Читать книгу Cuentos completos - Эдгар Аллан По, Marta Fihel - Страница 14
ОглавлениеLos leones
... Todas las personas fueron
avanzando sobre sus diez dedos, salvajemente sorprendidas.
Sátiras del obispo Hall
Yo soy —aunque mejor es decir— yo fui un gran hombre. Aunque, no soy ni el autor de Junius, ni el hombre de la máscara de hierro. Se me puede creer que mi nombre es Robert Jones y que nací en algún lugar de la ciudad de Fum-Fudge.
La primera maniobra de mi vida consistió en agarrar mi nariz con ambas manos. Mi madre observó eso y me llamó genio y mi padre derramó lágrimas de alegría regalándome más tarde un tratado de Nasología. Lo aprendí de memoria antes de llevar los primeros pantalones.
Comencé a hacerme un camino en esta ciencia y no tardé en comprender que si un hombre poseía una nariz lo suficientemente notable le bastaría ir detrás de ella para convertirse en un “león” social. Pero no estaba limitado a respetar solo la teoría. Todas las mañanas le daba a mi probóscide un par de tirones y me lanzaba al saco media docena de tragos.
Cuando alcancé la mayoría de edad, cierto día mi padre me invitó a entrar en su despacho.
—Hijo mío —me dijo después de sentarnos—. ¿Cuál es el objetivo esencial de tu vida?
—Padre —respondí—, es el estudio de la Nasología.
—Robert, ¿y qué es eso?
—La ciencia de las narices, señor —contesté, algo irritado.
—¿Y podrías decirme qué significa una nariz?
—Querido padre —respondí, considerablemente calmado—, una nariz ha sido definida por unos mil autores diferentes de mil diversas maneras (entonces extraje mi reloj para consultarlo). Como es casi mediodía, tendremos tiempo de nombrarlos a todos antes de la medianoche. Podemos comenzar, pues. Según Bartolinus la nariz es esa protuberancia, ese saliente, esa carnosidad, esa...
—Robert, ¡ya basta! —dijo interrumpiéndome aquel sorprendente caballero—. Me quedo boquiabierto ante la grandeza de tus conocimientos. Me impresionas, palabra de honor (entonces cerró los ojos y se puso la mano en el corazón). ¡Acércate! (y me agarró del brazo). Ya puede considerarse terminada tu educación y es el momento de que te acomodes por tu cuenta. No podrías hacer nada mejor que seguir a tu nariz... así... así... y así... (entonces me lanzó escaleras abajo a patadas). ¡Largo de mi casa, pues, y que Dios te dé su bendición!
Como sentía en mi interior el divino afflatus, supuse este accidente más afortunado que otra cosa y decidí seguir la recomendación paterna. Resolví seguir a mi nariz. Le di un par de tirones y escribí al momento un tratado sobre Nasología.
En toda Fum-Fudge se armó un revuelo.
—¡Magnífico genio! —dijo el Quarterly.
—¡Estupendo fisiólogo! —dijo el New Monthly.
—¡Grandioso escritor! —dijo el Edinburgh.
—¡Gran hombre! —dijo el Blackwood.
—¿Quién podrá ser? —dijo la gran señora Marisabidilla.
—¿Qué podrá ser? —dijo la señora Marisabidilla.
—¿Dónde podrá estar? —dijo la señorita Marisabidilla.
Pero yo no ponía atención a esas personas. Me limité a entrar en el estudio de un pintor.
La duquesa Fulana posaba para su retrato. El marqués Mengano sostenía el perrito de la duquesa. El conde Zutano jugaba con sus tarritos de sales aromáticas y su Alteza Real Perengano se inclinaba sobre el asiento de la duquesa.
Me acerqué al artista y este alzó su nariz.
—¡Oh, qué hermosa! —suspiró su Gracia.
—¡Oh, qué bella! —murmuró el marqués.
—¡Oh, qué repugnante! —refunfuñó el conde.
—¡Oh, qué detestable! —gruño su Alteza Real.
