesto, fui víctima de una crisis epiléptica... Blab escapó... ¡Los muy estúpidos! Pensaron que había muerto y me enterraron aquí... ¡Vaya manojo de imbéciles! En cuanto a usted, he escuchado todo lo que ha mencionado... y cada palabra es una ficción... ¡Horrible, pavorosa, humillante, atroz, impenetrable...! Etcétera, etcétera, etcétera...
Imposible concebir mi estupor ante tan imprevisible discurso y la alegría que experimenté poco a poco al irme persuadiendo de que el aliento tan favorablemente capturado por aquel señor —que no era otro que mi vecino Alientolargo— era justamente el que yo había perdido mientras conversaba con mi mujer. El tiempo, el lugar y el escenario lo ratificaban sin lugar a dudas. Pero de todos modos no solté de mi mano la nariz del señor Alientolargo, al menos durante el prolongado período mientras el cual el creador de los álamos de Lombardía continuó beneficiándome con sus explicaciones.
Actuaba en este sentido con la usual sensatez que siempre constituyó mi rasgo dominante. Recapacité sobre qué grandes dificultades se acumulaban en el camino de mi salvación, y que solo con enormes dificultades podría vencerlos. Muchas personas, bien lo sabía, aprecian las cosas que poseen —por más intrascendentes que estas sean para ellas e incluso molestas o incómodas— en relación directa a las ventajas que conseguirían otras personas si las obtuvieran. ¿No sería esta la situación con el señor Alientolargo? Si me descubría ansioso por ese aliento que tan fácilmente manifestaba que abandonaría, ¿no me convertiría en una víctima de las trampas de su codicia? Hay infames en este mundo, como le hice recordar mientras suspiraba, que no poseen escrúpulos para beneficiarse del vecino y además (esta observación surge de Epicteto), en el instante en que las personas están más deseosas de arrojar el peso de sus adversidades, es cuando están menos orientados a ayudar a sus semejantes en el mismo sentido.
De cara a razonamientos de este género y sosteniendo siempre a mi víctima por la punta de la nariz, consideré pertinente expresarle la réplica siguiente:
—¡Monstruo! —comencé, con un tono de honda irritación—. ¡Monstruo e imbécil de doble aliento! Tú, a quien los dioses han castigado por tus perversidades concediéndote una doble respiración, ¿osas dirigirte a mí con el idioma familiar de la amistad? “¡Mientes!”. Dices que “me calle la boca”, ¡por supuesto, vaya diálogo con un hombre que solo tiene un aliento! ¡Y todo esto cuando depende de mí calmar el infortunio que sufres, y eliminar todas las trivialidades de tu desventurada respiración!
Igual que Bruto, me quedé esperando una respuesta que, similar a un ciclón, me atropelló inmediatamente. El señor Alientolargo desplegó toda clase de quejas y pretextos. No había nada con lo que no se mostrara intachablemente de acuerdo, por lo que no dejé de obtener prerrogativas de cada uno de sus consentimientos.
Puestos en orden los detalles preliminares, mi interlocutor procedió a devolverme mi respiración y luego de inspeccionarla detalladamente, le di un recibo.
Entiendo que muchos me harán reclamos por relatar tan brevemente un negocio de tanta importancia. También dirán que bien podía haber revelado nimios detalles de la operación gracias a la que se podría proyectar nuevas luces sobre una curiosísima rama de las ciencias naturales (lo cual es totalmente cierto).
Siento mucho no poder declarar sobre esto. Solo me está permitido hacer una ligera mención. Había situaciones —aunque después de pensarlo bien, pienso que lo más seguro es hablar lo menos posible sobre tan delicado tema—, repito, había situaciones muy delicadas que involucran al mismo tiempo a otra persona cuya antipatía no tengo el menor deseo de padecer en este tiempo.
No demoramos mucho, después de aquel arreglo, en huir de las mazmorras del sepulcro. Las fuerzas conjuntas de nuestras renacidas voces fueron escuchadas muy pronto desde afuera. El señor Tijeras, director de un periódico centralista, se interesó en publicar de nuevo su tratado sobre La naturaleza y origen de los sonidos subterráneos. Una respuesta-réplica-justificación-refutación no tardó en ser publicada en las páginas de un diario democrático. Se abrieron las puertas de la bóveda para finalizar la controversia y mi aparición junto a la del señor Alientolargo comprobó que ambas partes estaban igualmente equivocadas.
No puedo establecer los detalles de algunos pasajes únicos de una vida bastante notable sin llamar, de nuevo, la atención del lector sobre los méritos de esa filosofía sin distinciones que funciona como innegable escudo en contra de las flechas de la desgracia que no logran observarse, sentirse ni entenderse. Está en el espíritu de este conocimiento la creencia de que las puertas del cielo se abrirán ineludiblemente para aquel ser santo o pecador que, con buenos pulmones y lleno de seguridad, vocifere la palabra ¡Amén!. Y se encuentra, asimismo, dentro del espíritu de ese conocimiento el que, durante la gran plaga que arrasó Atenas y después que se agotaron todos los recursos para alejarla, Epiménides —como narra Laercio en su segundo libro acerca del filósofo— propusiera el levantamiento de un oratorio y un templo “al Dios apropiado”.