Читать книгу El fuego de la montaña - Eduardo de la Hera Buedo - Страница 17
5.6. «El Libro negro»
ОглавлениеEn 1951, cinco años antes de su muerte, Papini vio aparecer su «Libro negro». Es la segunda parte de Gog (1934): o sea, la prolongación, doce años después, de aquellos insólitos viajes que protagonizaba el nómada imaginado que ya conocemos. Gog debió tener buena aceptación entre el público, porque Papini se decidió a escribir esta segunda parte, tan negra como la primera[71].
Nuestro autor decía que llamaba a su libro así, «negro», porque se refería a una de las más negras épocas de la historia humana[72]. ¿A qué época? Indudablemente a la época que le había tocado vivir a él: a la primera mitad del siglo XX. Un tiempo de guerras (dos mundiales en Europa) y revoluciones sociales, que iban desde la revolución científica y técnica a la revolución filosófico-religiosa de Nietzsche, que Papini conocía bien, con su «Dios ha muerto».
De la mano de Gog, su autor nos lleva, de nuevo, en primer lugar por tierras norteamericanas (América del Norte, por entonces, simbolizaba el futuro de la civilización), pero también por el continente asiático, por algunos pocos países africanos, y poco a poco nos va poniendo en contacto con los personajes más variopintos y estrafalarios. Por supuesto, viajamos también por Europa. En España nos lleva a Granada, Madrid, Toledo y Barcelona...
En Granada, Papini nos presenta un supuesto (y hasta entonces desconocido) manuscrito autógrafo de D. Miguel de Cervantes, titulado Mocedades de Don Quijote. Convierte a don Alonso Quijano, durante sus años jóvenes, en estudiante universitario de Salamanca; le hace huir de la filosofía («fatigosa y tediosa disciplina») y lo enamora de las letras y de una joven, que finalmente lo dejará por un doctor en leyes, amigo del padre de ella. Traicionado, despechado y dado que «desde su temprana niñez había sido un cristiano devoto», lo conduce a un convento de carmelitas, donde «permaneció más de un año, esforzándose por llegar a los más altos grados de perfección». Pero el espectáculo que le brindaban los monjes distaba mucho de ser edificante. «Los más eran perezosos e indiferentes (...). Algunos se mostraban arrogantes, impacientes, malignos e hipócritas. Ni siquiera faltaba alguno que se embruteciera en la ebriedad o buscara las mujeres». El Superior del convento terminó por tenerle ojeriza, y un día «lo llamó a su celda y le dijo que no estaba seguro de su vocación religiosa».
Total, que terminó por dejar los hábitos y marcharse. Seguirán las aventuras del joven don Quijote, que le permitirán a Papini hacer una crítica despiadada de la Corte de Madrid y de la conquista española de América. Terminará nuestro personaje diciendo: «Quien no conoce la juventud de Alonso Quijano no puede comprender el don Quijote de la Mancha ya maduro, ni tampoco sus generosas y desinteresadas extravagancias»[73].
En Madrid, Papini se encuentra con García Lorca, a punto de escribir «un poema sobre Ignacio Sánchez Mejías, uno de nuestros toreros más famosos». A García Lorca lo describe como poeta y pintor: «un joven de aspecto genial y viril». Y pone en sus labios estos pensamientos: «espero hacer comprender la belleza heroica, pagana, popular y mística que hay en la lucha entre el hombre y el toro». «Así como también el cristianismo enseña a los hombres a liberarse de los excesos bestiales que hay en nosotros, nada tiene de extraño que un pueblo católico como el nuestro concurra a este juego sacro, aun cuando no comprenda con claridad la íntima significación espiritual del mismo»[74].
De nuevo en Madrid, Papini, amigo de bibliotecas, nos pone en contacto con un imaginario manuscrito de Don Miguel de Unamuno sobre la «decadencia del cristianismo». «Comienza la acción cuando el mundo está a punto de ser destruido». Dos hombres se encuentran: el primero y el último. Frente a frente se contemplan Adán y el último superviviente, «una especie de autómata viviente». Adán es el hombre perfecto, recién salido de la mano de Dios, mientras que el otro es un extraño ser «mecánico, convertido en número y átomo por voluntad de la ciencia y de la masa». Ambos representan el principio y el fin de la historia humana. «En el pensamiento de Unamuno aquí está la tragedia: el primer padre no sabe qué decir al último hijo». Adán es culpable de la degradación de la humanidad, puesto que ha querido sustituir a Dios, haciéndose dios él mismo. Por tanto no puede sentirse con el derecho de reprocharle nada al último hombre deshumanizado...
La redención de Jesucristo no ha podido evitar que los hijos de Adán «continuaran siendo débiles y frágiles (...), bajo el dominio de la sangre y del orgullo». Un demonio, sin embargo, estará «dispuesto a defender al último hombre, que es hijo de nuestras obras» (las obras del mal). Pero parece que llega tarde. Palabras como culpa, redención, pecado, bien y mal han dejado de tener significado. Hasta «Dios» se ha convertido en «un concepto inútil y absurdo». Y es que, con la llegada de Kant (o con el advenimiento de la modernidad), ha comenzado una etapa nueva (y tal vez desdichada) para la humanidad[75].
Finalmente, en Barcelona, Papini se encuentra, visitando una exposición, con Salvador Dalí, en quien personifica al genio que está dando una vuelta completa al mundo, «a fin de mostrar la otra parte, el anverso, el otro lado». «Dios ha dejado su creación a medio hacer, y corresponde ahora a Salvador Dalí completarla y terminarla». Dalí se siente, incluso, «obligado a rehacer a Dios, es decir, la idea errada y baja que tienen los hombres acerca de Dios (...) Dalí es el último redentor y la pintura es su evangelio». Una locura más, según Gog-Papini. Así que «ni siquiera lo saludé, salí de la exposición y entré enseguida en un café de la Rambla para tomar una naranjada fresca»[76].