—¿Cuánto quiere usted? —preguntó el artista.
—¡Por su nariz! —exclamó su Gracia.
—Mil libras —contesté, tomando asiento.
—¿Mil libras? —repitió el artista, reflexivo.
—Mil libras —dije.
—¡Sublime! —susurró él, en éxtasis.
—Mil libras —dije.
—¿Usted, la garantiza? —indagó, orientándola de manera que se iluminara.
—La garantizo —contesté, bufando por ella con fuerza.
—¿Y es totalmente original? —preguntó, tocándola ceremonialmente.
—¡Por supuesto! —contesté, retorciéndola.
—¿No se han sacado copias de ella? —volvió a interrogar, estudiándola bajo un microscopio.
—Ninguna —dije, alzándola.
—¡Sorprendente! —exclamó, sorprendido completamente ante la belleza de la maniobra.
—Mil libras —dije yo.
—¿Mil libras? —dijo él.
—Exactamente —dije yo.
—¿Mil libras? —dijo él.
—En efecto —dije yo.
—Las tendrá usted —declaró el artista—. ¡Qué pieza tan perfecta!
Me entregó el dinero de inmediato y comenzó a dibujar mi nariz. Alquilé un apartamento en la calle Jermyn y envié la nonagésima novena edición de mi Nasología a Su Majestad, junto a un retrato de la probóscide. El Príncipe de Gales, pobre libertino intrascendente, me invitó a cenar.
Todos éramos “leones” y recherchés.
Allí estaba un Platonista moderno que refirió a Porfirio, a Yámblico, a Hierocles, a Máximo Tirio, a Plotino, a Proclo y a Siriano.
Estaba un defensor de la perfectibilidad humana. Habló de Turgot, de Price, de Priestley, de Condorcet, de De Staël y del “Estudiante Ambicioso de Mala Salud”.
Estaba Sir Paradoja Positiva. Hizo resaltar que todos los filósofos eran locos y que todos los locos eran filósofos.
Estaba Ético Estético. Habló sobre el fuego, la unidad y los átomos, el alma bipartita y preexistente, sobre la afinidad y la discordia, sobre la inteligencia primitiva y las homeomerías.
Estaba Fricassée del Rocher de Cancale. Habló del Muritón, de la lengua roja, de la ternera a la St. Menehoult, de las coliflores con salsa velouté, de la marinada a la St. Florentin y de las jaleas de naranjas en mosaïques.
Estaba Teología Teólogo. Mencionó a Eusebio y a Arrio, la herejía y el concilio de Nicea, el puseyismo y el consustancialismo, el homousios y el homouioisios.
Estaba Bíbulo O’Barril. Quien describió al Latour y al Markbrünnen, al Mousseux y al Chambertin, al Richbourg y al St. George, al Haubrion, Leonville y Medoc, al Barac y al Preignac, al Grâve y al Sauternes, al Lafitte, al St. Peray. Inclinó la cabeza ante el Clos de Vougeot, y, entrecerrando los ojos, habló de la diferencia que hay entre el jerez y el amontillado.
Estaba el Señor Tintontintino, de Florencia. Declamó sobre Cimabue, Arpino, Carpacio y Argostino, sobre la melancolía de Caravaggio, sobre la amenidad de Albano, sobre los colores de Tiziano, sobre las damas de Rubens y sobre las bufonadas de Jan Steen.
Estaba el Presidente de la Universidad de Fum-Fudge. Señaló su opinión de que la luna se llama Bendis en Tracia, Bubastis en Egipto, Diana en Roma y Artemisa en Grecia.
Había un Gran Turco originario de Estambul. No paraba de pensar que los ángeles eran corceles, gallos y toros; que alguien en el sexto cielo tenía setenta mil cabezas y setenta mil lenguas y que la tierra era sostenida por una vaca color celeste con cientos de cuernos.
