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Nos anunciaron que viajaban ese mismo día y que mi hermanita iba con ellos. Olga y yo nos quedaríamos en la casa al cuidado de unos tíos que además eran vecinos. El argumento para dejarnos fue que el viaje era largo, que no podíamos faltar tantos días a la escuela y que la más pequeña sería un estorbo si se quedaba con nosotras. No me sorprendió la decisión de mi madre, ya que ella y Laura vivían prendidas como choncacos. Pero que mi padre me dejara sola era grave y me ponía en una difícil situación. Uno de los problemas principales era quedarme con Olga, que me llevaba cinco años y tenía otros intereses. Ese año cursaba el séptimo grado, había salido elegida alumna belgraniana —es una mención especial para aquellos alumnos que representan los valores del general Manuel Belgrano— y desde entonces estaba irracionalmente abocada a la escuela. Por ende, lejos de ser mi pareja de juegos y, menos aún, mi acompañante nocturna. Con el imprevisto viaje se me planteaba el desafío de enfrentarme sola a casi todo.

La casa había pertenecido originalmente a la Iglesia adventista. Mi padre compró dos viejas habitaciones incrustadas en el fondo del edificio que habían sido ocupadas antiguamente por el cuidador de la iglesia. En el diseño de la nueva casa los cuartos habían pasado a ser dos comedores, uno diario y el otro para las visitas. En el primero estaba la cocina, el comedor diario y el televisor. Ahí pasábamos la mayor parte del tiempo. El otro ambiente casi nunca se usaba; solo cobraba vida cuando mi padre recibía a los proveedores. Había una mesa ovalada con sillas tapizadas en color rojo que él usaba como escritorio. El piano alemán de Olga que nunca tocaba, una biblioteca de metal gris oscuro siempre cerrada y el modular de mi madre con objetos de cristal tallados a mano: floreros, jarrones, dulceros y vasos. También botellas de whisky y coñac. Durante el día el ambiente era transitado normalmente, pero de noche se transformaba en otra cosa. Un espacio tenebroso donde todo podía suceder. Era un lugar donde se escuchaban sonidos extraños, pasos y ecos de tambores lejanos. Una de las paredes era medianera con el edificio de la iglesia. Con Laura sabíamos que los sonidos indescifrables venían del otro lado. Los mayores ya se habían acostumbrado y parecían no escucharlo o no les daban importancia.

Con Laura jugábamos todas las siestas en el jardín de Ruth o debajo del gualeguay donde mi padre había colocado una hamaca con asiento doble. Ahí pasábamos gran parte del tiempo planeando juegos con nuestros primos de la misma edad. Pero por las noches compartíamos el mismo dormitorio y para llegar al baño teníamos que pasar por el pasillo que daba al escritorio. Cuando alguna de las dos tenía ganas de orinar aguantaba lo máximo posible antes de despertar a la otra para que la escolte al baño. Acompañarnos era un pacto de honor que ninguna traicionó jamás, ya que participábamos juntas del mismo pánico. El día que partieron mis padres y a medida que el sol se escondía yo sentí una gran congoja. No sabía cómo iba a resolver mi problema de atravesar el pasillo, pero lo disimulaba ante los demás. No me animaba a contarle a Olga o a mis tíos lo que me pasaba porque tenía la sensación de que si hablaba de la monstruosidad nocturna, aquello que fuera se iba a materializar e iba a aparecer. No sabía qué era eso que no se podía ver, pero se podía escuchar. Y había decidido no enfrentarlo sola. Mi madre solía dejar encendida la lámpara del pasillo, aunque esa noche mi tía no lo hizo. Apagó una por una las luces de la casa y me dejó en la oscuridad más absoluta. Acostada boca arriba, tan rígida como una madera, me tapé hasta la cabeza a pesar del calor de diciembre. Sentía que me faltaba el aire, pero prefería respirar menos a sentirme en la intemperie de esa larga noche. Rogaba que el tiempo volara y se hiciera rápido de día. Pero cada minuto parecía interminable. Tenía ganas de hacer pis, pero apretaba las piernas para evitar un accidente. Estaba aterrada y sin salida. Inmóvil, en un estado de agudeza total, como un animal que espera ser atacado. Percibí un movimiento en el silencio. Algo se acercaba a mi cama sigilosamente. Suave me tocó el hombro y un escalofrío me paralizó el alma. Un bulto se inclinó sobre mí y tal fue el pánico que no pude emitir sonido. Se aproximó un poco más, respiró en mi oído y me susurró: “¿Me acompañás al baño?”. Era mi primo Sergio que se había quedado a dormir en el otro cuarto. Teníamos prácticamente la misma edad. Habíamos nacido con una semana de diferencia. Él me enseñó a hacer barriletes y a jugar a las bolitas. Pero yo sabía que aunque fuese mi primo hermano no debía aceptar su pedido porque era un varón. Sin embargo, no dudé un segundo y salí de la cama de un salto. Nos tomamos de las manos y avanzamos a tientas para no tropezar con los muebles y despertar a los demás. Llegamos a la puerta y ninguno de los dos se animó a quedarse solo en el pasillo. Así que decidimos entrar juntos y nos bajamos los calzones. Yo oriné en el bidé y él parado en el inodoro. Miré de reojo su pito. Era como una tripa colgando, no sabía si era grande o pequeña, porque nunca había visto uno. No nos avergonzamos. Nos mirábamos reflejados en los azulejos negros y nos reímos de nuestras imágenes deformes. Comenzamos a jugar hundiendo la panza para que nos saltaran las costillas, como lo hacíamos con Laura. No sé cuánto duró el juego hasta que la puerta se abrió de repente. ¿Qué hacen? El grito de mi tía nos sacudió. Parados y desnudos en el baño nos quedamos sin palabras. Al otro día el tema dio que hablar en la familia. Les repetíamos que habíamos ido juntos a orinar por miedo a la oscuridad, pero no nos creían. Nos condenaban sin siquiera oírnos mirándonos con desconfianza. Mis padres regresaron y fueron avasallados por la versión adulta de los hechos. Para mi bien, mi padre lo tomó con cierta gracia, me entregó los regalos que me había traído y el tema no pasó a mayores. Pero mi madre me miró con suspicacia y desde entonces no perdió oportunidad para decirme: “Sos igual a tu padre”. Yo, que era una niña de siete años, percibía que sus palabras no era un elogio, pero tuvieron que pasar algunos años hasta que pude comprender a qué se refería.

El peor castigo fue la morbosidad de los parientes que desde sus prejuicios nos mantuvieron en la mira durante mucho tiempo. Se burlaban de nosotros y nos difamaban diciendo que seguramente nos encontrábamos en el baño de la escuela para mostrarnos la cola, ya que los dos íbamos al mismo grado. Esa actitud, lejos de amedrentarnos, provocó que Sergio y yo nos convirtiéramos en aliados inseparables e inquebrantables, incluida la adolescencia. No solo habíamos atravesado juntos la noche más oscura de la infancia, sino que sobrevivimos a la infamia de los mayores, que primero nos dejaron solos y luego nos castigaron por su abandono.

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