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A mi padre le gustaba contar anécdotas sobre su vida. Las repetía una y otra vez a todos aquellos dispuestos a escucharlo y también a quienes no lo estaban tanto. Contaba historias sobre su arribo a la Argentina cuando tenía dos años, sobre su infancia en Reconquista, sobre su juventud en San Nicolás y otras experiencias que tuvo a lo largo de su vida. Contaba que a los veintiún años había sido chofer de Eva Perón. Y enseguida aclaraba que en realidad distribuía la revista Democracia que circuló durante el primer gobierno peronista. Afirmaba que había conocido a Evita en los talleres gráficos y la describía como una mujer simple y cercana. Además de la revista trasladaba máquinas de coser que la fundación de Evita entregaba en centros de mujeres. Comentaba que cuando regresaba de hacer su recorrido ella siempre le preguntaba: “¿Qué dice la gente de mí?”. Parecía ser esa la mayor preocupación de la primera dama. En sus últimos años él volvía insistentemente a aquella experiencia de su juventud.

Entre sus virtudes figuraba la declamación. Le gustaba recitar poemas que había aprendido en la escuela primaria. En cualquier acontecimiento social o familiar interpretaba al Negro Falucho. Sin programación alguna, saltaba de la silla e iniciaba su despliegue como un poseído ante los ojos atónitos de los observadores. También contaba cuentos infantiles, pero únicamente en el horario de la siesta. Laura y yo éramos su público más atento y constante. Sus cuentos no eran de príncipes y princesas, sino de bestias salvajes y héroes que luchaban por su vida. Sus relatos eran interminables y nunca tenían un final cerrado. Cuando le pedíamos que nos repitiera uno era imposible porque cada vez que lo hacía lo recreaba de una manera diferente. Quizás porque olvidaba los argumentos del día anterior o se aburría de relatar lo mismo. De cualquier manera nos cautivaba con sus historias. También le gustaba ir al cine. Recuerdo haberlo acompañado en varias oportunidades a ver películas de John Wayne, Bruce Lee y Sean Connery. Pero se sentía identificado con Charlton Heston, el primer Tarzán, y decía orgulloso que eran físicamente parecidos.

Mi padre tenía una capacidad especial para elegir regalos que nos sorprendieran. Recuerdo el reloj cucú que le obsequió a mi madre para su cumpleaños. Ocupaba toda la pared del dormitorio y funcionaba a cuerdas con cadenas y pesas que llegaban hasta el piso. Durante los primeros días toda la familia estuvo pendiente del canto del cucú, pero al cabo de un tiempo el ritual se transformó en una pesadilla que durante la noche nos hacía saltar de la cama. También recuerdo la pecera que tenía más juguetes que peces. Un cofre se abría para mostrar tesoros ocultos y los esqueletos se movían bajo una luz azul que se proyectaba desde arriba. Con mis hermanas permanecíamos durante horas extasiadas observando el fantasmal paisaje marino.

Otra de sus características era la adicción por leer, casi devorar, diarios y revistas. Todos los días compraba dos o tres periódicos de distinto perfil. Los leía completos para discutir con los amigos y conocidos que llegaban al negocio. Amaba las historietas que coleccionaba y guardaba en cajas en distintos lugares de la casa. Esto irritaba profundamente a mi madre que lo consideraba un exceso para el presupuesto familiar. Pero él no se inmutaba ante sus reclamos y continuaba con sus prácticas matutinas. Se levantaba todos los días a las cinco de la mañana para trabajar y leer los diarios.

También le fascinaban los animales. Cuando regresaba de sus viajes al norte del país siempre traía algún bicho exótico. Convivimos con monos, papagayos, loros, chivos y hasta con dos iguanas gigantes a los que tuvimos que alimentar y cuidar. Mi padre amaba el río Paraná y todas las canciones que hicieran referencia a él. Tenía una lancha a la que denominó Califa y preparó para competir en carreras náuticas junto su copiloto Guevara. Fueron famosos en la región por sus triunfos y las acrobacias acuáticas surcando el oleaje de los barcos a toda velocidad.

