Читать книгу El nido verde - Edith Bello - Страница 10

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Un día nuestra cachorra desapareció. Buscamos a nuestra pequeña durante todo el día hasta que se hizo de noche. Recorrimos el barrio, preguntamos a los vecinos, atravesamos los baldíos del vecindario llamándola incansablemente, pero todo fue en vano. Con Laura, mi hermana menor, no podíamos admitir que se hubiese escapado considerando el amor que le brindábamos. Era la primera cría de una perra que habíamos recogido de la calle. La madre era negra de pelo lacio y brillante. Ese verano había tenido seis cachorros. Los criamos hasta que tuvieron dos meses y nuestros padres solo nos permitieron quedarnos con una. Era una hembra un poco más rustica que su madre, negra, con el pecho, las patas y la punta del hocico blancos. Sentíamos un amor inconmensurable por ese animalito y nos pasábamos todo el tiempo jugando con ella. La llamamos Chiqui y le escribimos una canción que tarareábamos mientras ella saltaba feliz a nuestro alrededor.

Habían pasado dos días desde su inexplicable desaparición. Fueron horas angustiosas sin novedad alguna. Mis padres insistían en que se había escapado o quizás alguien la habría robado. Los empleados que trabajaban en el negocio afirmaban lo mismo y nos aconsejaban que dejáramos de buscarla. Nosotras, sin resignarnos, preguntamos a los vecinos si habían visto algún extraño merodeando cerca de la casa. Estábamos desoladas, pero no pensábamos claudicar, así que organizamos una campaña de búsqueda con nuestros primos. La odisea duró un día más hasta llegada la noche. El Polaco, un jovencito que trabajaba en el negocio y que nos vio deambular angustiosamente, se conmovió ante nuestra insistencia. Asustado, nos confesó que la perrita había muerto, a pesar de la reprimenda que iba a recibir de mis padres. La había atropellado un camión una mañana cuando nosotras estábamos en la escuela, y mi madre mandó a sepultarla en el jardín de Ruth antes de que regresáramos. Ante semejante confidencia, con Laura, corrimos llorando desconsoladas al lugar indicado por el Polaquito. No podíamos soportar siquiera la idea de que estuviera enterrada. Escarbamos la tierra con las manos, pero la naturaleza ya había iniciado el proceso de descomposición. Escapamos del lugar para recuperarnos de la impresión. Al otro día, indignadas y tristes, se nos ocurrió que podríamos darle un sepulcro digno. Llevamos al lugar piedras de ripio con las que hicimos un rectángulo y armamos una cruz con dos maderas. Lavamos un frasco de mermelada y lo usamos como florero donde colocamos un ramo de junquillos. La tumba había quedado hermosa y a pesar del desconsuelo estábamos conformes con nuestra ofrenda. Ni por un segundo nos percatamos del problema que sin querer acabábamos de iniciar.

Una alambrada separaba el jardín de Ruth de la vereda transitada por los vecinos que enseguida advirtieron la turbadora presencia. Preguntaban a quién pertenecía esa tumba y por qué no estaba en el cementerio. Expresaban su disconformidad y amenazaban con hacer la denuncia a la policía. Mis padres dieron las explicaciones del caso, pero los vecinos no creyeron que fuera cosa de chicos. Como respuesta después de explicarnos la situación mandaron a sacar la cruz y las flores para terminar de una vez con el problema. Sentenciadas por los adultos dejamos de visitar la sepultura de nuestra perrita, pero la observábamos desde el otro lado de la alambrada. No queríamos dejarla sola en la oscuridad. Al poco tiempo esta comenzó a cubrirse de una tupida enredadera con unas flores blancas que se abrían solamente de noche. Eran muy exóticas, con una corola de pétalos blancos y estambres violetas. La gente empezó a sugestionarse y cruzaban de vereda para no pasar frente al lugar. Mis padres mandaban a cortar la enredadera, pero volvía a nacer cada vez con más fuerza, así que al cabo de un tiempo no insistieron. Cuando parecía que todo iba volviendo a la normalidad y los vecinos se calmaron, una noche mi tía Dina llegó despavorida al negocio en su bicicleta. Pálida y temblorosa, comentó que vio una luz blanca flotando del otro lado del alambrado. Los clientes, curiosos y asustados, murmuraban en voz baja. Durante los días siguientes se rumoreaba que otras personas también habían visto algo extraño y a partir de entonces se multiplicaron las versiones que afirmaban haber notado una luz transparente suspendida en el lugar. Mi padre intentaba dar una respuesta racional y explicaba que podría ser el reflejo que irradiaban los huesos de los animales bajo la luz de la luna. Pero nadie escuchaba. La sugestión crecía y empezó a molestar a los pastores que no podían tolerar que se vieran fantasmas en el predio de su iglesia. Yo sentía un poco de temor por todo lo que se decía, pero tenía mi propia idea del fenómeno. Pensaba que la luz que flotaba era la de nuestra amada Chiqui y las flores blancas que se abrían cada noche expresaban nuestro amor por ella. Años más tarde descubrí que aquella enredadera se llamaba “pasionaria”. En ese momento el amor y el temor se reunieron. La pérdida y el ocultamiento. Una muerte accidental se transformó en tragedia cuando a nuestra perrita sin más se la tragó la tierra. Su desaparición nos partió el alma, pero la naturaleza hizo su parte y la magia apareció una vez más en el jardín de Ruth.

El nido verde

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