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Carlitos, el hijo menor de Ruth, fue mi primer amor, aunque nunca lo supo. Y si lo supo no lo demostró. Yo lo miraba todos los días desde el otro lado del ligustro que separaba su casa de la mía. Se sentaba a leer en el banco debajo de las palmeras gloriosas. Nos separaban unos veinte metros, pero fundamentalmente las disputas religiosas. Nuestros padres habían migrado juntos desde Europa y los unía la solidaridad de los primeros tiempos. Compartían historias comunes y los unían tradiciones vinculadas a sus culturas. Las comidas, los olores, los ambientes familiares los convocaban desde lugares entrañables. Pero cuando mi padre decidió renunciar a la iglesia que los congregaba se generó una fuerte ruptura entre las familias. Frente al despotismo de los hombres, por su lado las mujeres se las ingeniaban para preservar su amistad más allá de las controversias masculinas.

Me enamoré de Carlitos siendo una niña pequeña. Mi madre contaba que él prácticamente me vio nacer y que llegaba hasta mi casa dando sus primeros pasos mientras la observaba amamantándome. Nuestra primera infancia de juegos compartidos en el jardín de Ruth fue diluyéndose a medida que crecimos. La distancia se profundizó cuando nos hicimos adolescentes y casi naturalmente dejamos de hablarnos. Él era el hijo del pastor Ángel y yo la hija de Adolfo, el hombre que se alejó de Dios. Su familia tenía una situación económica acomodada, pero no era el dinero lo que los distinguía de los demás. Desde un lugar de superioridad, basado en su origen, sus experiencias, sus viajes al extranjero, sus gustos y modales refinados se diferenciaban del mundo. Denominaban “mundanos” a todos aquellos que no pertenecían a su comunidad y esa definición despectiva me incluía. Pero mi amor por Carlitos estaba más allá de toda disputa y diferencia social. Me bastaba con el ritual de las siestas donde podía observarlo a la distancia. Tenía el cabello castaño y lacio peinado al costado, cutis mate y una tentadora boca de Bambi. Me intrigaba saber qué libros leía, ya que era lo único que le observaba hacer, además de cazar mariposas con una red. No andaba en bicicleta, no jugaba en la vereda con otros chicos, no salía de la casa, así que jamás pude cruzármelo en otro lugar. Por este motivo aprovechaba las invitaciones de mi abuela y de mis tías para ir algunos sábados a la casa de Ruth. En el salón del culto sentada detrás de él podía observarlo a tan corta distancia que al mismo tiempo me atraía y aterraba. Mientras el resto del mundo oraba con devoción, yo solamente podía mirarlo hipnotizada. El corazón me latía tan fuerte que temía que todos pudieran escucharlo. Iba a tal velocidad que perfectamente podría haber salido volando. Quería verlo de frente, pero hacía tanto tiempo que no nos hablábamos que rogaba que no se diera vuelta, porque si nuestras miradas se cruzaban creo que me hubiera desintegrado.

Un día, mientras almorzábamos, mi padre nos dio una noticia que me dejó estupefacta. La familia de Carlitos se iba a vivir a San Martín de Mendoza. Lidia, la hija mayor, sufría de asma y necesitaba un clima más benigno para su problema. La odié con toda mi alma. A ella y a su impertinente enfermedad. No podía creer semejante arbitrariedad. Pensé que jamás volvería a verlo. ¡Ese lugar era el fin del mundo! Todo fue muy rápido. Ellos se mudaron presurosamente y la casa quedó desolada. Con su partida dejé de visitar el jardín de Ruth. Empecé la escuela secundaria y me alejé cada vez más de aquel mundo mágico. Con el paso del tiempo nuestra infancia era un recuerdo cada vez más lejano y su rostro se volvió difuso. Después de unos años la hectárea donde estaba ubicada su casa fue loteada y nuevas construcciones fueron devorando de a pedazos la quinta y el jardín. Tiraban abajo los árboles añejos sin piedad, los frutales se apestaron y secaron por falta de cuidado, mientras las flores de a poco iban desapareciendo. Cuando el esposo de Ruth falleció la casa fue vendida a la Iglesia católica para instalar un convento. Mi padre lo consideró un gesto de deslealtad a su propia religión y sostuvo que sus juicios habían sido acertados. Pero lo peor fue el muro de tres metros de alto que los curas construyeron sobre el perímetro de nuestro ligustro. La muralla cercó visualmente la casa y nunca más fue posible volver a mirar hacia adentro. Solo las crestas de las palmeras daban señal de seguir ahí. Los vecinos continuaron con su vida, indiferentes a semejante devastación, y algunos hasta se mostraron satisfechos con el progreso del barrio. Años después supe que Carlitos y Lidia se instalaron en Córdoba y que ya no participaban de la iglesia. Supe también que él se recibió de médico y se casó con una muchacha que no era adventista. También escuché que posteriormente se separó y no tuvo hijos. Otras versiones de los hermanos de la iglesia afirmaban que seguía solo y dudaban de su orientación. La noticia me generó cierta simpatía y casi lo perdoné por no haberme mirado como se mira a una mujer.

En mi corazón el jardín de Ruth sobrevive intacto. Es un mundo que me cobijó en la infancia y me salvó la vida. Allí anidaron las primeras emociones amorosas en un entorno natural cuya belleza no podía encontrar en otro lado. La libertad experimentada mirando el cielo sumergida en una frescura inigualable era digna de las diosas. Sin embargo, los hijos del pastor jamás pudieron encontrar ese mágico lugar en su propia casa y a Lidia le faltó el aire desde que nació. Yo lo entendía porque mi casa, la escuela y el negocio de mi padre resultaban para mí una cárcel asfixiante. Sentía la hostilidad de aquellos lugares donde circulaban demasiadas personas y mercancías. Tenía una morada, pero no estaba en mi casa, sino en el jardín de Ruth. Hace un tiempo pinté un cuadro al que denominé El nido verde, para no olvidarme de mi primer amor.

El nido verde

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