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Capítulo uno
Por qué hablamos con nosotros mismos
ОглавлениеLas aceras de Nueva York son las autopistas del anonimato. Durante el día, millones de peatones resueltos dan zancadas a lo largo del pavimento, con sus rostros como máscaras que no evidencian nada. Las mismas expresiones impregnan el mundo paralelo subterráneo: el metro. La gente lee, ve su teléfono y observa fijamente la gran nada invisible, con sus expresiones desconectadas de lo que sea que suceda en su mente.
Por supuesto, los rostros ilegibles de ocho millones de neoyorquinos ocultan el mundo rebosante que existe del otro lado de esa pared inexpresiva que han aprendido a mostrar: un “escape del pensamiento” escondido de las conversaciones internas ricas y activas, con frecuencia inundadas de diálogo interior. Después de todo, los habitantes de Nueva York son casi tan famosos por su neurosis como por su brusquedad. (Como oriundo de Nueva York, digo esto con amor.) Entonces, imagina lo que aprenderíamos si pudiéramos entrar más allá de sus máscaras para escuchar subrepticiamente sus voces internas. Casualmente, eso es justo lo que hizo el antropólogo Andrew Irving a lo largo de catorce meses a partir de 2010:1 escuchar la mente de más de cien neoyorquinos.2
Mientras que Irving esperaba vislumbrar la cruda vida verbal de la mente humana —o más bien una muestra de audio de ella—, el origen de su estudio se debe a su interés en cómo lidiamos con la conciencia de la muerte. Como profesor de la Universidad de Manchester, anteriormente él había realizado trabajo de campo en África, en el que analizó los monólogos internos vocalizados de personas diagnosticadas con vih/sida.3 No causó sorpresa que sus pensamientos se enturbiaran con la ansiedad, la incertidumbre y el dolor emocional producido por sus diagnósticos.
Ahora Irving quería comparar esos descubrimientos con un grupo de personas que seguramente tenían sus problemas, pero no necesariamente se encontraban en estados de conflicto. Para llevar esto a cabo, simplemente (¡y con valentía!) se acercó a los neoyorquinos en la calle, en parqués y cafés, les explicó su estudio y les preguntó si estarían dispuestos a decir sus pensamientos en voz alta para registrarlos en una grabadora, mientras él los filmaba de lejos.
Algunos días, un puñado de gente decía que sí; otros días, sólo una persona. Era de esperarse que la mayoría de los neoyorquinos estuviera demasiado ocupada o fuera muy escéptica como para aceptar. Más tarde, Irving recolectó sus cien “flujos de discurso representado internamente”, como los describía, en grabaciones que iban desde quince minutos hasta una hora y media. Es obvio que las grabaciones no proveen un pase de acceso total a los camerinos de la mente, porque en algunos participantes podría haber entrado en juego el elemento de la actuación. Aun así, ofrecen una ventana inusualmente sincera hacia las conversaciones que la gente tiene consigo misma mientras navega por su vida cotidiana.
Como es natural, las preocupaciones mundanas ocupaban espacio en la mente de todos los participantes en el estudio de Irving. Muchas personas comentaban lo que observaban en las calles —otros peatones, conductores y tráfico, por ejemplo—, así como cosas que tenían que hacer. Pero junto a estas cavilaciones ordinarias había monólogos que sorteaban toda una variedad de heridas, angustias y preocupaciones personales. Las narraciones comúnmente desembocaban en contenido negativo sin transición alguna, como un bache enorme que aparecía de pronto en el carrete del camino del pensamiento. Por ejemplo, una mujer que participó en el estudio de Irving, llamada Meredith, cuya conversación interna oscilaba de forma drástica desde las preocupaciones cotidianas hacia asuntos de vida o muerte, literalmente.
“Me pregunto si hay una sucursal de Staples por aquí”, dijo Meredith antes de hablar, como si cambiara de carril abruptamente, del diagnóstico reciente de cáncer que le dieron a una amiga suya. “Sabes, pensé que ella me iba a contar que se murió su gato.” Cruzó la calle y luego dijo: “Yo estaba preparada para llorar por su gato, y de pronto estoy tratando de no llorar por ella. Digo, es que Nueva York sin Joan es… Ni siquiera me lo puedo imaginar”. Comenzó a llorar. “Pero probablemente va a estar bien. Me encanta esa frase que habla de que hay veinte por ciento de probabilidades de que se cure. Y cómo una amiga de ella dijo: ‘¿Te subirías a un avión que tuviera veinte por ciento de probabilidades de estrellarse?’ No, por supuesto que no. Pero era difícil salir adelante. Ella sí que erige una pared de palabras.”
