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5. Significado unitario de las tres formulaciones del imperativo categórico

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Aun cuando se ha atribuido a las tres formulaciones un ámbito propio de extensión conceptual22, hay que convenir en que si el imperativo categórico es uno, los tres enunciados tienen que decir, en último término, lo mismo. Véase cómo, en efecto, ello es así.

En la primera formulación se trata de escoger una “máxima” de comportamiento que sea universal y necesaria y, por ende, que esté desposeída de su componente de subjetividad y originada aprióricamente. Su elección ha de llevarse a cabo por la actuación de la “buena voluntad”, esto es, por un “querer” que, libre de las diferencias que separan a los seres humanos, se unifique en un imperativo común: “Trata al ser racional como en fin en sí mismo, nunca como medio”. Por consiguiente, la segunda formulación del imperativo categórico infunde un contenido concreto a una fórmula que aparecía como genérica y abstractamente enunciada. En otras palabras: si ha de existir una “ley necesaria para todo ser racional”, desde la que haya que enjuiciar sus acciones “según máximas de las que él mismo pueda querer que sirvan como leyes universales”, dicha ley tiene que partir, en aras de su validez universal, de una premisa unitaria: el ser racional es, al mismo tiempo, el sujeto y el objeto del imperativo categórico y no ha de prestarse nunca para convertirse en condición (es decir, en imperativo hipotético) de ningún otro imperativo.

Tanto en la primera formulación como en su variable, el concepto más importante es el de una voluntad que necesariamente ha de ser calificada de “buena”. Ahora bien, solamente podrá quererse que los seres racionales se comporten de la misma manera si es que, mediante el método introspectivo, todos encuentran en la razón pura práctica idéntico imperativo categórico (esto es, el expresado en la segunda formulación). Dicha voluntad, que es “una especie de causalidad de los seres vivos, en cuanto que son racionales”, ha de poseer una propiedad derivada de esa causalidad: la libertad. Y es precisamente la libertad la que hace posible que la voluntad no sea determinada por “extrañas causas” (ajenas a la razón) que la impidan ejercer su dominio (FMC, p. 139; Ak IV, núm. 446). Sin la existencia de una “voluntad buena” no podría evadirse la “necesidad natural” de actuar según “principios prácticos materiales” y tampoco podría hacerse abstracción de los “fines subjetivos”. Pero solamente porque la conciencia moral pone ante la voluntad un imperativo (esto es, un “principio práctico formal”) que todos los seres racionales se re-presentan como “bueno”, es que puede hablarse de un “fin objetivo” puesto exclusivamente por la razón y convertido en el fundamento de posibilidad de la acción (FMC, p. 115; Ak IV, núm. 427). En consecuencia, la voluntad es una facultad, propia tan solo de los seres racionales, que consiste en determinarse uno a sí mismo a obrar conforme a la representación del contenido de la conciencia moral (FMC, pp. 114-115; Ak IV, núm. 427).

Lo anterior, sin embargo, no exime de dificultad a lo que Kant entiende por “naturaleza” en la variable de la primera formulación. Desde luego que el ser racional, al querer que todos los demás seres racionales se comporten de acuerdo a un imperativo formal, tendrá necesariamente que aplicar la ley a la naturaleza humana stricto sensu interpretada, esto es, a la “diferencia específica” que hace que el ser humano sea “humano” y no otra cosa. En este sentido, naturaleza equivale a “humanidad” y “humanidad” se identifica con “racionalidad”23. El concepto de “humanidad” es el factor de unión entre la primera y la segunda formulación, ya que en él, entendido como esencia o naturaleza humana, se dan la mano la máxima, la voluntad y la necesidad, esta última derivada del “libre querer” de “usar” la “humanidad” siempre como un “fin” y nunca como un “medio para”. Como ya se ha visto, todo ello queda más claro mediante el recurso al “principio práctico supremo”, el cual supone, a su vez, la diferenciación entre “cosas” y “personas”. “Persona” es sinónimo de “ser racional”, de “humanidad”, de “fin en sí mismo”, de “dignidad” y no de “precio” (FMC, p. 125; Ak IV, núm. 434). Kant entiende por fin “lo que le sirve a la voluntad de fundamento objetivo de su autodeterminación”, y puesto que la razón pura práctica es la misma y es la que lo propone, entonces dicho fin “debe valer igualmente para todos los seres racionales” (FMC, p. 115; Ak IV, núm. 427). El segundo enunciado del imperativo categórico ha de ser, por consiguiente, un “principio universal válido y necesario para todo ser racional” y “para todo querer”, es decir, una “ley práctica” no fundamentada en la facultad de desear, que es la fuente originaria de los imperativos hipotéticos, sino totalmente a priori y, consiguientemente, universal y necesaria (FMC, pp. 115-116; Ak IV, núm. 427-428).

