Читать книгу El fuego de la montaña - Eduardo de la Hera Buedo - Страница 4

Introducción

Оглавление

Romano Guardini, en el prólogo de una de sus obras más importantes, El Señor (Der Herr), nos dejó dicho que, aunque es difícil hablar de ese mundo en el que Dios irrumpe en el corazón de la persona y transforma su vida, es posible hacerlo, siempre que se sepa de qué hablamos y de los límites que el tema nos impone. Refiriéndose a san Francisco de Asís como converso, Guardini dice: «Nuestras indagaciones no llegarán nunca a dilucidar el misterio de su renacer espiritual y de los caminos de la gracia. Con todo, puede pretenderse ver cómo se encuadra en su época, cómo la moldea y es moldeado por ella...»[1].

Sin pretender dilucidar el misterio que encierra toda conversión en lo que tiene de personalísimo encuentro con Jesucristo, sí podemos aproximarnos al converso, describir trayectorias antes y después de su encuentro con el misterio de Dios, y subrayar lo más significativo del personaje para hoy, para nuestras búsquedas personales y nuestros actuales recorridos dentro o fuera de la comunidad cristina. Podemos, también, estudiar el contexto social y el momento histórico en que acontece toda conversión o encuentro con Dios. Cada converso constituye una historia distinta, y es un regalo gozoso aproximarse a ella para intentar narrarla...

¿Qué he intentado hacer en este libro?

En las páginas de este libro he procurado acercarme, con temblor y pudor, a algunas personas que dicen haber experimentado la irrupción de Dios en sus vidas. Ellos lo expresarían, más o menos, así: «Es Dios el que nos ha buscado primero; nosotros sólo le hemos abierto la puerta». Esta es la experiencia más profunda del amor de Dios. Lo que la teología llama «gracia». Aunque todo hay que decirlo: ellos, los «encontrados por Dios», ya estaban en camino. Ellos ya buscaban, cuando encontraron al que es la suma Felicidad. Como dice S. Agustín, andaban desparramados, como perdidos hacia fuera, hasta que lo encontraron en lo más cercano y profundo de su ser[2].

Me he aproximado al corazón y he sondeado algunos retazos de vidas apasionadas y apasionantes. Ninguna vida es igual a otra. Este libro pueden ustedes empezar a leerlo por el capítulo que deseen, aunque todas estas vidas tienen un común denominador: se encontraron con Aquel que buscaban y que les buscaba a ellos, y esta experiencia no les defraudó.

Es como si algunos hombres y mujeres, al venir a este mundo, después de haber transitado por desiertos y estepas estériles, descubrieran de pronto un oasis verde, con agua abundante para apagar su sed. Es como si hubieran vivido ciegos y de repente se encontraran con un incendio de luz, parecido al de la bíblica zarza de la montaña del Horeb.

El título de este libro hace referencia al fuego que «ardía, pero no se consumía» (Éx 3,2): aquel incendio que fascinó a Moisés, cuando en la montaña se sintió empujado a quitarse las sandalias porque el suelo que pisaba era sagrado (cf Ex 3,5). Aquella voz irrumpió con fuerza en su vida, invadió su espíritu: «¡Moisés! ¡Moisés!» (Éx 3,4). La respuesta a la llamada de Dios no se hizo esperar. El elegido empeñó toda su existencia en esta respuesta. Dios lo enviaba. No tenía escapatoria. Y continuó su camino, pero de otro modo. Nada en adelante fue igual ni para Moisés, ni para el pueblo de Israel. Una conversión repercute siempre en la sociedad en la que vive el converso.

El fuego de la zarza que envolvió con su incendio al Patriarca de Israel, es el mismo que se apodera de los conversos. Podría calificarse de irresistible, aunque la teología nos dice que uno puede resistir a la gracia o llamada de Dios. Es un fuego que tiene mucho de atractivo, de envolvente, de imán misterioso. Pero es también un fuego que quema. Y en este sentido es peligroso. El Dios de Jesucristo pide al converso «cambiar de vida». Lo cual siempre encierra un riesgo, implica y hasta complica la vida.

Juan Bautista Metz, en su libro, Memoria Passionis (Una evocación provocadora en una sociedad pluralista), dice: «Permanecer cerca de Jesús resulta peligroso: hay riesgo de fuego, de incendio y sólo a la vista del peligro resplandece la visión del reino de Dios que en Jesús se hace cercano»[3].

