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IR HACIA DENTRO
ОглавлениеSoy un psicólogo y neurocientífico experimental. Estudio la ciencia de la introspección en el Laboratorio de Emoción y Autocontrol, en la Universidad de Michigan, del cual soy fundador y director. Realizamos investigaciones sobre las conversaciones silenciosas que la gente sostiene consigo misma y que influyen de manera poderosa la forma en que vivimos nuestra vida. He dedicado toda mi carrera profesional a investigar estas conversaciones: qué son, por qué las tenemos y cómo aprovecharlas para que la gente sea más feliz, más saludable y más productiva.
A mis colegas y a mí nos gusta pensar que somos como mecánicos de la mente. Llevamos personas a nuestro laboratorio para que participen en experimentos complejos y también las estudiamos “en el hábitat” de la experiencia humana cotidiana. Usamos herramientas de la psicología y otras disciplinas —de campos como la medicina, la filosofía, la biología y la informática— para responder preguntas complicadas como: ¿por qué algunas personas se benefician al enfocarse en su interior para comprender sus sentimientos, mientras que otras se derrumban cuando se involucran en ese mismo comportamiento? ¿Cómo puede una persona razonar con sabiduría cuando está bajo estrés tóxico? ¿Existen formas correctas e incorrectas de hablar con uno mismo? ¿Cómo podemos comunicarnos con nuestros seres queridos sin avivar sus pensamientos y emociones negativos o intensificar los nuestros? ¿Las “voces” innumerables de las personas que encontramos en las redes sociales afectan a las voces en nuestra propia mente? Al examinar rigurosamente estas preguntas, hemos realizado numerosos descubrimientos sorprendentes.
Hemos aprendido cómo cosas específicas que decimos y hacemos pueden mejorar nuestras conversaciones internas. Hemos aprendido cómo abrir las cerraduras de las puertas “mágicas” del cerebro: cómo ciertas formas de usar placebos, amuletos de la suerte y rituales nos ayudan a ser más resilientes. Hemos aprendido qué imágenes colocar en nuestros escritorios que nos ayuden a recuperarnos de heridas emocionales (una pista: fotos de la Madre Naturaleza pueden ser tan reconfortantes como las de nuestras madres); por qué aferrarnos a un animal de peluche puede ayudarnos con la desesperanza existencial, cómo hablar y cómo no hablar con tu pareja después de un día difícil; qué es lo que probablemente estés haciendo mal cuando te conectas a las redes sociales, y adónde deberías dirigirte cuando realizas caminatas para lidiar con los problemas que enfrentas.
Mi interés en cómo las conversaciones que tenemos con nosotros mismos influyen en nuestras emociones, se inició mucho antes de que considerara estudiar una carrera científica. Comenzó antes de que comprendiera realmente lo que son los sentimientos. Mi fascinación con el mundo rico, frágil y siempre cambiante que llevamos entre los oídos data del primer laboratorio de psicología que pisé: el hogar donde crecí.
Fui criado en un vecindario de clase trabajadora de Brooklyn llamado Carnasie y, desde una edad extrañamente temprana, mi padre me enseñó acerca de la importancia de la autorreflexión. Sospecho que cuando los padres de la mayoría de los niños de tres años les enseñaban a sus hijos a cepillarse los dientes de forma regular y tratar a los demás con amabilidad, mi papá tenía otras prioridades. En su estilo típicamente no convencional, le preocupaban más mis decisiones internas que cualquier otra cosa, y siempre me motivaba a ir “hacia dentro” si tenía un problema. Le gustaba decirme: “Plantéate a ti mismo la pregunta”. La pregunta exacta a la que se refería me eludía, aunque en cierto nivel comprendí qué era lo que me conminaba a hacer: Busca las respuestas dentro de ti mismo.
En muchos sentidos mi papá era una contradicción andante. Cuando no estaba furioso con los demás conductores en las calles ruidosas y atascadas de tráfico en Nueva York o vitoreando a los Yankees frente a la televisión en casa, lo encontraba meditando en su habitación (por lo regular con un cigarro colgando de su bigote espeso) o leyendo el Bhagavad Gita. Pero conforme crecí y me encontré con situaciones más complejas que decidir si comer una galleta prohibida o negarme a limpiar mi habitación, su consejo cobró un peso mayor. ¿Debería invitar a salir a la chica que me gusta de la preparatoria? (Lo hice; ella respondió que no.) ¿Debería confrontar a mi amigo después de atestiguar que robó la cartera de alguien? ¿En qué universidad debería estudiar? Me enorgullecía por mi pensamiento objetivo, y rara vez fallaba mi confianza en “ir hacia dentro” para ayudarme a tomar la decisión correcta (y un día una de las chicas que me gustaban diría que sí; me casé con ella).