Al parecer, Meredith procesaba las malas noticias en vez de ahogarse en ellas. Los pensamientos acerca de emociones desagradables no necesariamente son diálogo interior, y éste es un buen ejemplo de ello. No comenzó a salirse de control. Tras unos minutos, después de cruzar otra calle, su flujo verbal volvió al asunto que la ocupaba: “Entonces, ¿hay un Staples por aquí? Yo creo que sí”.
Mientras que Meredith procesaba su temor de perder a una amiga querida, un hombre llamado Tony estaba obsesionado con otro tipo de duelo: la pérdida de la cercanía en una relación, y quizá de la relación misma. Llevaba una bolsa de mensajero y caminaba por una acera llena de peatones. Comenzó con un torrente de pensamientos autorreferenciales: “Aléjate… Observa, aguántate. O sigue tu camino. Sólo aléjate. Comprendo eso de no decirle a todo el mundo. Pero yo no soy todo el mundo. Ustedes dos van a tener un maldito bebé. Una llamada hubiera estado bien”. Era obvio que la sensación de exclusión que tenía lo afectaba profundamente. Parecía estar suspendido en la búsqueda de una solución al problema y un dolor que podría llevarlo a una obsesión inútil.
“Claro, totalmente claro. Avanza”, dijo Tony. Usaba el lenguaje no sólo para dar voz a sus emociones, sino también para buscar cómo manejar la situación de la mejor manera. “La cosa es —siguió diciendo— que podría ser una salida. Cuando me dijeron que iban a tener un bebé, me sentí un poco excluido. Me sentí un poco hecho a un lado. Pero ahora tal vez es una puerta de escape, debo admitirlo, ya no estoy tan enojado. Ahora podría funcionar a mi favor.” Soltó una risa suave y amarga y luego suspiró. “Estoy seguro de que esto es una salida. Ahora veo esto de forma positiva… Antes estaba enojado. Sentía que ustedes dos eran una familia… y ustedes dos son una familia ahora. Y tengo una salida… ¡Con la cabeza en alto!”
Y después, estaba Laura.
Laura se sentó en una cafetería y se sentía impaciente. Esperaba saber de su novio, quien se había ido a Boston. El problema era que supuestamente él debía regresar para ayudarla a mudarse a un nuevo departamento. Ella había estado aguardando a que la llamara por teléfono desde el día anterior. Estaba convencida de que su novio había sufrido algún accidente fatal y por eso la noche anterior se sentó frente a su computadora por horas y cada minuto refrescaba la búsqueda con las palabras “choque de autobús”. Pero, como se lo recordaba a sí misma, el torbellino de su preocupación negativa compulsiva no era sólo acerca de un posible choque de autobús en el que iba su novio. Estaba en una relación abierta con él, aunque no era algo que ella deseara, y se estaba volviendo muy difícil. “Se supone que es abierta para tener libertad sexual —se dijo—, pero es algo que nunca quise para mí… No sé dónde está él… Podría estar en cualquier parte. Podría estar con otra chica.”
Mientras que Meredith procesaba las noticias terribles con relativa ecuanimidad (es normal llorar por el diagnóstico de cáncer de una amiga) y Tony se animaba con calma a seguir adelante, Laura estaba atorada con pensamientos negativos repetitivos. No sabía cómo proceder. Al mismo tiempo, su monólogo interno se hundía en el pasado, con reflexiones sobre las decisiones que condujeron su relación al estado actual. Para ella, el pasado estaba muy presente, así como sucedía con Meredith y Tony. Sus situaciones únicas los llevaron a procesar sus experiencias de forma distinta, pero todos pensaban en cosas que ya habían ocurrido. Al mismo tiempo, sus monólogos también se proyectaban al futuro con preguntas acerca de lo que pasaría o lo que deberían hacer. Este patrón de ir y venir por el tiempo y el espacio en sus conversaciones internas indica algo que todos hemos observado en nuestra propia mente: es una ávida viajera en el tiempo.4
Mientras que el carril de la memoria nos puede llevar a la ruta del diálogo interior, no hay nada inherentemente dañino en volver al pasado o imaginar el futuro. La capacidad de involucrarnos en el viaje mental en el tiempo es una característica sumamente valiosa de la mente humana. Nos permite darles sentido a nuestras experiencias de formas que otros animales no son capaces, sin mencionar los planes que elaboramos y cómo nos preparamos para contingencias futuras. Así como hablamos con amigos sobre las cosas que podríamos haber hecho, las que haremos o que quisiéramos hacer, nos hablamos igual a nosotros mismos.