Metz recoge un dicho o apotegma extra-canónico que nos ha llegado a través de Orígenes, en el que Jesús dice: «Quien está cerca de mi, está cerca del fuego». Juan Bautista Metz entiende esta sentencia como un comentario abreviado al Apocalipsis neo-testamentario, un libro en el que se pone en evidencia lo que arriesga quien abraza el don de la fe[4]. Y es que todos los conversos han vivido su fe como riesgo, como lucha, pero también con el gozo inmenso de quienes se han reconocido encontrados por Dios.

¿Quiénes son, en definitiva, los conversos?

Los conversos son esas personas que, después de haber vivido al margen de toda fe religiosa, un día inolvidable dieron un viraje tan intenso a la trayectoria de su vida que cambiaron de rumbo. Y comenzaron, si se me permite la expresión, a «tomarse en serio a Dios». Dios trastocó sus vidas. En cierto sentido, se las complicó.

Alguien pudo ver en ellos a seres sugestionados, alucinados o alienados. Pero no, ellos no se salieron de este mundo: el suyo y el de todos, el único que tenemos. Fueron (y son, porque sigue habiendo conversos) fieles a Dios y al mundo en que vivieron. Tampoco se transformaron en fanáticos de lo religioso. Supieron, simplemente, mostrarse coherentes con su verdad y respetuosos con la verdad de los otros.

No, no se mostraron intransigentes. Un fanático es un convencido que puede morir matando. Ellos, no. Ellos vivieron compartiendo y repartiendo la vida y la luz que tenían (o, más bien, que los tenía y sostenía a ellos). Ellos empezaron a ver el mundo desde otras coordenadas: las que inspira la fe. Pero no anduvieron navegando por las nubes de sus sueños, sino que se abrazaron a la realidad cotidiana de sus vidas. Siempre, desde la fidelidad a sus convicciones. Siempre, desde su fe que supieron mantener y defender contra viento y marea. Y en ocasiones hasta sufrieron marginación por ponerla alta, en el candelero de su vida.

Los conversos supieron ser coherentes. Aunaron en sí mismos el misterio de la gracia, como don recibido de Otro, con el quehacer diario. Es así como supieron afrontar, con un sentido cristiano, todo lo que les sobrevino: alegrías y sufrimientos, vida y muerte.

Los conversos vivieron, pues, con los pies sobre esta tierra. Alguien pudo decir de ellos: «Fueron unos exagerados». Son muchos los que, hoy, en tiempos de medianías light, califican de «exagerada» toda conversión. No tienen razón. Confunden lo «exagerado» con la «radicalidad». Jesús invitó a un seguimiento radical, dejándolo todo, es decir sin vivir atados a nada. La radicalidad es hermosa y hace a las personas libres. Más libres que las mediocridades por las que navegan muchos de los que viven lejos de Dios.

¿Qué me ha impulsado a abordar este recorrido?

Lo que invita a acercarse a la vida de los conversos es algo que casi da vergüenza decirlo. Algo difícil de expresar, y que tiene que ver con la grandeza de ellos y con la mediocridad de muchos de los que se dicen (o nos decimos) seguidores de Jesucristo. Es admirable constatar cómo han existido hombres y mujeres agraciados, que han sido capaces de eliminar el polvo de sus zapatos, la costra de la rutina, para vivir de otro modo: con el rostro permanentemente vuelto o convertido hacia Dios.

Los que se dicen cristianos, pero están poco convertidos, pueden habituarse a todo: a dormir y a velar, a rezar y a no rezar, a comer con él, con Cristo, y a no comer (o sea, a celebrar o no su Eucaristía). Uno puede habituarse a todo, hasta a lo más sublime, y seguir llamándose «cristiano». O sea: seguidor del que vivió permanentemente «convertido» ¡Seguidor del que siempre estuvo orientado hacia su Padre! ¡Discípulos del que hizo, contra viento y marea, la voluntad de Dios, y acertó a descubrirla en el servicio a los excluidos, a los últimos!

¿Podemos decir que Jesús de Nazaret vivió una permanente conversión hacia su Padre?

