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LA CARTA Y EL DIÁLOGO INTERIOR

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Ese día comenzó como cualquier otro.

Me desperté temprano, me vestí, ayudé a alimentar a mi hija, le cambié el pañal y desayuné rápido. Luego le di un beso de despedida a mi esposa y salí por la puerta para conducir hasta mi oficina en el campus de la Universidad de Michigan. Era un día frío pero tranquilo y soleado en la primavera de 2011, un día que parecía prometer pensamientos igualmente tranquilos y alegres.

Cuando llegué a East Hall, el descomunal edificio recubierto de ladrillos que alberga el famoso Departamento de Psicología de la Universidad de Michigan, encontré algo inusual en mi buzón. Sobre el montón de revistas científicas que se habían estado acumulando había un sobre dirigido a mí. Me dio curiosidad saber qué había dentro —era raro que yo recibiera correo postal en mi trabajo—, así que abrí la carta y comencé a leerla de camino a mi oficina. Y entonces, antes de que me diera cuenta del calor que de pronto me envolvió, sentí una ráfaga de sudor escurriendo por mi cuello.

La carta era una amenaza. La primera que había recibido en la vida.

La semana anterior aparecí brevemente en el noticiero nocturno de la cbs para hablar acerca de un estudio neurocientífico que mis colegas y yo acabábamos de publicar, el cual demostraba que los vínculos entre el dolor emocional y físico eran más parecidos que lo sugerido en investigaciones previas.1 De hecho, el cerebro registra dolor emocional y físico de formas notoriamente similares. Resulta que el desamor es una realidad física.

Mis colegas y yo estábamos muy entusiasmados con los resultados, pero no esperábamos que generaran más que un puñado de llamadas de periodistas científicos en busca de una reseña. Para nuestra sorpresa, los descubrimientos se volvieron virales. En un minuto daba clases sobre psicología del amor a universitarios, y al siguiente recibía un curso intensivo de capacitación en medios en un estudio de televisión en el campus. Logré dar la entrevista sin trastabillar mucho al hablar, y unas horas más tarde el segmento acerca de nuestro trabajo salió al aire; los quince minutos de fama de un científico que, de hecho, fueron sólo noventa segundos.

No era claro por qué nuestra investigación había ofendido tanto al autor de la carta, pero los dibujos violentos, los insultos llenos de odio, los mensajes perturbadores y el texto dejaban poco para mi imaginación acerca de la aversión que esa persona sentía por mí; y al mismo tiempo, provocaban que fantaseara muchas cosas sobre la forma que podría tomar semejante malevolencia. Para empeorar las cosas, la carta no provenía de un lugar lejano. Busqué en Google el matasellos y descubrí que fue enviada desde un lugar a unos veinte kilómetros de la universidad. Mis pensamientos comenzaron a dar vueltas sin control. En un cruel giro del destino, ahora era yo quien experimentaba un dolor emocional tan intenso que lo sentía a nivel físico.

Ese día, más tarde, tras varias conversaciones con administradores de la universidad, me encontré sentado en la estación de policía, esperando con ansias mi turno para hablar con el oficial a cargo. Aunque el policía con el que compartí mi historia era amable, no fue particularmente tranquilizador. Me dio tres consejos: llamar a la compañía telefónica para asegurarme de que mi número no apareciera en el directorio público, estar alerta a personas sospechosas en los alrededores de mi oficina y —mi consejo favorito— conducir a casa desde el trabajo por diferentes rutas cada día para asegurarme de que nadie aprendiera mi rutina. Eso fue todo. No desplegarían un comando especial. Estaba solo. No fue exactamente la respuesta tranquilizadora que esperaba escuchar.

Esa tarde, mientras manejaba por una ruta larga y enrevesada a través de las calles arboladas de Ann Arbor, intenté pensar en una solución para lidiar con esta situación. Reflexioné: Repasemos los hechos. ¿Debo preocuparme? ¿Qué debo hacer?

De acuerdo con el oficial de policía y varias personas con las que compartí mi historia, existían formas claras en las que podía responder a estas preguntas. No, no tienes que estresarte por esto. Estas cosas suceden. No hay nada más que puedas hacer. Está bien tener miedo. Sólo relájate. Las figuras públicas reciben amenazas sin sustento todo el tiempo y no sucede nada. Esto va a pasar y se te va a olvidar.

Pero ésa no era la conversación que tenía conmigo mismo. En cambio, el flujo desesperado de pensamientos que inundaba mi cabeza se amplificó en un bucle interminable. ¿Qué he hecho?, gritaba mi voz interior, antes de convertirse en mi generadora interior de histeria. ¿Debería llamar a la compañía de las alarmas? ¿Debería conseguir una pistola? ¿Deberíamos mudarnos? ¿Qué tan pronto podría encontrar un nuevo trabajo?

Los dos días siguientes una versión de esta conversación se repitió una y otra vez en mi mente y, como resultado, yo era un manojo de nervios. No tenía apetito y hablaba con mi esposa sin parar (y de forma improductiva) sobre la carta amenazante, hasta el grado de que la tensión entre nosotros comenzó a aumentar. Me sobresaltaba con violencia cada vez que escuchaba el más débil sonido en el monitor de la habitación de mi hija, ya que al instante asumía que el destino más terrible se cernía sobre ella, en vez de pensar en una explicación más obvia: la cuna rechinaba o la bebé tiene gases.

Durante dos noches, mientras mi esposa y mi hija dormían pacíficamente en sus camas, yo hice guardia en pijama en el piso de abajo con mi bate de beisbol de la liga infantil en las manos, asomándome hacia la calle por la ventana de la sala para asegurarme de que nadie se acercara, aunque no tenía un plan de lo que haría si en efecto descubría que afuera había alguien acechando.

La segunda noche, en mi momento más vergonzoso, cuando mi ansiedad estaba al máximo, me senté frente a la computadora y pensé en realizar una búsqueda en Google con las palabras clave “guardaespaldas para académicos”, lo cual en retrospectiva era absurdo, pero en el momento parecía urgente y lógico.

Tu diálogo interior

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