Читать книгу Lituma en los Andes y la ética kantiana - Fermín Cebrecos - Страница 25
Módulo 3. Esquema, características esenciales y fundamento de la ética formal kantiana 1. Esquema de la ética kantiana
ОглавлениеAntes de comenzar a definir algunos aspectos importantes de la ética kantiana, será útil detenerse en el esquema conceptual que la articula y estructura. Un análisis del formalismo kantiano descubre en él, con claridad, cuatro componentes:
Razón pura práctica - Facultad introspectiva para “conocer” el interior de la razón pura práctica - Voluntad - Acción.
A fin de evitar que el concepto de “razón pura” corra el riesgo de convertirse en una abstracción que, al no poseer contenido empírico, se preste a diversos juegos de interpretación, se impone señalar que Kant otorga, aunque no de manera directa, al ser racional (esto es, al ser al que ya su naturaleza lo define como tal) (FMC, p. 116; Ak IV, núm. 428) tres características que lo esencializan y en las cuales consiste su “humanidad”: razón pura práctica, facultad introspectiva y posesión de una voluntad. El componente de la acción –es decir, “el caso concreto”, el hic et nunc en el que la ética se pone a prueba– es inherente no solo a la ética kantiana sino a toda ética.
a) La razón pura práctica7
Kant parte en su ética del “hecho” de la razón pura práctica. En ella se encuentran, como en su continente originario, los principios prácticos (y su correspondiente formulación en normas, reglas, preceptos, imperativos), es decir, todas las respuestas a la pregunta ¿qué debo yo hacer aquí y ahora? Dicha razón tiene que ser “pura” para que su ética sea universal y necesaria; no relativa, por tanto, a ningún condicionamiento subjetivo.
b) La facultad introspectiva8
Solo el ser racional posee la facultad de re-presentarse las leyes morales mediante el uso del método introspectivo, que es propio del racionalismo gnoseológico. En concordancia con ello, para encontrar el modo de comportamiento no ha de recurrirse a instancias exógenas a la razón práctica, ni a experiencias ajenas o modelos de conducta extraídos de la experiencia. La ética kantiana no es una ética de imitación o de ejemplos, ya que –según Kant mismo– nadie puede estar seguro (ni siquiera el propio agente de la acción) de haber actuado siguiendo exclusivamente principios prácticos puramente racionales (FMC, p. 88; Ak IV, núm. 407). Pero la facultad introspectiva posee un correlato necesario: no podría ser calificado de “humano” el que no ubique dentro de la razón pura práctica el mismo imperativo categórico que, como fuente y síntesis de todos los preceptos morales, encuentran los demás seres racionales en su buceo introspectivo. Así, pues, sin la facultad de la representación de la ley moral el imperativo categórico será inubicable, por lo que puede afirmarse que el hallazgo del imperativo categórico común implicará su universalidad y, por lo mismo, permitirá dar el salto de una ética individual a una ética política, representada en Kant por el “reino de los fines”.
c) La voluntad9
Pero la razón pura práctica, como resultado de esta contemplatio en el interior de sí misma, presenta los principios prácticos a la voluntad, facultad también exclusiva de los seres racionales, y la voluntad es la que transforma en acción (o en omisión) lo re-presentado como ley.
La voluntad es un concepto clave de toda ética. En Kant hay que distinguir dos clases de voluntad: la voluntad buena (idea) y la voluntad humana (tal como la voluntad actúa, de hecho, en la praxis). La “imperfecta” voluntad humana no refleja totalmente en la acción el contenido moral (es decir, la coincidencia exhaustiva entre lo que ordena la razón pura práctica y su transformación en acción), sino que está influenciada por factores no racionales, a los que Kant denomina de diversas maneras (ignorancia, impulsos, apetencias), y que se sintetizan en el concepto de “subjetividad”. A Kant le interesa, sin embargo, subrayar el aspecto moral de la voluntad, afirmando que puede ser autónoma y, por lo tanto, no dependiente de normas sujetas a fines ajenos a ella. Cuando esto sucede, la voluntad no está determinada por, sino, más bien, se autodetermina a sí misma, recibiendo entonces el calificativo de “buena voluntad”.
La “buena voluntad” es una idea, un “pensamiento” que se traduce en “libre querer”. En efecto, Kant afirma: “Ni en el mundo ni fuera del mundo es posible pensar nada que pueda considerarse como absolutamente bueno, a no ser tan solo una buena voluntad”. Todas las otras cualidades humanas, tanto internas como externas, no son buenas en sí mismas, sino que su bondad o maldad dependerá del uso que de ellas decida hacer la voluntad, del “carácter” que esta les imprima. Es la voluntad buena la que “rectifica” y “acomoda” dichas cualidades a un “fin universal” (la “completa satisfacción” del deber cumplido), convirtiéndose en condición indispensable para hacer al ser humano digno de una “felicidad” así concebida.
No se trata aquí de una “felicidad” basada en satisfacer los deseos e inclinaciones del componente humano empírico, sino, más bien, de un objetivo que requiere ser abordado desde los “principios de una buena voluntad”. Esta voluntad no es estimable por lo que mediante ella puede ser llevado a cabo (“la utilidad o la esterilidad” de lo que efectúa no la privan de su valor); es una “joya brillante por sí misma”, “muchísimo más valiosa que todo lo que por medio de ella pudiéramos realizar” y, por ende, no calificable por sus consecuencias. Es buena solo por el querer, es decir, es buena en sí misma.
