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UN REPELENTE SOCIAL

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A fines de la década de 1980, un psicólogo belga que usaba anteojos, llamado Bernard Rimé,17 decidió examinar si la experimentación de fuertes emociones negativas que caracterizan al diálogo interior causaba que la gente se involucrara en un proceso muy social: hablar.

En el curso de diversos estudios, Rimé llevó a personas a su laboratorio y les preguntó si hablaban con otros acerca de las experiencias negativas de su pasado. Luego se concentró en el presente y les pidió que en el curso de varias semanas registraran en un diario cada vez que enfrentaran una situación difícil y si lo discutían con miembros de sus círculos sociales. También realizó experimentos en los que provocó a los participantes en el laboratorio, y después observó si compartían sus reacciones con personas cercanas.

Una y otra vez, Rimé corroboró lo mismo: la gente se siente atraída a contarles a los demás sus experiencias negativas. Y eso no era todo. Cuanto más intensa era la emoción, más querían hablar acerca de ella. Además, volvían a hablar más frecuentemente sobre lo ocurrido, y lo hacían de forma repetitiva durante horas, días, semanas y meses, y a veces por el resto de sus vidas.

El descubrimiento de Rimé demostró que eso sucede sin importar la edad o el nivel educativo. Es característico tanto en hombres como en mujeres. Incluso ocurre en todo el mundo y en todas las culturas. Desde Asia hasta América18 y Europa descubrió lo mismo: las emociones fuertes actúan como un propulsor de jet, detonando que las personas compartan sus experiencias. Parecía ser una ley de la naturaleza humana. Las únicas excepciones a esta regla eran los casos cuando la gente sentía vergüenza, que comúnmente querían ocultar, o ciertas formas de trauma, que querían evitar recordar.

Era impresionante ese tipo de consistencia en un descubrimiento, aunque podría parecer como la confirmación de una obviedad. Como sabemos, la gente habla acerca de muchas emociones intensas. No es como si fuéramos por ahí llamándoles a nuestros amigos para decirles: “Oye, me siento bastante bien hoy”. Lo que sobresale en el flujo verbal de la mente son las altas y bajas, las cuales se traducen en las palabras que salen de nuestra boca.

Aunque esto suena normal e inofensivo, compartir nuestra voz interior negativa con los demás de forma repetida produce una de las ironías más grandes del diálogo interior y la vida social: expresamos los pensamientos de nuestra mente a los oyentes empáticos que conocemos en busca de su apoyo, pero hacerlo de manera excesiva termina alejando a la gente que más necesitamos.19 Es como si el dolor del diálogo interior volviera a la gente menos sensible a las señales sociales normales, que nos indican cuándo detenernos. Aclaro que no significa que hablar con los demás sobre tus problemas sea dañino en sí mismo, sino que el diálogo interior puede transformar una experiencia útil en algo negativo.

Muchos tenemos un umbral limitado a cuánto desahogo podemos escuchar, incluso de la gente que amamos, así como qué tan frecuentemente podemos tolerarlo si no sentimos que somos escuchados. Las relaciones prosperan con la reciprocidad. Ésa es una de las razones por las cuales los terapeutas nos cobran por su tiempo y los amigos, no. Cuando el equilibrio conversacional está disparejo, las conexiones sociales se desgastan.

Para empeorar las cosas, cuando esto sucede, las personas que se desahogan demasiado, sin darse cuenta de que alejan a la gente a su alrededor, son menos capaces de resolver problemas.20 Esto les dificulta más la posibilidad de reparar la fisura en sus relaciones y generan un círculo vicioso que puede tener un resultado tóxico:21 la soledad y el aislamiento.

Como un ejemplo intensificado de cómo funciona este proceso de aislamiento social progresivo, analicemos ese tumulto emocional generalizado llamado escuela secundaria. Un estudio rastreó a más de mil estudiantes de secundaria durante siete meses y descubrió que los jóvenes que tendían a rumiar22 hablaban más con sus compañeros, que sus contrapartes que rumiaban poco. Esto provocó más daño que beneficio. Pronosticó toda una serie de resultados dolorosos: ser socialmente excluido y rechazado, ser el objeto de chismes y rumores por parte de los compañeros, e incluso recibir amenazas de violencia.

Por desgracia, en este caso, lo que les sucede a los preadolescentes y a los adolescentes los acompaña hasta la vida adulta. Además, resulta que no importa si tienes un motivo legítimo para desahogarte: expresar demasiado tu diálogo interior puede seguir alejando a la gente. Un estudio que se concentró en adultos en duelo23 descubrió que la gente que tendía a rumiar buscaba más apoyo social después de sufrir su pérdida, lo cual es normal. Sin embargo, el giro incómodo es que, como resultado, las personas reportaron sufrir más fricción social y menos apoyo emocional en sus relaciones.

