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En un coloquio con estudiantes liceanos hablo del País Mapuche de «antaño», de su territorio, que comprende extensiones de lo que hoy es parte de Argentina y parte de Chile. De cómo la cordillera

–llamada actualmente Los Andes– nunca fue la «fundadora» de lo que después los Estados, casi simultáneamente, perpetraron: a un lado de ella los mapuche chilenos y al otro lado los mapuche argentinos. Mas, a pesar de aquello, seguimos constituyendo un Pueblo Nación, les digo.

Luego se suceden las preguntas y mis atisbos de respuestas.

Un estudiante me dice: «¿Pero por qué usted insiste tanto en hablar de los chilenos y de los mapuche? ¿Acaso usted no es chileno o no se siente chileno?». Le digo: yo nací y crecí en una comunidad mapuche en la que nuestra mirada de lo cotidiano y lo trascendente la asumimos desde nuestra propia manera de entender el mundo: en mapuzugun y en el entonces obligado castellano; en la morenidad en la que nos reconocemos; y en la memoria de la irrupción del Estado chileno que nos «regaló» su nacionalidad. Irrupción constatable «además» en la proliferación de los latifundios entre los que nos dejaron reducidos.

Les digo a los estudiantes (ahora también a usted): Imagínense por un instante siquiera, ¿qué sucedería si otro Estado entrara a ocupar este lugar y les entregara documentos con una nueva nacionalidad, iniciando la tarea de arreduccionarlos, de imponerles su idioma, de mitificarles –como forma de ocultamiento– su historia, de estigmatizarles su cultura, de discriminarlos por su morenidad? ¿Se reconocerían en ella o continuarían sintiéndose chilenos? ¿Qué les dirían a sus hijas y a sus hijos? ¿Y a los hijos y a las hijas de ellos?

Es siempre difícil ponerse en la situación que experimenta un (a) otro (a), seguramente porque implica un muy duro trabajo: el desasosiego provocado por el hondo susurro entre nuestro espíritu y nuestro corazón diciéndonos que somos solo una parte del todo que es el universo, pero parte esencial en su trama. Cada sueño en su tiempo y ritmo particular de desarrollo.

Me dicen: el diálogo entre las células, el reconocimiento y aceptación de sus individualidades, da identidad al tejido: es la salud. La pérdida de esa identidad genera la invasión de unas en otras: es la enfermedad. El cuerpo se defiende, se torna un brioso movimiento, se defiende, lucha para continuar viviendo.

Para andar hacia el término de nuestros mutuos mitos, me digo: ¿hablar desde la enfermedad que es el consenso será la única posibilidad? Mi gente me dice: ¿pero cuál es la palabra de los chilenos? Les digo:

«Se hace necesario crear el hábito de una visión real de nuestro país, sin complacencias, verdadera, puesto que la identidad real de un pueblo debe ser una forma de verdad, la más auténtica «coincidencia» de nuestra alma con el pasado que la ha configurado», dice Jaime Valdivieso.

«Vivimos una época en que etnias y nacionalidades cobran una relevancia creciente y reclaman lo suyo, poniendo en crisis el concepto de Estados multinacionales. Tal vez el futuro próximo depare la explosión de muchos pueblos que, partiendo de su propia identidad, reclaman el derecho a decidir por sí mismos lo que deben hacer en materia de autodeterminación, organización social, cultural, en todos los aspectos de la vida individual y colectiva», nos dice Volodia Teitelboim.

«Ni el escritor, ni el artista, ni el sabio, ni el estudiante, puede cumplir su misión de ensanchar la frontera del espíritu si sobre ellos pesa la amenaza de las fuerzas armadas, del Estado gendarme que pretende dirigirlos», nos está diciendo Gabriela Mistral.

Este espacio es mínimo, pero es algo y –sobre todo– puede constituirse en un «vaso comunicante». Situados en la misma superficie azul, cima y sima: conversemos, les pido. En la ternura de nuestros antepasados tenemos toda una sabiduría por ganar.

Recado confidencial a los chilenos (2a. Edición)

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