Otros voluntarios en el experimento de Irving también demostraron preocupaciones que divagaban en el tiempo, trenzándose en un patrón de la voz interior. Por ejemplo, al caminar por un puente, una mujer mayor recordó que cruzó el mismo puente con su padre cuando era niña, justo en el momento en que un hombre se aventó y se suicidó. Era un recuerdo indeleble, en parte porque su papá era un fotógrafo profesional y tomó una foto del momento, la cual terminó publicada en un periódico que se distribuía en toda la ciudad. Mientras tanto, un hombre de unos treinta y cinco años cruzó el puente de Brooklyn y pensó acerca de todo el trabajo humano que tomó construirlo, y también se dijo que tendría éxito en el nuevo trabajo que estaba por comenzar. Otra mujer, que esperaba una cita a ciegas en el Washington Square Park, recordó a un antiguo novio que la engañó, lo cual detonó que pensara en sus deseos de conexión y trascendencia espiritual. Unos participantes hablaron sobre las dificultades económicas que quizá les esperaban, y las ansiedades de otros se centraban en un evento sombrío de una década atrás: el 11 de septiembre de 2001.
Los neoyorquinos que compartieron con generosidad sus pensamientos con Andrew Irving encarnan la naturaleza salvajemente diversa y ricamente texturizada de nuestro estado. Sus diálogos internos los llevaron “hacia dentro” de maneras vastamente distintas, conduciéndolos a una miríada de flujos de pensamiento verbal. Los detalles específicos de sus conversaciones privadas eran tan idiosincrásicos como su vida individual. Pero a nivel estructural, lo que sucedía en su mente era muy similar. Con frecuencia lidiaban con “contenido” negativo,5 mucho del cual surgía por medio de conexiones asociativas, el salto de un pensamiento al otro. A veces su pensamiento verbal era constructivo; otras veces, no. También dedicaban una considerable cantidad de tiempo a pensar acerca de sí mismos, y sus mentes gravitaban hacia sus propias experiencias, emociones, deseos y necesidades. Después de todo, la naturaleza enfocada en el yo del estado predeterminado6 es una de sus características principales.
Los neoyorquinos tenían estas cosas en común, pero sus monólogos también enfatizaban algo más, universalmente humano: la voz interior que siempre estaba ahí con algo que decir, recordándonos la inevitable necesidad que tenemos de usar nuestra mente para darle sentido a nuestras experiencias y el papel del lenguaje para ayudarnos a lograrlo.
Aunque sin duda tenemos sentimientos y pensamientos que toman formas no verbales7 —los artistas visuales y los músicos, por ejemplo, buscan precisamente este tipo de expresión mental—, los seres humanos existimos en un mundo de palabras. Ellas son la manera en que nos comunicamos con otros la mayor parte del tiempo (aunque el lenguaje corporal y los gestos son claramente fundamentales) y también el modo en que nos comunicamos con nosotros mismos la mayor parte del tiempo.
La afinidad inherente de nuestro cerebro para desconectarnos de lo que sucede a nuestro alrededor produce una conversación en nuestra mente, en la cual pasamos enganchados la mayor parte de nuestras horas de vigilia. Esto precisa una pregunta crítica: ¿por qué? La evolución selecciona cualidades que brindan una ventaja de supervivencia. De acuerdo con esta regla, no esperarías que los seres humanos tuvieran que volverse tan prolíficos en hablarse a sí mismos si eso no le sumara algo a nuestra “aptitud” de supervivencia. Pero la influencia de la voz interior suele ser tan sutil y fundamental que rara vez, si no es que nunca, somos conscientes de todo lo que hace por nosotros.