El “querer” de la voluntad ha de identificarse con el “querer ser solamente determinada por la razón”, una “razón práctica” que es la sede de las leyes morales por ella misma instauradas (“autonomía”). Las leyes morales tienen, pues, su origen en la naturaleza de la razón, y no en la naturaleza empírica del ser humano o del mundo. De ahí que una “voluntad buena” se identifica con la intención de obrar por puro deber y siempre “quiere” orientar su obrar guiándose en exclusiva por una razón que, al ser autolegisladora, concede a la voluntad la cualidad de ser “autónoma” como ella. Ahora bien, puesto que la voluntad humana no se atiene estrictamente a lo que le ordena la conciencia moral (no es “enteramente buena”), ha de ser objeto de coacción o constreñimiento en su determinación por fundamentos racionales, a los cuales, por su naturaleza, no es necesariamente obediente. El “deber ser” y su correspondiente constricción no tienen lugar en una voluntad “santa” o divina; son signo, más bien, de la finitud de un querer humano que testimonia su imperfección en el no acoplamiento exhaustivo entre él y la razón pura práctica.
La representación de un principio objetivo en tanto que es constrictivo para la voluntad se llama mandato y se formula mediante el modo verbal imperativo, sea como acción o como omisión. Así, pues, obligar a la voluntad a que sea movida tan solo por las representaciones de la razón y no por causas subjetivas, sino objetivas –esto es, “por fundamentos válidos para todo ser racional como tal”–, implica la universalización de la norma. En efecto, los móviles subjetivos, vinculados casi siempre a lo agradable, son válidos solamente “para este o aquel”, pero no pueden constituirse en “un principio de la razón válido universalmente”. Desde esta perspectiva, es fácil detectar in nuce la triple jerarquía kantiana de los principios prácticos: principios subjetivos o “máximas”, principios objetivos condicionados (imperativos hipotéticos) y el imperativo categórico incondicionado, absolutamente autónomo, no atrapado en la red de subjetividades tendida por “lo otro de la razón” y, en consecuencia, teóricamente coincidente con una voluntad libre.
Esta voluntad se constituye en diferencia específica de lo no racional. Escribe Kant: “Cada cosa, en la naturaleza, actúa según leyes”, pero “solo un ser racional posee la facultad de obrar por la representación de las leyes, esto es, por principios; posee una voluntad”. Todas las “cosas naturales” (la naturaleza es interpretada aquí en su sentido lato) obedecen leyes, también naturales, de manera ciega, vale decir, sin intervención de una facultad que no les es connatural: la voluntad. Así, por ejemplo, el cuerpo humano, incapaz, como tal, de mirar dentro de sí y de re-presentarse leyes morales, está sometido a una legislación que atañe a su naturaleza somática: ha de obedecer, sin posibilidad de transgresión, leyes físicas (gravedad, procesos de metabolismo, circulación de la sangre, finitud de la vida). De la eventual contradicción de dichas leyes solo sería responsable, en último término, la voluntad humana, poder que la configura como jerárquicamente superior a cualquier ordenamiento físico.
d) La acción10
La acción (u omisión de la acción) es el punto de desembocadura de la praxis moral, y en ella se pondrán en juego los tres componentes anteriores. En la ética kantiana la acción puede ser calificada teóricamente de buena, pero en la práctica tal calificativo resultará de imposible aplicación, ya que nadie –ni siquiera el propio agente– puede estar seguro de que en ella no se hayan inmiscuido elementos subjetivos. El ser humano “es capaz de concebir la idea de una razón pura práctica”, pero, al estar “afectado por tantas inclinaciones” (H. J. Paton las llamó “deseos habituales”), “no puede tan fácilmente hacerla eficaz in concreto en el curso de su vida” (FMC, p. 65; Ak IV, núm. 389). Ello no obstante, a la metafísica de las costumbres le incumbe investigar “la idea y los principios de una voluntad pura posible, y no las acciones del querer humano en general, las cuales en su mayor parte se toman de la psicología”, esto es, de una antropología empírica que se hace cargo, en el plano ético, de lo que ocurre, mas no de lo que debería ocurrir (FMC, p. 66, 151; Ak IV, núms. 390, 455). En una ética metafísica no son, entonces, las consecuencias –o, lo que es lo mismo, las acciones– su criterio de verdad. Las acciones son, más bien, fenómenos que aparecen ante los sentidos y, por ende, empíricamente registrables a posteriori; y, precisamente por serlo, no podrán nunca adjetivarse de “puras”. Por el contrario, “cuando se trata del valor moral”, lo que ha de primar son “aquellos íntimos principios” que han de regir las acciones y que son invisibles incluso para el propio agente (FMC, pp. 89, 88; Ak IV, núms. 407, 408).
De todo ello ha de colegirse que resulta fácil definir teóricamente una acción buena (lo es si concuerda íntegramente con lo ordenado por la razón pura), pero en la práctica será imposible señalar una acción que esté investida de tal prerrogativa.