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5.5. Celestino VI, un Papa imaginario

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En 1947 Papini sacó a la luz sus «Cartas del Papa Celestino VI a los hombres»: una curiosa obra, en la que el autor se imaginaba un Papa, Celestino VI, supuesto sucesor del histórico Celestino V (1215-1296), el único Papa que, después de cinco meses de pontificado, abdicó por sentirse incapaz de ponerse al frente de la Iglesia (Dante en su Divina Comedia lo colocaría en el Infierno por considerarlo cobarde, a pesar de que, años más tarde, sería canonizado). Este supuesto Celestino VI, sucesor del histórico Celestino V, «fue ardiente, impetuoso, elocuente, inflamado siempre en el áureo fuego de Cristo (...) Murió mártir en los últimos días de la Gran Persecución»[61].

Las cartas, dedicadas a los hombres «con desesperada esperanza», son un toque de atención para que cada cual desarrolle su vocación aquí en la tierra, durante los años que Dios le dé vida. Están dirigidas a personas de todos los estamentos y cargos sociales: al pueblo cristiano y a los sacerdotes, a las monjas, frailes y teólogos, a los ricos y a los pobres, a los que gobiernan los pueblos y a sus súbditos, a las mujeres, poetas e historiadores, a los hombres de ciencia y a los cristianos desunidos, a los hebreos, a los sin Cristo y a los sin Dios; en fin, a todos los hombres. La cartas recuerdan, a veces, el orden que se sigue en la «plegaria universal», recitada en la liturgia del Viernes Santo, y concluyen con una bellísima «plegaria a Dios». Si la Historia de Cristo, terminaba con una conmovedora oración al propio Jesucristo, las Cartas del papa Celestino VI son rematadas con una Plegaria a Dios, que bien merece ser releída[62].

Permítaseme transcribir algunas pinceladas del pensamiento papiniano, vertido en estas cartas. No deja de ser actual en muchos aspectos. Para no extenderme, me ceñiré solamente a la carta que dirige a los teólogos:

Comienza recordando lo que significó la ciencia teológica en «otros tiempos». «La teología era entonces la emperatriz de las ciencias». El objeto de la teología ha sido siempre el más alto que la mente humana podía afrontar: «era la ciencia que hacía conocer a Dios y sus misterios». «La teología, firme y audazmente edificada (como una catedral) sobre los pilares maestros de la Revelación, de la Tradición y de la Razón». La Patrística –dice Papini– sería algo así como la «primavera de la teología»[63].

Y se pregunta Papini:

«¿Por qué, pues, la divina teología es hoy tan poco popular entre los hombres? ¿Por qué la ciencia suprema, la ciencia de Dios, es ignorada hoy incluso por los no ignorantes? ¿Por qué la vemos quedar relegada, sobre todo en nuestra Iglesia, a las clases de los seminarios y los estudios de los monasterios? (...) ¿Qué ha sucedido? ¿No se presenta jamás a vuestro ánimo la duda de si tan funesta falta de interés no será, en su mayor parte, culpa vuestra?»[64].

Evidentemente, no toda la culpa de este olvido –responde Papini– hay que echársela a los teólogos, pero sí en parte. «La verdad, dolorosa verdad, es que la vida ardiente y creadora del pensamiento se ha retirado de vosotros. Después de santo Tomás –digamos también después de Suárez– no habéis sido capaces de erigir una nueva y potente síntesis teológica»[65].

Evidentemente Papini escribe todo esto antes del florecimiento que supuso para la teología el Concilio Vaticano II. Decía él no sin razón: «En vuestro mundo cerrado no ha ocurrido nada»[66].

Las observaciones que hace a los teólogos me parecen atinadas, y su invitación a abrir la teología a los laicos, imprescindible:

«Cada siglo tiene su lenguaje, sus apetitos, sus sueños, sus problemas» (...) Cuidad «de los cristianos que se hallan fuera de las puertas claustrales y están ya acostumbrados a comidas más apetitosas e incitantes. ¿No necesitan también ellos ser invitados a la mesa en que se preparan los alimentos más necesarios para el hombre, es decir, las verdades divinas?»[67].

A pesar de estos interrogantes, hay que decir que no se muestra el Celestino VI-Papini pesimista, y, como si otease un horizonte nuevo, llega a decir:

«Espero con fe otra edad de oro de vuestra ciencia: nuevas iluminaciones de santos, nuevas intuiciones de poetas, nuevas interpretaciones de doctores, harán que la teología vuelva a ser, como en otro tiempo, la ciencia dominante de los espíritus soberanos (...) Salid alguna vez al aire libre, escuchad las voces que se alzan de las almas que padecen hambre de certeza, no creáis rebajaros por aprender algo, incluso de los no teólogos...»[68].

¿Qué dirían muchos pastores, teólogos y laicos, hoy, de esta advertencia que Papini pone en labios del imaginario Celestino VI?

«Mis predecesores os aconsejaron la prudencia, porque los más de entre vosotros eran, en tiempos, audaces en demasía. Hoy, que estáis agonizando en el muerto mar de la indiferencia y la monotonía, os exhorto a la audacia. Ya comprenderéis que no es mi intención incitaros a arriesgadas navegaciones por el negro mar del absurdo y de la herejía (...) Pero en las palabras de la Revelación se pueden encontrar nuevos sentidos, más profundos de lo que se vio hasta aquí...»[69].

El papa Juan XXIII diría algo parecido, el 11 de octubre de 1962, en el discurso de apertura del Concilio Vaticano II (Papini oiría, complacido, estas palabras desde el cielo):

«Nuestra tarea no es únicamente guardar este tesoro (el tesoro de la doctrina católica), como si nos preocupáramos tan sólo de la antigüedad, sino que también estamos decididos, sin temor, a estudiar lo que exige nuestra época, continuando el camino que ha hecho la Iglesia durante casi XX siglos (...) Esta doctrina es, sin duda, verdadera e inmutable (...), pero hay que investigarla y exponerla según las exigencias de nuestro tiempo. Una cosa, en efecto, es el depósito de la fe o las verdades que contiene nuestra venerable doctrina, y otra distinta es el modo como se enuncian estas verdades, conservando, sin embargo, el mismo sentido y significado»[70].

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