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3. Segunda formulación del imperativo categórico

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La segunda formulación es enunciada así: “Obra de tal modo que te valgas de la humanidad, tanto en tu persona como en la persona de cualquier otro, siempre como un fin y nunca simplemente como un medio” (FMC, p. 117; Ak IV, núm. 429).

El enunciado, conocido también como la fórmula del fin en sí mismo, ha sido considerado como el más humanizado y el menos deontológico de los tres. Su “sujeto paciente” es el ser humano (Rawls, 2001, pp. 43-44), y su término clave (‘humanidad’) contiene el meollo en el que ha de cifrarse su interpretación. ‘Humanidad’ no posee aquí relieves cuantitativos; no equivale, por tanto, a la suma de todos los seres humanos. El concepto de ‘humanidad’ se identifica, más bien, con el de ‘esencia’ (to on) y traduce en su significado “lo que hace que los hombres sean seres humanos” (y no otra cosa). En Kant, como en Descartes, la res cogitans absorbe totalmente la naturaleza humana, mientras que la res extensa, en cuanto atributo de la naturaleza lato sensu, no podrá nunca erigirse en “cimentación” (Grundlegung) de una “metafísica de las costumbres”. Al darse aquí una equiparación ya conocida (humanidad = racionalidad), la segunda formulación del imperativo categórico propugna, asumiendo la universalidad de la norma, que debe tratarse a los otros como a uno mismo por el motivo que precisamente “universaliza” e iguala a la especie humana: la posesión de una idéntica naturaleza.

Es la naturaleza racional, entonces, y no la naturaleza empírica del hombre, la que ha de definirse como un “fin en sí mismo”, convirtiéndose así la “humanidad” en un principio objetivo que está más allá de la constitución somática y de la apariencia física (FMC, pp. 116-117; Ak IV, núm. 429)21. Se abre aquí, en consecuencia, la posibilidad de que seres con diferentes características corporales a las de los seres humanos puedan también constituirse en sujetos y objetos del imperativo categórico (Rodríguez, 2012, p. 53).

Pero, adicionalmente, la segunda formulación, que se identifica con el denominado “principio práctico supremo”, contiene en su enunciado el término “persona”. Si no existiera un principio supremo o, como dice Kant, “algo cuya existencia en sí misma tiene un valor absoluto”, entonces la moralidad carecería de un “cimiento” firme en el que fundamentarse y, por consiguiente, sería imposible establecer una ética metafísica, esto es, una ética con pretensiones de validez universal. En otras palabras: todo valor estaría condicionado y no poseería, propiamente hablando, valor, sino “precio” (es decir, un “valor limitado”).

Kant (2012) descarta, por poseer solo un valor condicionado, los “objetos de la inclinación” como inherentes al principio práctico supremo. Y especifica:

Si, pues, ha de haber algo cuya existencia en sí misma tenga un valor absoluto y lo que, como fin en sí mismo, pudiera ser base de normas determinadas, en ello y solamente en ello radicaría la base de un imperativo categórico, es decir, de una ley práctica. (p. 137)

En consecuencia, la condición imprescindible para que pueda darse una ética formal con pretensiones de universalidad es, a no dudarlo, la existencia de un principio práctico supremo que, identificando objetividad y subjetividad o, lo que es lo mismo, haciendo coincidir, mediante la buena voluntad, la máxima con la “finalidad” universal, sea un imperativo categórico. Es así como Kant soluciona el problema referente a cómo las leyes que determinan nuestra voluntad pueden convertirse en leyes determinantes de la voluntad en general y, de este modo, deducir un “respeto ilimitado” para el ser en que convergen ambas “determinaciones”.

Es en esta coyuntura donde el filósofo de Königsberg establece una jerarquía bien definida: los seres –dice– cuya existencia no depende de nuestra voluntad sino de la naturaleza, se llaman cosas si es que son “seres irracionales” y poseen, por lo tanto, un valor limitado (esto es, un precio estipulado por el ser racional). Sin embargo, los seres cuya existencia tampoco depende de nuestra voluntad, pero que son racionales, se llaman personas “porque ya su naturaleza los señala como fines en sí mismos” y, consiguientemente, no deben ser puestos nunca como medio, sino tratados con un respeto irrestricto, esto es, no limitado por la arbitrariedad y el abuso. Las personas –añade Kant– no son “fines subjetivos”; son, más bien, fines objetivos y, por ende, “cosas cuyo ser es fin en sí mismo, y ciertamente un fin tal que en su lugar no puede ponerse ningún otro fin a cuyo servicio tuvieran que estar como meros medios”. El “ser” de estos seres naturales racionales (“cosas” = res cogitans cartesiana) es, en definitiva, su naturaleza stricto sensu, esto es, lo que hace que sean lo que son, “naturaleza” que se identifica con la racionalidad (FMC, pp. 116-117; Ak IV, núms. 427, 428). Si a una cosa se le encuentra un sustituto equivalente a ella, entonces carece de “dignidad” y de “virtud”; posee tan solo un “precio”. La “humanidad”, en cuanto naturaleza stricto sensu, es capaz de moralidad y, por lo tanto, no tiene precio sino, más bien, un valor irrestricto. No puede usarse como cosa para uso caprichoso de una voluntad determinada (ni siquiera la de Dios, formulada en los códigos éticos de la religión; y, mucho menos, la que expresan las ideologías políticas mediante sus líderes y dirigentes).

Como puede verse, Kant parte de un ser cuya existencia posee, en sí y por sí misma, un valor absoluto y, debido a esta causa, se constituye en un sujeto-objeto fundamentante de todas las leyes. Sin la existencia de dicho ser, identificado con una esencia que es la “humanidad” (o racionalidad pura), no habría posibilidad alguna de un imperativo categórico. Ello implica que todo lo que no es racional no puede constituirse en fin objetivo (esto es, universal y necesario). Ha de ser, más bien, un fin relativo que solamente puede dar de sí imperativos hipotéticos, de ahí que todos los objetos relacionados con la subjetividad (inclinaciones, apetencias, facultad de desear) tengan un valor condicionado y que “el deseo general de todo ser racional” estribe en “librarse totalmente” de su injerencia. Así, pues, la persona es siempre un fin objetivo porque ya “su naturaleza la distingue como un fin en sí misma”, y no puede ponerse en su lugar ningún otro fin al cual ella haya de servir como “mero medio” (FMC, pp. 116-117; Ak IV, núm. 428).

Lituma en los Andes y la ética kantiana

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