De las dos formulaciones se desprende qué entiende Kant por “naturaleza racional”: facultad introspectiva, encuentro del mismo imperativo categórico en la conciencia moral y posesión de una voluntad que pueda definirse como “intención de obrar” de acuerdo a dicho imperativo. La naturaleza racional “existe como un fin en sí mismo”, y a esa convicción se adviene poniendo en práctica el método introspectivo. El ser humano, dice Kant, “se representa su propia existencia” (existencia = esencia), y mediante dicha representación toma conciencia de su naturaleza racional y, simultáneamente, de lo que ella implica en lo referente a la “idea del deber”; “pero también todo otro ser humano –añade– se representa su existencia siguiendo la misma base racional que es válida para mí”. En consecuencia, la naturaleza humana (es decir, el ser racional) se convierte en el principio práctico supremo y en la auténtica razón práctica, derivándose de ellos, como de su fuente natural, todas las normas determinantes de la voluntad.

También en la tercera formulación aparecen los términos “voluntad” y “máxima”, solo que ahora se habla de una “voluntad universalmente legisladora” como conditio sine qua non para el concepto-clave de su respectiva variable: el “reino de los fines”. Unificar la máxima (independiente de toda subjetividad y convertida, por tanto, en imperativo categórico) y la voluntad (un querer libre de toda vinculación necesaria con la naturaleza lato sensu) en un monon donde todos los seres racionales sean auto-legisladores, esto es, súbditos y gobernantes a la vez (monarquía = reino), implica necesariamente que sean tratados –imperativo de la segunda formulación– como fines y no como medios para cualquier otra finalidad impuesta por voluntades guiadas por causas heterónomas (FMC, p. 132; Ak IV, núm. 441).

Independientemente de si el reino kantiano de los fines pudo coincidir con los ideales del platonismo democrático, ha de aseverarse aquí, tal como lo hace Manuel Garrido (2005a, p. 45) que la variable de la tercera formulación no podría entenderse sin el recurso al mundus intelligibilis, que es el que permite establecer una analogía con el mundo de la naturaleza. En efecto, un “mundo de fines” es un mundo de ideas en el que todo correlato real (esto es, un “reino de los fines” establecido en el mundo fenoménico) brilla por su ausencia (FMC, p. 95; Ak IV, núm. 412). Por consiguiente, el reino kantiano de los fines ha de interpretarse no como una dicotomía entre el reino de la libertad y el de la necesidad, sino como una analogía entre la “idea” (o ejemplar autónomo) y su implantación en un mundo donde la heteronomía de la necesidad establecerá una dialéctica insuperable entre ambos componentes (Regal, 1988, p. 208). La creencia dogmática en que el “mundo inteligible” podrá encarnarse en una sociedad concreta es sinónimo de creer que lo utópico podrá, por fin, encontrar un lugar y espacio históricos en los que el “como si” desaparezca como analogía. Pero esto ya no es un producto político del formalismo kantiano, sino del marxismo.

Según Kant, resulta imposible determinar empíricamente un solo caso en que la máxima de la acción, que puede percibirse como imperada por la razón práctica, “haya tenido su asiento exclusivamente en fundamentos morales y en la representación del deber”. Ni siquiera el propio agente podrá, por medio del examen más prolijo, llegar a establecer los últimos resortes que impulsaron la acción: “Porque cuando se trata de valor moral no importan las acciones, que se ven, sino aquellos íntimos principios de las mismas, que no se ven” (FMC, p. 88; Ak IV, núm. 407). Tal convicción aumenta con la edad, la cual, al proporcionar un juicio afinado por la experiencia, no puede sino dudar acerca de si, en la práctica, existe algo bueno en el mundo. Sin embargo, el escepticismo no mella la seguridad de que hay acciones que solo la razón manda y, en este sentido, “no importa que no haya habido nunca acciones emanadas de esas puras fuentes que no se trata aquí de si sucede esto o aquello, sino que la razón, por sí misma e independientemente de todo fenómeno, ordena lo que debe suceder” (FMC, p. 89; Ak IV, núms. 407-408).

Las leyes dictadas por la razón pura práctica, vigentes “para todos los seres racionales en general”, son apodícticas y no se infieren de la experiencia. Lo empírico es contingente y no universal; por lo tanto, una ética donde sean los hechos y no lo apriórico la base de las normas de conducta, tendrá que desembocar en un relativismo moral. También han de rechazarse, como paradigmas de conducta, los modelos o ejemplos que, desde la experiencia, reclaman imitación: “El peor servicio que puede hacerse a la moralidad es quererla deducir de ciertos ejemplos”. No debe haber, por consiguiente, ningún sometimiento a una voluntad ajena, ni ninguna obediencia al líder caudillista o al que, por su conducta, es proclamado “santo”. El ejemplar, el original verdadero de la ética kantiana reside en la razón; es una idea que esta bosqueja a priori de la perfección moral y que la vincula a una voluntad esencialmente libre (FMC, pp. 89-90; Ak IV, núms. 408-409). Todo acatamiento a la heteronomía es, por consiguiente, radicalmente inmoral.

