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ENTRAR EN LA-LA LAND

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El 10 de diciembre de 1996 Jill Bolte Taylor despertó como cada mañana. Ella era una neuroanatomista que trabajaba en un laboratorio de psiquiatría en la Universidad de Harvard, donde estudiaba la composición del cerebro. De su historia familiar surgió su motivación para crear un mapa de nuestros paisajes corticales para comprender las interacciones celulares y los comportamientos que producen. Su hermano tenía esquizofrenia, y aunque no esperaba revertir su enfermedad, la animaba a descifrar los misterios de la mente. Estaba en muy buen camino para lograrlo, hasta el día en que su cerebro dejó de funcionar bien.25

Bolte Taylor se levantó de la cama para hacer sus ejercicios matutinos en una máquina de cardio, pero no se sentía muy bien. Tenía un dolor punzante detrás del ojo, parecido a la sensación de comer rápidamente algo helado, que iba y venía. Cuando empezó a hacer ejercicio todo se puso raro. Mientras estaba en la máquina de cardio, sintió que su cuerpo se volvía lento y su percepción se contraía. “Ya no puedo definir los límites de mi cuerpo”, recordó más tarde. “No puedo definir dónde empiezo y dónde termino.”

No sólo perdió la sensación de su cuerpo en el espacio físico, sino que comenzó a perder el sentido de quien era. Sentía que sus emociones y recuerdos se esfumaban, como si la abandonaran para residir en algún otro lugar. Desapareció el surgimiento, segundo a segundo, de percepciones y reacciones que caracterizaban su estado normal de conciencia. Sentía que sus pensamientos perdían su forma y, con ellos, también se iban sus palabras. Su flujo verbal redujo su velocidad, como un río que se está secando. La maquinaria lingüística de su cerebro se descompuso.

Un vaso sanguíneo se reventó en el lado izquierdo de su cerebro. Tuvo una apoplejía.

Aunque sus movimientos físicos y sus facultades lingüísticas estaban drásticamente comprometidas, logró llamar por teléfono a un colega, quien de inmediato se dio cuenta de que algo estaba mal. Poco después, Bolte Taylor se encontraba en la parte trasera de una ambulancia mientras la llevaban al Hospital General de Massachusetts. “Sentí que mi espíritu se rendía”, dijo. “Ya no era la coreógrafa de mi vida.” Estaba segura de que iba a morir y se despidió de su vida.

No murió. Ese día, más tarde, despertó en una cama del hospital, sorprendida por seguir viva, aunque su vida no volvería a ser la misma por mucho tiempo. Su voz interior, como la conocía desde siempre, se había marchado. “Mis pensamientos verbales de pronto eran inconsistentes, fragmentados e interrumpidos por un silencio intermitente”, recordó. “Estaba sola. En el momento no tenía nada más que el pulso rítmico de mi corazón.” Ni siquiera estaba sola con sus pensamientos, porque no tenía pensamientos como antes.

Su memoria operativa no funcionaba y eso imposibilitaba que completara las tareas más simples. Al parecer, su bucle fonológico se había descompuesto. El diálogo consigo misma se había silenciado. Ya no era una viajera mental en el tiempo capaz de revisitar el pasado e imaginar el futuro. Se sentía vulnerable de una forma que nunca imaginó posible, como si girara sola en el espacio exterior. Se preguntó, sin hablar, si las palabras algún día volverían a habitar su vida mental. Sin la introspección mental, dejó de ser humana en el sentido que había conocido antes. “Desprovista de lenguaje y procesamiento lineal”, escribió, “me sentí desconectada de la vida que había vivido.”

Y lo más profundo de todo es que perdió su identidad. La narrativa que su voz interior le había permitido construir a lo largo de casi cuatro décadas, se borró. “Esas vocecitas dentro de tu cabeza”, como ella las nombró, la habían convertido en ella, pero ahora estaban en silencio. “Entonces, ¿en realidad seguía siendo yo? ¿Cómo podía seguir siendo la doctora Jill Bolte Taylor, cuando ya no compartía mis experiencias vitales, pensamientos y vínculos emocionales?”

