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El Duque de l’Omelette

Y pasó de inmediato a un clima más fresco.

Cowper

Keats cedió ante la crítica. ¿Quién falleció de una Andrómaca? ¡Almas de poca nobleza! El duque de l’Omelette murió por un verderón. L’historie en est brève. ¡Ayúdame, espíritu de Apicio!

Una jaula de oro transportó al pequeño vagabundo con alas, enamorado, derretido, indolente —desde su casa en el distante Perú a la Chaussée d’Antin de su majestuosa dueña La Bellísima—, para ser entregado al duque de l’Omelette. Seis hombres del reino acompañaron al dichoso pájaro.

El duque debía cenar solo aquella noche. En la intimidad de su despacho se inclinaba descorazonadamente sobre aquella otomana por la que él había inmolado su lealtad cuando pujó más alto que su rey en la subasta… la famosa otomana de Cadêt.

¡Suena el reloj! El duque esconde su rostro en la almohada. Incapaz de controlar lo que siente, su Gracia come una aceituna. Y en ese momento se abre la puerta a los dulces sonidos de una música y, ¡oh milagro!, la más delicada de las aves se encuentra frente al más enamorado de los hombres. Pero… ¿qué indescriptible horror eclipsa las expresiones del duque? “Horreur! Chien! Baptiste! L’oiseau! Ah, bon Dieu! Cet oiseau modeste que tu as déshabillé de ses plumes, et que tu as servi sans papier!”1 Sería inútil decir nada más: el duque murió en un acceso de asco.

—¡Ja, ja, ja! —dijo su Gracia, tres días después de morir.

—¡Je, je, je! —contestó plácidamente el diablo, levantándose con un aire altanero.

—Voilà!, imagino que esto no será en serio —señaló de l’Omelette—. He pecado, c’est vrai, pero, estimado señor… ¡he de suponer que no tiene usted ninguna intención de llevar a cabo tan bárbaras amenazas!

—¿Tan qué? —dijo su majestad—. ¡Vamos, desnúdese, señor!

—¿Desnudarme? ¡Muy gracioso en verdad! ¡No, señor, no lo haré! ¿Quién es usted para que yo, el Duque de l’Omelette, príncipe de Foie-Gras, recién alcanzada la mayoría de edad, autor de la Mazurquiada y miembro de la Academia, tenga que —obedientemente— quitarme los mejores pantalones jamás cortados por Bourdon, la más hermosa robe de chambre hecha por las manos de Rombêrt, por no mencionar los papillotes y para no hablar de la molestia que sería para mí quitarme los guantes?

—¿Que quién soy? ¡Ah, cierto! Soy Baal-Zebub, príncipe de la Mosca. Acabo de extraerte de un féretro de palo de rosa incrustado de marfil. Estabas muy raramente perfumado y tenías una etiqueta como si te hubieran facturado. Te envió Belial, mi inspector de cementerios. En cuanto a esos pantalones que dices fueron cortados por Bourdon, son un magnífico par de calzoncillos de lino, y tu robe de chambre es una mortaja de no pequeño tamaño.

—¡Caballero —replicó el duque—, no me dejaré agraviar impunemente! ¡Aprovecharé la primera oportunidad para desquitarme de esta ofensa! ¡Usted escuchará hablar de mí! ¡Mientras… au revoir!

Y el duque se inclinaba, antes de alejarse de la satánica presencia, cuando fue interrumpido por un guardián y devuelto al lugar. En vista de ello, su Gracia se frotó los ojos, bostezó, se encogió de hombros y meditó. Después de quedar satisfecho sobre su identidad, echó una ojeada a vuelo de pájaro sobre los alrededores.

El aposento era majestuoso a tal extremo, que de l’Omelette lo declaró bien comme il faut. No tanto por lo largo o lo ancho, sino por lo alto… ¡ah, qué turbadora altura! No había techo… de verdad no lo había… Solo una espesa y arremolinada masa de nubes de color de fuego. Su Gracia sintió que la cabeza le giraba al mirar hacia arriba. Desde lo alto colgaba una cadena de color rojo sangre de un metal desconocido, su extremo superior se perdía igual que la ciudad de Boston, parmi les nuages. En el extremo inferior se balanceaba un enorme farol. El duque se dio cuenta de que se trataba de un rubí, pero de él irradiaba una luz tan fuerte, tan fija, como nunca fue vista en Persia, o imaginada por Gheber, o fantaseada por un musulmán cuando, saturado de opio, se tambalea y cae sobre un lecho de amapolas, la espalda contra las flores y el rostro de cara al dios Apolo. El duque musitó un suave juramento, definitivamente, de aprobación.

