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Hice la primaria en una institución pública. La Escuela n.º 1 “Melchor Hechague” de San Nicolás. Estaba ubicada en el centro de la ciudad, por lo cual asistían los hijos de profesionales y comerciantes. Comencé el primer grado en 1966 y junto conmigo ingresaron una multitud de alumnos diferentes. Estos niños venían de barrios y villas que se habían conformado en las últimas décadas. En poco tiempo un pueblo tradicional y agrario se había transformado en una ciudad donde la producción de acero comenzó a regularlo todo. La ciudad se constituyó en un polo de atracción que convocaba a personas a miles de kilómetros a la redonda. No solo había espacios nuevos y gente extraña, sino que apareció una moneda hasta entonces no habitual: el dólar. Alemanes y norteamericanos llegaron para dirigir las grandes obras y los provincianos a los que llamaban “los negros” venían en búsqueda de trabajo. Esta expansión masiva fastidiaba a los ciudadanos más conservadores que veían invadida su forma de vida. La migración externa e interna hizo que el paisaje cambiara abruptamente. En este contexto de transformación y desconcierto inicié mi escuela primaria. Recuerdo la impresión que me produjo entrar por primera vez a ese mundo de muros y reglas. Llegué de la mano de Olga, mi hermana mayor, que tenía doce años. Quedé paralizada frente a la escuela ante una imponente escalera de mármol y la figura en bronce de un prócer. Después supe que era Sarmiento. Dos plantas de estilo colonial francés con rejas en las puertas y las ventanas me asustaron. Nada era familiar, pero Olga avanzaba con paso seguro. Ella había cursado con gran prestigio toda la primaria allí. Cruzamos un patio gigantesco rodeado de galerías, columnas y aulas. En el centro se imponían un mástil plateado alto hasta el cielo y un gran escenario de madera. Llegamos al último patio donde estaban las aulas de primer grado. Me dejó con los demás niños y me aseguró que me esperaría a la salida. Yo estaba aterrada, tenía miedo y quería escapar de ese lugar. Había muchísimos chicos y las maestras trataban de organizarnos. Nos fueron llamando uno a uno y nos hicieron un test. Una señorita me entregó una hoja con unos dibujos, me dijo que los observara por unos minutos, luego me retiró la hoja y pidió que repitiera lo que había visto. No respondí nada. Ni una sola palabra. Estaba muda. Conformaron dos aulas de acuerdo a los resultados del test. Fui directamente a la sección B. Nos acomodaron de manera apretujada tres o cuatro niños por banco. Yo estaba sentada adelante de todos, apenas apoyada en un extremo sin pupitre. Me aferraba al portafolio que mi padre me había regalado para mi primer día de clase. Lo había traído de Misiones, era de cuero con dibujos de la selva grabados en relieve. Lo tenía apoyado sobre las piernas. La maestra tenía aspecto de guardiacárcel. Corpulenta, dos metros de altura y una melena de rulos despeinados no ocultaban su rostro torpe. Se dirigía a los niños a los gritos. La situación era terrorífica y quería desaparecer. Recuerdo recorrer con la punta de los dedos los dibujos de los animales salvajes de mi portafolio como una forma de evasión. Finalmente me puse a llorar. La misma persona que me hizo el test se acercó y me preguntó por qué lloraba. Le respondí: “Porque la maestra es fea”. No recuerdo cómo sucedió, pero aparecí mágicamente en la sección A con la señorita Nancy, quien de ahí en más fue mi maestra de primero y segundo grado. Una mujer bella e inteligente que me salvó la vida. Recuerdo lo cuidadosa que era con su aspecto y sus gestos. Tenía el cabello oscuro y brillante que recogía en una especie de banana. Sus manos finas corregían mi cuaderno con delicadeza mientras me hipnotizaban sus anillos de plata. Siempre usaba el mismo perfume que se esparcía desde su escritorio. Era una mujer distinta a todas las que había conocido en mi corta vida. Con el tiempo comprendí que estaba en el curso con los hijos de maestras, profesionales y comerciantes. En el otro, con la tremebunda señorita Beba, estaban los chicos de las villas, los hijos de los obreros no calificados. Ellos también recibieron educación pública y gratuita, pero fueron víctimas de una discriminación que yo no padecí. Mis lágrimas del primer día de clase evitaron que viviera lo que ellos sufrieron. Hasta hoy recuerdo los dibujos que estaban en la hoja del test. Un reloj despertador, una vaca holandesa, un auto, un árbol y una casa. Pero ellos, los guardianes del orden, nunca lo supieron.

El nido verde

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