Cuando imagino cómo sería atravesar lo que experimentó Jill Bolte Taylor, me lleno de pánico. Perder la capacidad de hablarme a mí mismo, de usar el lenguaje para acceder a mis intuiciones, unir mis experiencias en un todo coherente o planear el futuro, suena mucho peor que recibir una carta de un acosador loco. Pero aquí es donde su historia se vuelve más extraña y todavía más fascinante.

Bolte Taylor no estaba asustada como imagino que yo o cualquier otra persona en su situación se sentiría. Sorprendentemente, cuando su conversación interna de toda la vida se desvaneció, encontró un consuelo como nunca antes había sentido. “El vacío que crecía en mi cerebro traumatizado era totalmente seductor”, escribió tiempo después. “Le di la bienvenida al alivio temporal del diálogo interior constante que trajo el silencio.”

Como ella dice, se había ido a “la-la land”.

Por una parte, estar privada del lenguaje y la memoria era terrorífico y solitario. Pero por otra, era extática y eufóricamente liberador. Libre de su identidad pasada, también podía independizarse de todos sus recuerdos dolorosos recurrentes, estreses del momento y ansiedades acechantes. Sin su voz interior estaba libre del diálogo interior. Para ella, este intercambio valía la pena. Más tarde reflexionó que esto se debía a que nunca aprendió a manejar su frenético mundo interior antes de sufrir la apoplejía. Como todos nosotros, se le dificultaba controlar sus emociones cuando era atraída por espirales negativas.

Dos semanas y media después de sufrir la apoplejía, Bolte Taylor se sometió a una cirugía para extraer de su cerebro el coágulo del tamaño de una pelota de golf. Le tomó ocho años recuperarse por completo. Continúa dirigiendo investigaciones sobre el cerebro y también comparte su historia con el mundo. Hace hincapié en la poderosa sensación de generosidad y bienestar que experimentó cuando su crítico interno se calló. Ahora ella se describe como “una devota creyente de que poner atención a la charla con nosotros mismos es vitalmente importante para nuestra salud mental”.

Lo que su experiencia nos muestra en términos vívidos es cuán profundamente luchamos con nuestra voz interior, al grado de que el flujo verbal de pensamientos que nos permite funcionar, pensar y ser nosotros mismos podría causarnos sentimientos de bienestar cuando no está ahí. Es una evidencia impresionante de lo influyente que puede ser nuestra voz interior. Las investigaciones corroboran este fenómeno en circunstancias menos excepcionales. Nuestros pensamientos no sólo pueden contaminar nuestra experiencia, pueden bloquear casi todo lo demás.

Un estudio publicado en 2010 toma conciencia de esto. Los científicos descubrieron que las experiencias internas disminuyen las externas de forma consistente.26 Aquello que los participantes pensaban resultó ser un mejor predictor de su felicidad que lo que en realidad hacían. Esto evidencia una experiencia amarga que mucha gente ha tenido: estás en una situación en la que deberías ser feliz (pasando tiempo con amigos o celebrando un libro), pero un pensamiento rumiante absorbe tu mente. Tu estado de ánimo no se define por lo que hiciste, sino por aquello en lo que pensaste.

El motivo por el cual la gente experimenta alivio cuando su voz interior se silencia no es una maldición de nuestra evolución. Como hemos visto, tenemos una voz en la cabeza porque es un don único que nos acompaña mientras caminamos por la calle hasta nuestros sueños cuando dormimos. Nos permite funcionar en el mundo, alcanzar metas, crear, conectarnos y definir quiénes somos de formas maravillosas. Pero cuando se convierte en un diálogo interior, suele ser tan abrumador que nos hace perder de vista esto y tal vez incluso deseemos no tener siquiera una voz interior.

Antes de abordar lo que la ciencia nos enseña sobre cómo controla nuestro flujo mental verbal, necesitamos comprender los efectos nocivos del diálogo interior que requieren de nuestra intervención. Cuando analizas más de cerca lo que nuestros pensamientos verbales destructivos pueden hacer —a nuestra mente, cuerpo y relaciones— te das cuenta de que derramar algunas lágrimas en las calles es cosa fácil.

Tu diálogo interior

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