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Y usted –seguramente– se preguntará: ¿qué significa una «reducción»? Significa que mucha de nuestra gente fue asaltada en sus hogares, castigada, torturada y trasladada –«relocalizada»– fuera de sus parajes habituales; o asesinada. Porque reducción, «privatización», dicen algunos (privatizar –según el diccionario de la lengua castellana– viene de privar: Despojar de algo; prohibir o estorbar; predominar; negar), es un concepto utilizado por los Estados chileno y argentino desde mediados del siglo XIX, y materializado a finales del mismo. Contiene el hecho de que nuestro pueblo fue reducido, «reubicado», en las tierras generalmente menos productivas de nuestro País Mapuche.

Ahora, a poco más de cien años de la guerra –ofensiva por parte de los chilenos y defensiva por parte de nuestra gente–, el concepto de reducción el Estado chileno lo ha encubierto en el de «comunidad legalmente constituida». Los sentidos son, como ve, diferentes para nuestro pueblo y para el Estado.

¿Pero qué guerra?, se preguntará quizás usted. Pues así como el movimiento obrero, por mencionar uno de los aspectos de la historia chilena, hay aquí también una historia ocultada en esta región y que la crónica oficial resume en un eufemismo denominado «Pacificación de la Araucanía».

Dicen, dijo Neruda, La Araucana está bien, huele bien; los mapuche están mal, huelen mal. Huelen a raza vencida y los usurpadores están ansiosos de olvidar, de olvidarse. Esto en relación con el mito y la realidad. La resistencia por siglos a la conquista española y el hecho de haber sido reducidos por el Estado chileno en nuestro territorio. Lo que significa que nuestra gente queda con muy pocas tierras y –por lo mismo– con un cada vez más grave aceleramiento de la pobreza, hasta lo extremo, porque como se dice en el campo «Pu choyvn tremkvley, mapu tremkelay. Las familias crecen, pero las tierras no estiran». Lo que generó más tarde situaciones de conflictos internos y migración. Y, claro, dificultades crecientes para la realización de nuestras ceremoniales, que son el eje de nuestra cultura (fundamentalmente el Gillatun).

Pero ella, me dicen, está sostenida por símbolos –vivos y aún vivificantes en la fuente que son nuestras comunidades–, factibles por lo tanto de ser recreados. Y estoy refiriéndome nuevamente a la ciudad, desde donde le escribo. La waria –ciudad–, ahora un camino que hay que debemos considerar para no ser derrotados definitivamente como cultura.

Por eso, con esperanza, me digo: la cultura tiene que ver esencialmente con el espíritu, y el espíritu no tiene fronteras: puede volar. La imaginación va hasta donde nosotros queramos. El fogón, por ejemplo, es el símbolo que arde en medio de este soliloquio, compilación, o como desee usted llamarlo. Tal vez Werkv / mensaje / recado, «Recado confidencial» como lo he denominado yo.

Como usted ya habrá augurado, habrá pensado, este escrito –este respirar en su diversa intensidad– se verá obligado también a interrumpirse, a explicarse quizá, a cambiar de tono y de acto –dentro del mismo escenario, la misma corporeidad, desde luego–. Y es que usted y yo estamos hablando, ¿nos estamos escuchando?, desde dos culturas, desde las diferentes concepciones de mundo que nos habitan, diversas y aún muy distantes: la cultura mapuche y la cultura chilena.

Mas, como todo deseo de encuentro verdadero, llano, de anhelo mutuo de conocer a un otro sin avasallamientos ni sentidos de nuevas conquistas, me parece que comienza manifestándose a partir de lo mejor de cada individuo, de lo mejor de cada civilización, lo que –sin duda– está expresado en la denominada Cultura, en toda su globalidad: la poesía (la literatura), la historia, la filosofía (las ciencias), la política, la economía. Siendo claro que todo proceso creativo se inicia en la gestualidad de las palabras, de su poesía, que luego se queda en ella o es traducida a otros signos: la música, un instrumento, una fórmula química, una ecuación o un teorema matemático, una silla, una mesa, una puerta, una ventana, una casa, una obra arquitectónica…

Me dicen: la poesía –que es el lenguaje primordial (en su sentido de profundidad y no sólo de versos), y todo lo «contaminado» con ella, es la mejor expresión del permanente diálogo entre el espíritu y el corazón. Es el poder de esa palabra lo que aún nuestras culturas siguen considerando como lo más valioso en cualquier tipo de manifestación humana y, por lo tanto, natural.

Recado confidencial a los chilenos (2a. Edición)

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