Pienso que sí, que podemos utilizar este lenguaje. Por eso permítaseme situar a Jesús aquí como paradigma de convertidos. Si convertirse es girar y volver la vista al que nos mira con ojos benevolentes, Jesús, que nos llamó a todos a la «conversión» (cf Mc 1,15), vivió siempre de cara a Dios, su Padre y nuestro Padre. Él, evidentemente, no experimentó el cambio brusco de los conversos a los que aquí nos referiremos. Jesús de Nazaret vivió siempre «convertido». Pero él también tuvo que ir haciendo sus opciones, sus permanentes «conversiones»; él tuvo que ir rechazando tentaciones e ir dejando a un lado caminos que lo desviaban de la misión a la que le llamaba el Padre.

Hacer un seguimiento aproximado del camino de conversión que hizo el Jesús histórico, no es tan difícil como tal vez puede parecer a primera vista. Es verdad que los datos que conservamos de la vida del Señor están encerrados en una predicación: o sea, en la transmisión de un mensaje, tal y como viene realizado por los testigos de su resurrección. Pero, como ha precisado Josef Ratzinger (Benedicto XVI), en su libro Jesús de Nazaret, «para la fe bíblica es fundamental referirse a hechos históricos reales»[5]. La fe bíblica «no cuenta leyendas como símbolos de verdades que van más allá de la historia, sino que se basa en la historia...»[6]. Por eso, aunque no me corresponde hacerlo aquí, pienso que no es difícil estudiar la cadena de momentos precisos en los que el Padre llama a Jesús y él va respondiendo y haciendo su propio camino de vocacionado, de «convertido»[7].

¿Por qué he seleccionado a estos y no a otros conversos?

He seleccionado siete personajes significativos, que pueden todavía hoy decirnos algo; o sea, pueden susurrarnos palabras y gestos de esperanza, precisamente en esta época nuestra a la que podemos considerar de gracia y oportunidades felices para los cristianos, aunque también de riesgos y dificultades.

¿Por qué escuchar, hoy, más a los «profetas de calamidades» que a los que interpretan los «signos de los tiempos» como llamadas de Dios? Algunos airean con frecuencia la cantinela: «¡Malos tiempos corren!». No conviene exagerar aquello del palentino Jorge Manrique: «¡Cualquiera tiempo pasado fue mejor!». Hay que frotarse los ojos para ver las rosas junto a las espinas, como decía el poeta Tagore. En todo tiempo, ayer como hoy, espinas y rosas han convivido, y el mundo, impulsado por el Espíritu de Dios, ha seguido rodando en el espacio...

En una primera selección, elegí no menos de cincuenta significativos conversos de distintas épocas y de todas las profesiones y países. Había que decidirse por algunos. Y me decidí, según devociones mías, por dos mujeres y cinco hombres que me parecen interesantes para los hombres y mujeres de hoy. Podían haber sido otros; fueron estos. Entre ellos hay ensayistas y novelistas laicos (Chesterton, Papini, Graham Greene); hay una filósofa, religiosa carmelita, venida del judaísmo (Edith Stein); hay una actriz de variedades (Eva Lavallière), está el fundador de los Hermanitos de Jesús (Charles de Foucauld) y un obrero que colaboró en la fundación del conocido Movimiento Apostólico, la HOAC (Guillermo Rovirosa)...

A todos une lo mismo. Se mostraron inconformistas, buscadores y, llegado el momento, insisto, «se tomaron a Dios en serio». O sea, fueron coherentes con su fe recién estrenada. ¿Pecadores? Sí, también fueron pecadores como todos los humanos. Graham Greene, por ejemplo, no fue precisamente un dechado de virtudes domésticas. Pero la fe ardió en todos ellos como una llama fuerte, sugestiva, y se convirtió, como la zarza bíblica, en fuego que ardía y no se consumía.

Ellos, por encima de debilidades y mediocridades, entendieron, como Moisés, que el lugar que pisaban era sagrado (cf Éx 3,5). Y echaron a andar por esta tierra en un éxodo difícil, de horizontes anchos, abiertos. Peregrinaron a la luz centelleante de la misteriosa y cautivadora zarza, a la que me referí antes. Y escucharon, atentos, la voz que salía de la misma y que les invitaba a no detenerse e ir cada vez más lejos...