Los ángulos de aquel lugar se curvaban creando nichos. Tres de ellos estaban ocupados por estatuas de medidas gigantescas. Su belleza era griega, su imperfección egipcia, su tout ensemble francés. En el cuarto nicho, la estatua estaba velada y no era colosal, pero se podía ver un tobillo estrecho y un pie con sandalia. De l’Omelette se llevó la mano al corazón, cerró sus ojos, volvió a abrirlos y, entonces, sorprendió a su majestad satánica… cuando se sonrojaba.

¡Pero aquellas pinturas! ¡Kupris! ¡Astarté! ¡Astoreth! ¡Mil y la misma! ¡Y Rafael las ha observado! Sí, Rafael estuvo aquí. ¿Acaso no pintó la…? ¿Y no fue condenado por esa causa? ¡Las pinturas, las pinturas! ¡Oh lujo, oh amor! ¿Quién, contemplando esas bellezas prohibidas, tendría ojos para las delicadas obras que, en sus marcos dorados, iluminan como estrellas las paredes de jacinto y de pórfido?

Sin embargo, el corazón del duque se debilita. No se siente, como lo imaginan, marcado por la suntuosidad, ni embriagado por el fuerte perfume de los incontables incensarios. C’est vrai que de toutes ces choses il a pensé beaucoup-mais! El duque de l’Omelette está aterrorizado. ¡A través de la rojiza visión, que le permite la única ventana sin cortinas, se observa el más espantoso de los fuegos!

Le pauvre Duc! No podía dejar de imaginar que las gloriosas, las voluptuosas, las eternas melodías que llenaban aquel salón, a medida que pasaban filtrándose y transformándose por la magia de las encantadas ventanas, eran los sollozos y los lamentos de los condenados sin esperanza. ¡Y allí, allí, sobre la otomana! ¿Quién está allí? ¡Es él, el Petit-maître… No, la Deidad… sentado como si estuviera tallado en mármol, et qui sourit, con su rostro pálido, si amèrement!

Mais il faut agir… cabe señalar que un francés nunca se desmaya de golpe. Además, a su Gracia le desagrada hacer escenas… De l’Omelette ha recuperado todo su dominio. Ha visto unos espadines sobre la mesa y algunas dagas. El duque estudió con B…; il avait tué ses six hommes. Por lo que, il peut s’échapper. Tomó dos armas y, con espléndida gracia, ofreció la elección a su Majestad. Horreur! ¡Su Majestad no sabe esgrima!

Mais il joue! ¡Estupenda idea! Su Gracia siempre tuvo una memoria magnífica. Alguna vez leyó Le Diable, del abate Gualtier. Allí se menciona que le Diable n’ose pas refuser un jeu d’écarté.

¡Pero las posibilidades… las posibilidades! Son remotas y desesperadas, es verdad, aunque apenas más desesperadas que el mismo duque. Además, ¿no sabía el secreto? ¿No había leído al Père Le Brun? ¿No era socio del Club Vingt-et-un? Si je perds —dice— je serai deux fois perdu… seré dos veces condenado… voilà tout! (entonces su Gracia se encogió de hombros.) Si je gagne, je reviendrai à mes ortolons… que les cartes soient préparées!

Su Gracia era todo cuidado, todo atención, y su Majestad, todo confianza. Un observador hubiera pensado en Francisco y en Carlos. Su Gracia solo pensaba en su juego. Su Majestad no pensaba: barajaba. El duque cortó.

Se distribuyeron las cartas. Se dio vuelta la primera. ¡El rey! ¡No… era la reina! Su Majestad maldijo sus galas masculinas. De l’Omelette se llevó la mano al corazón.

Jugaron. El duque contaba. Había terminado la mano. Su Majestad contaba lentamente, sonriendo, bebiendo vino. El duque ocultó una carta.

—C’est à vous de faire —dijo su Majestad, cortando. Su Gracia se inclinó, barajó las cartas y se levantó en presentant le Roi.

Su Majestad pareció acongojado.

Si Alejandro no hubiese sido Alejandro, hubiera querido ser Diógenes, y el duque aseguró a su oponente mientras se despedía de él, que s’il n’eût été de l’Omelette il n’aurait point d’objection d’être le Diable.

“¡Horror! ¡Perro! ¡Baptiste! ¡El pájaro! ¡Ah, Dios mío! ¡Pobre pájaro al que has desprovisto de sus plumas, y me lo has servido sin papel!”.

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