Tal vez era de esperarse que, cuando fui a la universidad, mi descubrimiento del campo de la psicología parecía predestinado. Había encontrado mi vocación. Exploré las cosas de las que habíamos hablado en mi juventud mi papá y yo, cuando no conversábamos sobre los Yankees; y éstas parecían explicar mi niñez y mostrarme un camino hacia la vida adulta. La psicología me brindó además un vocabulario nuevo. En mis clases universitarias aprendí, entre muchas otras cosas, que eso a lo que mi padre le estuvo dando vueltas durante esos años de crianza zen —que mi madre no excéntrica había tolerado— era la idea de la introspección.
En el sentido más básico, la introspección simplemente significa prestar atención activa a los propios pensamientos y sentimientos. La capacidad de hacerlo nos permite imaginar, recordar, reflexionar y después ensimismarnos para resolver problemas, innovar y crear. Muchos científicos, incluido yo, ven esto como uno de los avances evolutivos centrales que distinguen a los seres humanos de otras especies.2
Entonces, durante todo ese tiempo, la lógica de mi padre fue que cultivar la capacidad de la introspección me ayudaría a enfrentar cualquier situación difícil que experimentara. La reflexión interior deliberada conduciría a tomar decisiones sabias y benéficas y, por extensión, a emociones positivas. En otras palabras, “ir hacia dentro” era la ruta a una vida resiliente y satisfactoria. Tenía todo el sentido. Excepto que, como pronto lo sabría, para muchas personas era completamente erróneo.
En años recientes, un corpus robusto de nuevas investigaciones ha demostrado que cuando experimentamos angustia, por lo regular, entrar en introspección hace mucho más daño que bien.3 Debilita nuestro desempeño en el trabajo, interfiere con nuestra capacidad de tomar buenas decisiones e influye de forma negativa en nuestras relaciones. También puede propiciar violencia y agresión, contribuir a una gama de trastornos mentales y aumentar el riesgo de enfermarnos. Usar la mente para involucrarnos con nuestros pensamientos y sentimientos en la forma incorrecta puede provocar que los atletas pierdan las habilidades que se han dedicado a perfeccionar durante toda su carrera. Puede orillar a gente racional y cariñosa a volverse menos lógica y a tomar decisiones menos basadas en la moral. Puede causar que tus amigos huyan de ti, tanto en el mundo real como en el de las redes sociales. Puede convertir las relaciones románticas de paraísos seguros a campos de batalla. Incluso puede contribuir a que envejezcamos más rápido, tanto en la forma en que nos vemos por fuera como en la manera en que nuestro adn está conformado en el interior. En resumen, con mucha frecuencia nuestros pensamientos no nos salvan de nuestros pensamientos. En cambio, dan lugar a algo insidioso.
El diálogo interior.
El diálogo interior consiste en los pensamientos y emociones negativas cíclicas que convierten nuestra singular capacidad de introspección en una maldición en vez de una bendición. Pone en riesgo nuestro desempeño, la toma de decisiones, las relaciones, la felicidad y la salud. Pensamos en un error en el trabajo o un malentendido con un ser querido y terminamos abrumados con lo mal que nos sentimos por eso. Luego pensamos en ello otra vez. Y otra vez. Entramos en introspección esperando conectar con nuestro coach interior, pero en cambio nos encontramos con nuestro crítico interior.
Por supuesto, la pregunta es “por qué”. ¿Por qué los intentos de las personas de “ir hacia dentro” y pensar cuando experimentan angustia, a veces tiene éxito y en otras fracasa? E igual de importante, una vez que descubrimos que nuestra capacidad introspectiva se sale de curso, ¿qué podemos hacer para encarrilarla otra vez? He dedicado mi carrera a examinar estas preguntas. He aprendido que las respuestas dependen de cambiar la naturaleza de una de las conversaciones más importantes de la vida consciente: las que tenemos con nosotros mismos.