Es verdad que ellos encontraron al Dios de su fe en el rostro de Cristo. Y Cristo siempre está más acá, más cerca de nosotros, puesto que tiene rostro humano A Cristo, como decía el discípulo amado, lo podemos palpar (cf 1Jn 1,1-4). Ellos no encontraron a un Dios Altísimo, perdido en el cielo; su conversión fue un encuentro con Jesucristo. Atrás dejaron el ateismo, el agnosticismo o la indiferencia religiosa. Supieron, en el momento oportuno, aferrarse a la mano del Dios hecho hombre, y así es como dieron el salto de la entrega confiada. Lo hicieron, es cierto, con ayuda de otros; nadie camina solo. Pero la decisión, como en Pablo de Tarso y en Agustín de Tagaste, fue muy suya, personalísima e intransferible. Una opción libre, de cada uno de ellos. Y, en el camino de su vida, se abrieron las aguas tempestuosas del mar. Y apareció, en el océano de su personal recorrido humano, una frontera definida: el antes y el después de su conversión.

¿Dónde vivieron su fe todos estos conversos? En el ámbito de la comunidad cristiana. Vivieron su cristianismo en el seno de la Iglesia católica, una y diversa, santa y pecadora, llamada por Cristo, cada día, a la conversión. Quiero subrayar este aspecto en su vida de fe: ellos no vivieron el cristianismo al margen de la Iglesia. En ocasiones se mostraron críticos con ella. Pero sabían que ella les había dado ya el abrazo previo que dan las madres.

¿Qué límites impone el tema elegido?

No otros que los derivados de la dificultad que surge cuando se intenta hablar del mundo interior de las personas. ¡Qué difícil es contar las experiencias íntimas del corazón! De igual modo, según apunté más arriba, no siempre es fácil hablar del mundo interior de los conversos. Excepto de lo que ellos mismos quieran comunicar. Por eso, llegado el momento de las experiencias íntimas, prefiero darles a ellos la palabra.

Todos los que han intentado bucear en el interior del converso, pronto han chocado con las dificultades propias del que quiere estudiar y describir con precisión algo tan personal e íntimo como es el diálogo de la criatura con el Creador, del ser humano con su Dios. Se hace cuesta arriba, aunque sea tarea apasionante, describir esos momentos en los que Dios irrumpe en la vida de alguien, hasta el punto de darle un revolcón, de trastocarlo: es decir, de transformarlo en criatura nueva. Es difícil, pero no imposible. Ellos mismos echan mano, en ocasiones, de imágenes que a más de uno pueden resultar extrañas. Así ocurre, por ejemplo, con Blas Pascal en el famoso Memorial de 1654 en que cuenta su conversión y en el que habla de «fuego». «Nuestro Dios es un fuego devorador» (Heb 12,29)[8].

En todo caso, siempre hay que ser cuidadosos y honrados con los personajes. No hacerles decir lo que a uno le gustaría que dijeran. Hay que ser fieles a sus experiencias personalísimas, hay que acercarse a ellas con respeto e interpretar sus palabras con máxima fidelidad y objetividad.

Lo que, en su libro citado, nos dice Guardini acerca de Jesús vale para todos los conversos. Dice Guardini que no siempre es posible señalar una «verdadera evolución» en la vida de los que fueron tocados por la gracia. No siempre se acierta a descubrir los «motivos» que empujaron a algunos a una entrega total a Dios. Repito: siempre se choca con esa región misteriosa que el Maestro de todos los conversos llamaba la «voluntad del Padre», el Reino que irrumpe dentro de nosotros como un misterio y que cede a toda aclaración histórica.

Y, sin embargo, hay que decir que se puede indagar en el curriculum histórico de determinadas personas; se puede apuntar con el dedo signos externos, momentos continuados y expresiones inequívocas de que Dios ha «tocado», de algún modo, al que antes recorría otros caminos, alejados de la fe religiosa. Esto es posible hacerlo, aunque, en ocasiones, se haga difícil describir una conversión. Sobre todo, contarla desde el interior del converso. Por eso siempre que se pueda, como ya dijimos, habrá que darle la palabra al propio converso. Es algo que he cuidado especialmente en este libro.

¿Y ellos qué han dicho? ¿Cómo nos han narrado su experiencia interior? Casi todos se refieren a ella como un acontecimiento gozoso que trastocó su vida. A la mayoría, cuando cuentan su conversión, les parece que, como le ocurrió a Moisés, pisan un territorio sagrado, en el que se encuentran con una zarza misteriosa que «arde sin consumirse»...

Esto no tiene nada de raro, porque, bien mirado, cualquier hombre o mujer posee ya aspectos, facetas que a los humanos nos desbordan. Cualquier ser humano tiene mucho de misterio ¡Somos un misterio para nosotros mismos y para los demás! Esto, que podemos decir de lo más humano, ¡cuánto más debe decirse, de estas otras realidades que llamamos sobrehumanas, y que san Pablo llama «gracia», don recibido de Dios!

