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Roli era mi primo hermano preferido. Quizás porque vivía lejos y lo extrañaba o porque sus andadas eran una leyenda para mí. Una vez al año para las fiestas venía con su hermana a visitarnos. Apenas terminaban las clases viajaban en micro desde Mar del Plata y sus padres llegaban unas semanas después en auto. Yo sentía que diciembre era el mes de la diversión y la libertad. Él llegaba y el mundo se movía. Siempre tenía ideas ingeniosas y la capacidad de entusiasmarnos a todos. Desde hacer una balsa para navegar el río Paraná hasta organizar competencias de barriletes a muerte. La rivalidad no se basaba en cuál llegaba más alto, sino en quién lograba sobrevivir en el cielo. Aunque eran juegos de varones, las primas nos sumábamos. En la adolescencia los intereses fueron variando. Los cambios físicos eran notables y cada vez que volvíamos a vernos nos sorprendíamos de nosotros mismos. En cada reencuentro al comienzo había cierto prurito por acercarnos hasta que volvíamos a recuperar la confianza de siempre. Caminábamos abrazados por todas partes, nos sentábamos horas en la hamaca grande del patio, mirábamos telenovelas acostados en el piso, íbamos al cine y bailábamos juntos en las fiestas. Era rubio de cabello lacio y tenía un corte desprolijo que me encantaba. Se movía con desparpajo y su pelo lo acompañaba con gracia. Tenía ojos marrones oscuros y penetrantes como los de un águila. Un cuerpo bien modelado y bronceado debido a que practicaba deportes en el mar. No era alto, pero poseía demasiada fuerza para su contextura física. Una noche calurosa de enero volvíamos caminando desde el centro. Íbamos abrazados como siempre, tomados de la cintura quizás un poco más apretados que de costumbre. Yo estaba cobijada bajo su hombro izquierdo y sentía que no podía estar mejor cuando inesperadamente él expresó: “¡Qué bien se siente!”. Percibí que era un pensamiento en voz alta. Me di vuelta y quedamos frente a frente. Le pregunté si los primos podían ser novios y sorprendido me respondió que no. Seguimos caminando y charlando como si nada. Yo estaba feliz porque amaba la libertad de diciembre, el clima de las fiestas y su compañía. Durante los años siguientes volvimos a encontrarnos en varias oportunidades. Nos vimos con nuestras respectivas parejas en algún que otro encuentro familiar, cumpleaños, casamientos y funerales. Cada vez buscábamos acercarnos de alguna manera en un abrazo, una mano, una caricia. Y por un instante revivíamos aquellos tiempos de la adolescencia auténticos y llenos de inquietudes.

El nido verde

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