Compartir las emociones sin control no es el único repelente social que activa el diálogo interior. Es más probable que la gente que persevera en los conflictos también se comporte de forma agresiva.24 Un experimento demostró que incitar a las personas a rumiar sobre cómo se sentían después de haber sido insultadas por un investigador que criticaba de forma poco diplomática un ensayo que habían escrito, las llevaba a ser más hostiles con aquel que las insultó. Cuando les daban la oportunidad de interpelar al investigador que las había ofendido, lo hacían con más frecuencia que quienes no rumiaban. En otras palabras, cuanto más repaso mentalmente lo que me hiciste, más vivos mantengo esos sentimientos negativos y es más probable que actúe agresivamente como resultado. El diálogo interior también nos lleva a desviar nuestra agresión25 hacia personas que no lo merecen. Por ejemplo, si el jefe nos altera, nos desquitamos con nuestros hijos.

Pero ninguna de estas investigaciones considera nuestra vida digital. En la era de compartir en redes sociales, el trabajo de Rimé sobre las emociones y la vida social ha adquirido mayor relevancia. Facebook y otras aplicaciones de redes sociales similares nos han brindado una plataforma (que ha cambiado el mundo) para compartir nuestra voz interior y escuchar las voces interiores de los demás, o al menos lo que los demás quieren que pensemos que están pensando. En efecto, lo primero que ve la gente cuando entra a Facebook es el mensaje que le pide que publique una respuesta a la pregunta: “¿Qué estás pensando?”.

Y lo publicamos.

En 2020, el número de personas que usan Facebook y Twitter es cercano a 2,500 millones de personas26 (casi un tercio de la población mundial) y con frecuencia lo hacen para compartir sus rumias privadas.27 Vale la pena señalar que no hay nada inherentemente malo en compartir en redes sociales. En la larga cronología histórica de nuestra especie, simplemente es un nuevo entorno en el que pasamos mucho tiempo, y los entornos no son malos o buenos en sí mismos. Si nos ayudan o nos dañan depende de cómo interactuamos con ellos.28 Dicho lo anterior, hay dos características de las redes sociales que son preocupantes, si consideras el impulso tan intenso que tenemos de ventilar nuestro flujo de pensamientos: empatía y tiempo.

Es difícil exagerar en la importancia de la empatía,29 tanto individual como colectivamente. Es lo que nos permite forjar conexiones significativas con los demás; es una de las razones por las cuales con frecuencia nos desahogamos30 (buscamos la empatía de los demás) y también es uno de los mecanismos que mantiene unidas a las comunidades. Es una capacidad que evolucionó en nosotros porque ayuda a nuestra especie a sobrevivir.

Las investigaciones muestran que observar las respuestas emocionales de los demás —ver a alguien que hace una mueca o escuchar un temblor en la voz— puede ser una ruta potente para detonar la empatía. Sin embargo, en línea se ausentan los gestos físicos sutiles,31 las microexpresiones y las entonaciones vocales que desencadenan las respuestas empáticas en la vida cotidiana. Como resultado, nuestro cerebro está privado de la información que sirve para una función social importantísima: inhibir el comportamiento antisocial y la crueldad. En otras palabras, una menor empatía conduce con mucha frecuencia al trolling y al ciberacoso,32 los cuales tienen consecuencias graves. Este último, por ejemplo, ha sido vinculado a episodios más largos de depresión, ansiedad y abuso de sustancias, así como a diversos efectos físicos tóxicos como dolor de cabeza, perturbaciones en el sueño, malestares gastrointestinales y cambios en el funcionamiento de los sistemas de respuesta al estrés.

Asimismo, el paso del tiempo es esencial para ayudarnos a manejar nuestra vida emocional, sobre todo cuando se trata de procesar experiencias difíciles. Cuando identificamos a alguien con quien hablar fuera de línea, solemos esperar a ver a la persona o a que tenga tiempo de platicar. Mientras uno espera, sucede algo mágico: el tiempo pasa, lo que nos permite reflexionar en lo que pensamos y sentimos de formas que por lo regular atemperan nuestras emociones. En efecto, las investigaciones sustentan la idea común de que “el tiempo cura todo” o el consejo de “dale tiempo al tiempo”.

Ahora vamos a trasplantarnos al mundo paralelo de la vida digital y nuestra capacidad de entrar en él en cualquier momento, gracias a nuestros dispositivos inteligentes. Las redes sociales nos permiten conectar con otros en el instante después de tener una respuesta emocional negativa, antes de que el tiempo nos dé la oportunidad de volver a pensar en cómo nos sentimos o lo que planeamos hacer. Gracias a la conectividad del siglo xxi, durante el punto máximo de nuestros arrebatos internos, justo cuando nuestra voz interior quiere despotricar a los cuatro vientos puede hacerlo.

Publicamos. Tuiteamos. Comentamos.