Estaba Poligloto Delfino. Nos narró la suerte que habían corrido las ochenta y tres tragedias perdidas de Esquilo, las cincuenta y cuatro oraciones de Iseo, los trescientos noventa y un discursos de Lisias, las cincuenta y cuatro oraciones de Isaías, los ciento ochenta tratados de Teofrasto, los himnos y ditirambos de Píndaro, el octavo libro del tratado de las secciones cónicas de Apolonio y las cuarenta y cinco tragedias de Homero el joven.
Estaban Ferdinando Fitz Feldespato Fósilus. Nos dio cátedra de todo lo concerniente a los fuegos subterráneos y las formaciones terciarias, sobre los aeriformes, los fluidiformes y los solidiformes; sobre el cuarzo y la marga, el esquisto y la turmalina, el yeso y la roca ígnea, talco y cal, blenda y hornablenda; sobre la mica y la piedra pómez, la cianita y la lepidolita; sobre la hematita y la tremolita, el antimonio y la calcedonia; sobre el manganeso y todo lo que usted imagine.
Y también estaba yo. Y hablé de mí, de mí, de mí y de mí. De la nasología, de mi folleto y de mí. Mostré mi nariz y hablé de mí.
—¡Qué sorprendente inteligencia! —exclamó el príncipe.
—¡Soberbia! —dijeron sus invitados.
Y al día siguiente su Gracia la duquesa Fulana me hizo una visita.
—¿Asistirá usted al Salón de Almack, hermosa criatura? —me preguntó, dándome unas palmaditas en el mentón.
—Asistiré… por mi honor... —contesté.
—¿Con nariz y todo? —volvió a preguntar.
—Tan cierto como que estoy vivo —le respondí.
—Pues bien, mi vida, aquí tiene mi tarjeta. ¿Puedo contar con que usted estará allí?
—De todo corazón mi querida duquesa.
—¡Bah, no me importa el corazón! Diga, más bien: “De toda nariz”.
—Con cada pedacito de ella, amor mío —le dije, y después de halarme una o dos veces la nariz, me hallaba en el Salón de Almack.
Los diversos salones estaban colmados hasta la sofocación.
—¡Ya viene! —dijo uno en la escalera.
—¡Ya viene! —dijo otro un poco más arriba.
—¡Ya viene! —dijo un tercero, todavía más lejos.
—¡Llegó! —expresó la duquesa—. ¡Llegó el encantador amorcillo!
Y tomando mis manos fuertemente me besó la nariz tres veces.
A esto siguió una gran agitación entre los allí presentes.
—Diavolo! —exclamó el conde Capricornutti.
—¡Dios lo guarde! —susurró Don Estilete.
—Mille tonnerres! —gritó el príncipe de Grenouille.
—Tousand Teufel! —rezongó el elector de Bluddennuff.
Esto era inaguantable. Me enfadé y enfrenté a Bluddennuff.
—¡Caballero —le dije—, usted parece un mandril!
—Caballero —contestó él, después de una pausa—, Donner und Blitzen!
Con eso era suficiente. Intercambiamos tarjetas y a la mañana siguiente, en Chalk-Farm, de un disparo le hice volar la nariz y de allí me fui a saludar a mis amigos.
—Bête! —dijo el primero.
—¡Tonto! —dijo el segundo.
—¡Imbécil! —dijo el tercero.
—¡Burro! —dijo el cuarto.
—¡Majadero! —dijo el quinto.
—¡Estúpido! —dijo el sexto.
—¡Vete de aquí! —dijo el séptimo.
Todo esto me atormentó y fui a ver a mi padre.
—Padre —le consulté—. ¿Cuál es el objetivo esencial de mi existencia?
—Hijo mío —me respondió—, continua siendo el estudio de la nasología, pero lamentablemente, te has sobrepasado al lesionar al elector en la nariz. Es cierto que tú tienes una hermosa nariz, pero ahora Bluddennuff no tiene ninguna. Él se ha convertido en el héroe del día y tú estás condenado. Puedo asegurar que en Fum-Fudge la grandeza de un “león” es directamente proporcional al tamaño de su probóscide. Pero, ¡rayos!, no hay rivalidad posible con un león que no tiene absolutamente ninguna.