Читать книгу El fuego de la montaña - Eduardo de la Hera Buedo - Страница 19
5.8. «El Juicio universal», un libro no terminado
ОглавлениеParece que el Giudizio Universale iba a ser su «empresa literaria más ambiciosa»: la que latía en el pecho de Papini «desde su primera juventud»[80]. No la concluyó, y apareció editada como obra póstuma en 1957.
Se sabe, también, que la tentación de abandonar el proyecto lo rondaba con frecuencia, aunque siempre acababa retomándolo. Había puesto mucha ilusión en esta obra, en la que quería hacer desfilar ante el trono del Juez de vivos y muertos a los representantes más significativos de la humanidad, con sus errores, pasiones y problemas (y él en el papel de abogado). Pero a Papini le engañaba siempre su inmenso corazón. Al final le sorprendió la muerte con el libro en el cajón de su despacho. Un libro con muchas páginas escritas, pero inconcluso[81].
En una carta escrita a Piero Bargellini, le decía a propósito de su Juicio Universal:
«A esta [obra] que estoy escribiendo quisiera unido mi nombre, si es que lo imponente del tema y su grandeza y amplitud no sobrepasan mis fuerzas (...) Todos mis recursos y reservas de poeta, de pensador, de creyente, de moralista, de historiador, de hombre que ha vivido, intento gastarlos en este libro gigantesco y tremendo. Pide a Dios que me dé fuerzas, a fin de que no me muestre demasiado pequeño para el grandioso tema»[82].
La obra está dividida en 16 coros, precedidos por un prólogo y un epílogo: el coro de los amantes de Dios y el de los ateos; el de los apóstoles y profetas; el de los monarcas, políticos y dictadores; el coro de los delirantes; el de los papas y sacerdotes; el de los desesperados (incluidos los ángeles rebeldes y los derrotados); el coro de los pastores y campesinos; el de los brujos, locos, sabios y filósofos; el de las mujeres pecadoras; el coro de los suicidas y condenados a muerte; el de los comediantes y artistas; el de los pobres y esclavos; el de los lujuriosos y sensuales; el coro de mercaderes, artesanos y atletas; el de los narcisos y mediocres, y, finalmente el coro de los poetas y escritores...
Todos ellos van desfilando y respondiendo personalmente ante un ángel que los interroga.
Papini (quizá recordando su etapa de no creyente) rompía una lanza a favor los que no acertaron a descubrir a Dios, a su paso por la tierra:
«Nosotros te hemos negado y, sin embargo, nos atrevemos a pedirte que no reniegues ni siquiera de estos tus hijos, estos hijos parricidas, pero creados también por tu hálito y redimidos por tu sangre. Negamos, sí, tu existencia, pero tú no podrás renegar (ni siquiera contra nosotros mismos) tu esencia, que es Amor (...)»[83].
¿Pensaba Papini en el ateísmo profesado en su juventud? Casi seguro. Él había saboreado, en un momento crítico de su vida, aquel Amor que Dios es. Pero Papini sabía, también, de oscuridades y búsquedas a tientas. En su forcejeo (como Jacob con el Ángel) se había dejado vencer por el que es más fuerte. Ahora se sentía libre. Pero no podía menos de reconocer que Dios, con frecuencia, se esconde, como el sol entre las nubes, o no se manifiesta con luminosidad evidente:
«Es verdad, sí; nosotros no supimos verte, no fuimos capaces de descubrirte, no logramos reconocerte. Pero fue sólo culpa nuestra, de nosotros, gusanos ciegos (...), ¿o fue también culpa tuya, de Ti, demasiado celado y velado? Tú sabes que la fe es hija no sólo del querer (...). ¿Por qué no ayudaste, pues, a nuestra incredulidad? ¿Por qué no socorriste nuestra debilidad? (...) ¿Por qué tus escribas y tus intérpretes no fueron más límpidos, más persuasivos, más irrecusables? (...) Tú mismo nos habías creado sujetos a la duda y al error. ¿Por qué no redoblaste contra nuestra oscuridad las espadas de tu luz?»[84].
Adelantándose a lo que el Concilio Vaticano II afirmó acerca de las formas y raíces del ateísmo[85], Papini colocaba el dedo en la llaga, cuando ponía en boca de los ateos lo siguiente: «Creímos que la muerte del Dios vivo podría hacer a cada uno de nosotros más divino. Fue envidia, quizá, fueron celos, fue rivalidad de mente, lo que impulsó a uno de nosotros a asesinarte, esto es, a mutilarse a sí mismo»[86].
Es evidente que, cuando Papini dice «uno de nosotros» se refiere a Nietzsche, quien lanzara el grito de «¡Muera Dios, para que nazca el superhombre!», pero a quien nunca dejó de admirar Papini y al que defiende, después de que habla el «coro de los filósofos»:
«Mi alma era naturalmente cristiana. Tan profunda y espontáneamente cristiana, que no pudo encontrar su patria en ninguna de las Iglesias que se gloriaban de cristianas. La romana y la oriental eran, o me lo parecieron, hospicios recargados de estucos polvorientos y barrocos para refugio de almas somnolientas y retorcidas; la protestante era una tempestad helada, un pietismo debilitador o desvanecido (...) No pude soportar el horroroso tufo y buscar a Cristo bajo aquellos enmohecidos trapajos. Hube de alimentar y saciar mi alma cristiana fuera del cristianismo (...)»[87].
Y concluye, en su defensa de Nietzsche, con este reconocimiento:
«Lo mismo que Pablo, fui cegado por el violento fulgor de la revelación del Hombre-Dios. El Apóstol recobró la vista; mi razón quedó deslumbrada para siempre. Pero hoy, redimido de la locura y curado de la muerte, puedo decir, por fin, a mi Cristo. También yo tuve mi crucifixión y soy digno de vivir en Ti. Pero no te habría buscado tanto, si no te hubiese abandonado; no te hubiera hallado, si antes no te hubiese perdido»[88].