Desde muy pequeña él me llevaba al oculista. Recuerdo estar sentada sobre sus rodillas para poder alcanzar la altura de los enormes y amenazantes instrumentos del consultorio del doctor Cerrutti. Las frecuentes visitas de control resultaban un paseo que siempre finalizaba en la librería Bomón para mirar libros y los últimos modelos de rompecabezas. Los de cubos eran mis preferidos. Mis primeros libros cuando tenía tres o cuatro años fueron cuentos con dibujos. Pero una vez que empecé la escuela primaria los libros se convirtieron para mí en historias cada vez más ricas, misteriosas y complejas.

Mi padre siempre dijo que yo era su hija preferida y lo demostró sin tapujos. Cuando era chica me hacía sentir especial entre las tres hermanas. Nos llamaba la Santa María, la Pinta y la Niña. Siempre explicitaba que él no añoraba tener un hijo varón, sin embargo cuando fui creciendo me di cuenta de que su preferencia por mí estaba ligada a que yo era cómplice en sus andadas. No fue casual que a los catorce años me enseñó a manejar su camioneta Ford nueva con palanca de cambio en el volante y también fui la primera en permitirle conducir su lancha. Quizás también me cobijó por mi problema con la vista y mi flacura extrema. O también por el nacimiento de mi hermana un año después que yo viniera a este mundo y que tuvo tan ocupada a mi madre. Como haya sido tuve un lugar de privilegio en su vida.

Como es natural mi padre también tenía sus contradicciones. Todo lo lúdico y protector desaparecía cuando los negocios no andaban bien y tenía que correr detrás de los bancos para cubrir las cuentas. O cuando las crisis económicas y políticas del país desbarataban sus esfuerzos y expectativas. Uno de los peores conflictos que vivió fue en los años setenta, con el llamado Rodrigazo, que llevó su negocio a la quiebra. Padecimos las dificultades económicas, pero más que nada el estado de locura con que pretendía resolver la situación. Se volvió más exigente que nunca y nadie se animaba a contradecirlo. Comenzó a demandarnos como adultas cuando éramos apenas adolescentes. Nos endilgaba una serie de responsabilidades dignas de un contador o abogado. Mi madre sobrellevó como pudo su vida junto a él, pero en varias ocasiones su salud resultó su última defensa. Ella aspiraba a una vida moderada sin sobresaltos que mi padre nunca pudo darle. Su vida fue una montaña rusa en la que hubo momentos de gloria y momentos de naufragios. Siempre estuvo dispuesto a ayudar a otros en situaciones difíciles. Más de una vez salió al rescate de sus hermanos. En la historia familiar quedó grabado el accidente de su hermana Erna en 1961, cuando su auto cayó de un puente en Misiones y se fracturó la columna en varias partes. Ante la necesidad de un traslado urgente que le salvara la vida, mi padre alquiló una avioneta para ir a su rescate. Dicen que tuvieron que desarmar parte del avión para poder ingresar la camilla. Una puerta de madera que sirvió para acostarla y sujetarla. Mi tía fue trasladada a Rosario donde fue operada con éxito. Se recuperó y siguió viajando por todo el mundo hasta que murió siendo una anciana en su casa. Ella siempre decía que mi padre le salvó la vida.

Era un hombre corpulento que medía más de un metro noventa y mandaba a fabricar sus zapatos porque no conseguía número que le calzara. A pesar de su altura parecía que un solo cuerpo no le alcanzaba para contener todo lo que deseaba desplegar en esta vida. Por eso disponía del tiempo y energía de los demás sin ningún tipo de culpa ni consideración cuando se trataba de alcanzar sus sueños. Su vida resultó un impulso de energía que a veces no supo encauzar y que en ocasiones le costó demasiado caro. Llegó a los ochenta y cinco años erguido sobre sus dos piernas. Siempre proyectándose una década hacia adelante sobrevivió unos cuantos años a su mismo presagio.

El nido verde

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