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6. Concluyendo

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Cuando Papini murió, en la madrugada del 8 de julio de 1956 (lo llevó a la tumba una esclerosis lateral amiotrófica), era todavía la época de Pío XII, seis años antes de que Juan XXIII convocara el Concilio Vaticano II: la gran asamblea eclesial que se abrió el 11 de octubre de 1962. Todavía, en aquella época, seguían contra Papini las acusaciones y acosos de liberales y marxistas, tachándole de fascista. No se sentían magnánimos para reconocer en él otras connotaciones, aciertos y valores. Cuando se desata una marea negra de resentimientos y odios (sobre todo, si son políticos), la peor y más podrida de las pestilencias puede anegarlo todo.

Y sin embargo, es muy difícil encasillar a hombres tan paradójicos como Papini: primero antinacionalista y después nacionalista. Ateo integral antes de convertirse al catolicismo. Admirador, primero, de las máquinas y del progreso. Y crítico, muy crítico, después, con la sociedad industrial.

Él se autodefinió como católico, artista y florentino[89]. Es verdad que escribió una Historia de Cristo, pero también escribió sobre el Diablo. Más de ochenta libros, en los que se encuentra de todo: pensamiento, teoría y crítica literaria, cuentos y novelas cortas, infinidad de artículos. Ciento cincuenta traducciones a multitud de lenguas. Pero no sólo a las más corrientes de nuestro entorno; también al árabe, al japonés, al chino, al lituano, al maltés y al yiddisch...

A pesar de sus limitaciones y excesos, ¿no merece Papini, todavía, un reconocimiento, además de una generosa y actualizada lectura? ¿Por qué, hoy, se habla y se escribe tan poco de Papini?

En todo caso, algo queda claro: hay un antes y un después de su conversión en la persona y en la obra del gran genio florentino. Cristo le cambió profundamente. No naturalmente en sus inquietudes y búsquedas. Pero sí en su visión y apreciación de la cultura y de la vida toda.

A punto de dejar este mundo escribió: «Muero un poco cada día (...), pero espero que Dios me concederá la gracia, a pesar de mis errores, de alcanzar la última jornada con el ánimo entero».

El fuego de la montaña

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