Puesto que la humanidad se encuentra en un proceso de ilustración, si se propusiera una votación entre los partidarios de la filosofía práctica popular y los de la metafísica de las costumbres, sería fácil, según Kant, predecir su resultado. ¿Equivale el advenimiento a la meta ilustrada al logro, por un lado, de la identificación universal con la ética kantiana y, por otro, con la instauración definitiva del reino de los fines? ¿O se está hablando, en ambos casos, de ideas que nunca podrán verificarse empíricamente en la realidad? Kant reconoce que en la filosofía práctica popular se mezclan indiscriminadamente la perfección, la felicidad, el sentimiento moral y el amor a Dios, es decir, “un poquito de esto y otro poco de aquello”. Se está lejos, en ella, de encontrar principios a priori libres de todo lo empírico y de fundamentar la ética absolutamente en los conceptos de la razón. Para convertir dicha filosofía popular en una filosofía práctica pura –esto es, en una “metafísica de las costumbres”– se requiere cultivar ilustradamente la razón práctica vulgar mediante la petición de ayuda a la filosofía. Solo así, “en una crítica completa de la razón”, podrá hallar aquella la “paz y sosiego” con sus exigencias (FMC, pp. 85, 87; Ak IV, núms. 405-406).

Mientras en la metafísica de la naturaleza hay “leyes por las cuales todo sucede”, en la metafísica de las costumbres se dan “leyes por las cuales todo debe suceder”. En ambas metafísicas, “cuidadosamente purificadas de todo lo empírico”, ha de intervenir previamente la razón, pero la “urgente necesidad” de arribar, por fin, a una “filosofía moral pura” que esté “enteramente limpia de todo cuanto pueda ser empírico y perteneciente a la antropología”, hará posible que en el ámbito moral la razón humana, “aún en el más vulgar entendimiento”, pueda “ser fácilmente conducida a mayor exactitud y precisión que en la metafísica de la naturaleza” (FMC, pp. 62-63, 67; Ak IV, núms. 388-389, 391). Sin una metafísica de las costumbres no puede haber, para Kant, filosofía moral alguna, si bien él es consciente de su labor pionera al afirmar que “el camino que habremos de emprender es totalmente nuevo” (FMC, pp. 65-66; Ak IV, núm. 390).

La fundamentación equivale en Kant a “crítica de la razón pura” (FMC, p. 67; Ak IV, núm. 391); de ahí que el “principio supremo de la moralidad” solo podrá ser descubierto como “supremo” mediante un trabajo introspectivo de la razón llevado a cabo por la razón misma. Si se es fiel a la gnoseología kantiana, no parece que los principios morales puedan derivarse sin más de un mero análisis del ser racional y no, como sería lo lógico, del uso sintético de la razón (FMC, p. 137; Ak IV, núms. 444-445). Dichos principios prácticos se formulan en el modo verbal imperativo “para expresar la relación entre leyes objetivas del querer en general y la imperfección subjetiva de la voluntad de tal o cual ser racional, esto es, de la voluntad humana” (FMC, p. 97; Ak IV, núm. 414). Y de ello se deduce que la ecuación racionalidad = ser libre es una idea que, debido a la imperfección inherente a la voluntad humana, nunca podrá darse en la práctica.

Por lo tanto, como acompañamiento necesario de las tres formulaciones del imperativo categórico, ha de insertarse el factor de la coacción, el cual, como sucede con la voluntad en su dimensión “humana”, pone de manifiesto las carencias ontológicas del ser racional. Teóricamente, resulta inteligible que la razón puede determinar, “por sí sola”, a la voluntad, pero en la práctica, dado su imposible desprendimiento de las “condiciones subjetivas” a las que le someta la naturaleza irracional (esto es, las consecuencias de una naturaleza interpretada en sentido lato), la razón y la voluntad no coinciden. En palabras de Kant: “las acciones que objetivamente se consideran necesarias, subjetivamente resultan ser contingentes”, es decir, lo que la razón califica de “prácticamente necesario” (léase: “bueno”), al trasladarse al dominio de una voluntad que, “por su naturaleza”, no se acomoda dócilmente a sus exigencias, se torna en correlato de lo que el ser humano “es” y no de lo que el ser humano “debería ser”. El esfuerzo por unir ambas polaridades (naturaleza racional y naturaleza corpórea), a sabiendas de que nunca se llegará a hacerlas coincidir exhaustivamente, se denomina “constreñimiento”, reflejo conceptual de una metodología ética, tan antigua como reincidente24, que describe “la relación de las leyes objetivas con una voluntad que no es totalmente buena” (FMC, pp. 96-97; Ak IV, núms. 96-97).

Lituma en los Andes y la ética kantiana

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