Con el paso del tiempo33 y los desencadenantes físicos de la empatía eliminados, las redes sociales se convierten en un lugar abierto para albergar las facetas impropias de la voz interior. Esto puede conducir a un aumento del conflicto, la hostilidad y el diálogo interior para los individuos y, discutiblemente, para la sociedad como un todo. También significa que compartimos mucho más que antes.

De forma similar a hablar demasiado tiempo y con mucha frecuencia sobre tus problemas con los demás, las publicaciones demasiado emocionales irritan y alejan a los otros.34 Violan normas tácitas, y los usuarios desean que la gente que comparte demasiado en línea busque apoyo en los amigos fuera de línea. No resulta sorprendente que la gente con depresión —la cual se alimenta del flujo verbal— comparta más contenido personal negativo35 en las redes sociales, aunque perciban que su red es menos útil, que la gente que no está deprimida.

Aun así, las redes sociales no nos brindan una plataforma para compartir (de más) los pensamientos y los sentimientos que cruzan nuestra mente, y la forma en que descarrilan nuestros diálogos internos no son solamente por la empatía y el tiempo. Las redes sociales también nos permiten dar forma a lo que queremos que los demás crean que sucede en nuestra vida, y nuestra decisión sobre qué publicar puede alimentar el diálogo interior de otras personas.

La necesidad humana de presentarse a uno mismo es poderosa.36 Todo el tiempo configuramos nuestra apariencia para influir en cómo nos percibe la gente. Siempre ha sido así, pero llegaron las redes sociales para darnos exponencialmente más control sobre cómo lo hacemos. Nos permite moldear con habilidad37 la exposición de nuestras vidas, la proverbial versión editada de la existencia, que excluye los momentos malos y estéticamente menos placenteros. Involucrarnos en este ejercicio de presentación de uno mismo puede hacernos sentir mejor,38 ya que satisface nuestra necesidad de aparecer de manera positiva ante los ojos de los demás y anima a nuestra voz interior.

Pero hay una trampa. Aunque publicar fotos glamorosas de nuestra vida puede hacer que nos sintamos mejor, ese mismo acto puede provocar que los usuarios que ven nuestras publicaciones se sientan peor. Eso sucede porque al mismo tiempo que estamos motivados a presentarnos de forma positiva, también impulsa a toda marcha el motor de la comparación social que tenemos anclado en el cerebro. Por ejemplo, un estudio que mis colegas y yo publicamos39 en 2015 demostró que cuanto más tiempo la gente pasa viendo Facebook de manera pasiva, mirando la vida de los demás, más envidia experimenta40 y se siente peor después.

Transmitir nuestros sentimientos en redes sociales y participar en su cultura de configurar la forma en que nos presentamos al mundo tiene muchos efectos que inducen al diálogo interior, y es razonable preguntarnos por qué seguimos compartiendo. Una respuesta a esa cuestión41 tiene que ver con la recompensa que comúnmente proviene de participar en comportamientos que se sienten bien en el momento, pero que tienen consecuencias negativas con el tiempo. Las investigaciones demuestran que el mismo circuito cerebral que se activa cuando nos atrae alguien o cuando consumimos sustancias adictivas (incluyendo todo, desde cocaína hasta chocolate), también se estimula cuando compartimos información sobre nosotros con los demás.42 En un ejemplo especialmente convincente, un estudio realizado por neurocientíficos de Harvard,43 publicado en 2012, mostró que las personas preferían compartir información acerca de sí mismos con otros que recibir dinero. En otras palabras, el subidón social es como un subidón neurológico, una deliciosa “fumada” para nuestros receptores de dopamina.

El fondo de esto es que, tanto conectados como desconectados, cuando permitimos que el diálogo interior dirija nuestros comportamientos sociales con frecuencia colisionamos con una variedad de resultados negativos. El más dañino para las conversaciones internas y externas es que, comúnmente, encontramos menos apoyo. Esto comienza un círculo vicioso de aislamiento social, que nos lastima más. De hecho, si te detienes y escuchas, te darás cuenta de que muchas personas usan el lenguaje del “dolor” físico para describir cómo se sienten cuando otros los rechazan.

En los idiomas de todo el mundo,44 desde el inuktitut hasta el alemán, del hebreo al húngaro, del cantonés al butanés, la gente utiliza palabras relacionadas con lesiones físicas para describir el dolor emocional: “dañado”, “herido”, “lastimado”, entre muchas otras. Resulta que el motivo por el que lo hacen no sólo se refiere a una facilidad para la expresión metafórica. Uno de los descubrimientos más escalofriantes a lo largo de mi carrera es que el diálogo interior no sólo nos lastima en un sentido emocional, también tiene implicaciones físicas en nuestro cuerpo, desde la forma en que experimentamos el dolor físico hasta la manera en que los genes operan en las células.

Tu diálogo interior

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