Podemos encontrar conversos en todas las religiones. Y también, en muchas de las ideologías que han influido con más fuerza en el mundo. Hay una psicología del converso que ya se ha ido estudiando[9]. Aquí me referiré sólo a los conversos al Dios de Jesucristo. O lo que para los cristianos es lo mismo: me referiré a los conversos a este mismo Cristo, en cuanto que en él se nos ha manifestado el verdadero rostro de Dios y nos ha desvelado el misterio del hombre (cf GS 22). No puedo decir que los conversos a quienes me refiero aquí, volvieron a la Iglesia. Algunos no estaban en ella. Por eso algunos se hicieron bautizar en la fe de la Iglesia. Otros habían sido bautizados de niños; pero habían olvidado su bautismo...

Otra cosa más: ¿Qué quería decir san Pablo, que fue un auténtico converso, cuando nos dejó escrito que «al hombre espiritual nadie puede juzgarlo»? (1Cor 2,15). Al decir de Guardini, algo de esto que venimos comentando: que, al igual que ocurre con Cristo, nuestras indagaciones no llegarán nunca a dilucidar el misterio del renacer espiritual de los conversos o los caminos de la gracia que a ellos los empujaron. Con todo, me ha parecido bueno intentar describir procesos, que a algunos pueden resultarles extraños. O que algunos pueden pensar que se explican sin acudir a lo que los creyentes llamamos intervenciones de la gracia. Me arriesgo, como creyente, a pensar que son intervenciones de Dios en la vida de sus hijos. Porque Dios, efectivamente, cree en nosotros antes que nosotros podamos dar siquiera un paso hacia Él. Dios nos busca antes que nosotros le busquemos.

En fin, me parece importante el que, también hoy, nos dejemos deslumbrar por el testimonio de fe y de entrega personal de aquellos que se lanzaron a la búsqueda del Único: de Aquel que constituye la plenitud de la vida. Resulta no sólo aleccionador, sino también estimulante el poder conocer las dificultades, dudas, peripecias que, en la búsqueda de Dios, tuvieron que afrontar aquellos que, decimos, fueron tocados por el fuego de la zarza que ardía sin consumirse.

Es verdad que, cuando uno se acerca a estas vidas, siempre le quedan deseos de «saber más» para «contar más». Pero no siempre le es dado al curioso «saber más», porque, como ya dije, hay una frontera y, una vez atravesada, el narrador debe descalzarse, y siempre se encontrará con lo mismo: una enorme zarza que, ardiendo, deslumbra e, iluminando y aun quemando, no se consume. Tal vez con este poquito, que nos lleva a describir los pasos misteriosos de los que dicen haber encontrado a Dios, con sus dudas y entregas, tengamos bastante. ¿Para qué más?

El lector se dará pronto cuenta de que no hay dos vidas iguales. Por mucho que los teóricos de la «conversión» se esfuercen en decirnos que hay denominadores comunes en los recorridos de los conversos (y es cierto que los hay), sin embargo cada camino es distinto. Aquí sí que nos sirve aquello que Isaías pone en labios de Dios: «Mis caminos no son vuestros caminos» (Is 55,8). O lo que dice también el poeta Antonio Machado, cuando asegura que nadie recorre el mismo camino que otro...

Querido lector: estos seres, cuyos retazos de vida recojo aquí, nunca se habituaron a ser cristianos. Siguieron siempre a Cristo con el apasionamiento del que todos los días estrena algo grande. Se dejaron deslumbrar por la luz de Dios: del Altísimo, que dice la Biblia, y del Profundísimo, que dice el converso Agustín de Hipona. Se dejaron apresar por lo inefable e inaprensible: lo que está siempre en la región del más allá. Aunque (y esto es lo admirable) supieron pasar por la vida con la mirada cercana y compasiva del que vive más acá.

Un último deseo: que disfrutes con la lectura de estas páginas, que se han llevado días, desvelos y magníficos momentos de mi vida. Benditas sean las horas dedicadas, si sólo uno de vosotros me dice que ha disfrutado con ellas. Mucho más, si le han ayudado, aunque sólo sea un poco, a reorientar su vida.

Palencia, 25 de enero del 2009,

en la fiesta de la Conversión de san Pablo

El fuego de la montaña

Подняться наверх