Читать книгу Tu diálogo interior - Ethan Kross - Страница 13
Capítulo dos
Cuando resulta contraproducente hablarnos a nosotros mismos
ОглавлениеEl primer lanzamiento desviado pareció una casualidad.1
Era 3 de octubre de 2000, el primer juego entre los Cardenales de San Luis y los Bravos de Atlanta en la primera ronda de los playoffs de la Liga Nacional. El pitcher de los Cardenales, Rick Ankiel, observó cómo la bola que acababa de lanzar evadió al cátcher, rebotó en el piso y después pegó en la barrera. Mientras el corredor en primera base corrió a segunda, la multitud emitió un sonido de sorpresa moderado, casi alentador —después de todo, él estaba jugando en casa en el estadio Busch, en San Luis—, aunque no había motivo para pensar que ese lanzamiento desviado presagiaba algún cambio en el balance de la entrada. En beisbol, los lanzamientos ocasionalmente se les escapan hasta a los mejores pitchers, aunque cabe decir que Ankiel no era cualquier pitcher.
Cuando lo reclutaron, justo al salir de la preparatoria, tenía 17 años y una velocidad promedio de bola de 94 millas (151 kilómetros) por hora. Los reclutadores y los comentaristas creían que Ankiel tenía el potencial de ser uno de los mejores pitchers que el beisbol hubiera visto en décadas. Dos años después, su debut en las ligas mayores no los decepcionó. Durante su primera temporada completa en 2000, ponchó a 194 bateadores, acumulando nueve triunfos para ayudarle a su equipo a ganar los playoffs. Todo indicaba que sería una carrera espectacular. Entonces, no sorprendió a nadie que ese octubre fuera elegido como el lanzador inicial del primer juego en los playoffs en contra de los Bravos. Lo único que debía hacer era lo que mejor hacía en la vida: lanzar una bola de beisbol.
Ankiel intentó olvidar el lanzamiento desviado. Era una anomalía para él, y no tenía nada de qué preocuparse. Apenas iban en la tercera entrada y su equipo ya había remontado una delantera dramática de 6 a 0. Encima de eso, el lanzamiento ni siquiera se había desviado tanto; sólo había rebotado de la forma equivocada y se le había escapado al cátcher. Se había sentido bien al empezar la entrada, así que se sacudiría el error. Y aun así, una molesta espinita de pensamiento se anidaba en su mente mientras recobraba la compostura en el montículo. Hombre, se dijo a sí mismo, sólo lancé una bola desviada en televisión nacional.2 Lo que no sabía era que sí tenía algo por qué preocuparse.
Momentos después, tras leer las señas de su cátcher, Ankiel desenvolvió su explosivo swing izquierdo y preparó su lanzamiento con la mano izquierda… y lanzó otra bola desviada.
Esta vez la multitud soltó un “ooohhh” un poco más fuerte y más largo,3 como si percibiera que algo andaba mal. El corredor de segunda corrió a tercera base. Mientras Ankiel, de 21 años y ojos oscuros, mascaba su chicle y mostraba una expresión indescifrable, por dentro estaba agitado. Su cátcher recuperó la bola de nuevo y los segundos transcurrieron bajo el sol del mediodía, y él sintió que su mente se salía de control y pasaba a manos de lo que llamaría después “el monstruo”, su cruel crítico interno, un flujo de pensamientos verbales tan despiadado que podía destruir años de trabajo duro, y su voz era más fuerte que los cincuenta y dos mil fans que estaban en las gradas.
Ansiedad. Pánico. Temor.
Ya no podía ignorar su inmensa vulnerabilidad; un jugador joven con todo en riesgo.
Ankiel quizás era visto como la brillante encarnación del sueño americano —un chico de un pequeño pueblo de Florida triunfando con su don excepcional—, pero su infancia contradecía esta narrativa tan pintoresca. Era hijo de un padre que era física y verbalmente abusivo, criminal y adicto; por ello conocía las profundidades de dolor emocional más allá de su edad. Y por eso el beisbol era más que sólo una carrera para él. Era un lugar sagrado y seguro donde se sentía bien, donde las cosas resultaban fáciles e implicaba una especie de alegría, a diferencia de su vida familiar. Recién entonces, algo extraño y al parecer incontrolable comenzaba a suceder, abrumando sus sentidos e inundándolo de terror. Aun así, estaba determinado a recuperarse. Se concentró muy bien en su peso, su postura, su brazo. Lo único que tenía que hacer era lograr que su maquinaria se ajustara como debía. Entonces lanzó de nuevo.
Y vino otro lanzamiento desviado.
Y otro.
Y otro.
Antes de que los Cardenales perdieran más carreras, sacaron a Ankiel del juego. Desapareció en la caseta acompañado por “el monstruo” en su interior.
Su exhibición en el montículo ese día fue vergonzosa e inesperada. La última vez que un pitcher realizó cinco lanzamientos desviados en una sola entrada fue cien años atrás. Pero no habría sido recordado en retrospectiva como una de las actuaciones más dolorosas en la historia del beisbol, si no hubiera sido por lo que sucedió a continuación.
Cuando nueve días después llamaron a Ankiel para pichar contra los Mets, pasó lo mismo. El monstruo volvió a aparecer y lanzó más bolas desviadas. Una vez más, lo sacaron del montículo, esta vez antes de que terminara la primera entrada. La humillación no terminó ahí, aunque sí acabó su breve carrera como pitcher de ligas mayores.
Al inicio de la siguiente temporada, Ankiel participó en unos juegos más durante los cuales tenía que tomar alcohol para calmar sus nervios antes de entrar al campo, pero incluso el licor no lo ayudaba a calmar su mente. Su lanzamiento no mejoró. Lo enviaron a las ligas menores, donde pasó tres años deprimentes antes de tomar la decisión de retirarse del beisbol en 2005 a la edad trágicamente prematura de 25 años.
“Ya no puedo seguir haciendo esto”, le dijo a su entrenador.
Rick Ankiel nunca volvería a ser pitcher profesional.4