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2. Primera formulación y variable de la primera formulación
ОглавлениеPrimera formulación: “Obra solo según una máxima tal que puedas querer al mismo tiempo que se torne en ley universal”.
Variable de la primera formulación: “Obra como si la máxima de tu acción debiera tornarse, por tu voluntad, ley universal de la naturaleza”.
El primer enunciado del imperativo categórico se encuentra antecedido, en solemne presentación, por este marco introductorio: “El imperativo categórico es, pues, solo uno y es este”. Y la variable, relacionada con él, incluso en su aspecto formal, de modo muy saltante, introduce un elemento nuevo que no se presta fácilmente a la unanimidad interpretativa: la “naturaleza”. Ni en la formulación ni en la variable aparece el contenido concreto del imperativo –es decir, cuál es la máxima que ha de convertirse en ley universal–, de ahí que pueda hablarse, juntando ambas, del enunciado abstracto del imperativo categórico.
Examinando de cerca los términos en que se expresa, ha de decirse que son tres los conceptos fundamentales que lo determinan: la máxima, la voluntad y la naturaleza. Tanto en la primera formulación como en su variable, el imperativo obra está vinculado a una máxima, la cual, como se sabe, es un principio subjetivo. Ahora bien, no habría imperativo categórico si la máxima estuviese “inficionada” de la “influencia de lo contingente” o “injertada” en una “naturaleza” que pudiese ser calificada de “empírica”. El imperativo categórico será tal solo si la máxima puede mutarse en “norma universal”, pero no, desde luego, en una norma apta para la “naturaleza” lato sensu, esto es, para la totalidad de las cosas físicas, sino para una “naturaleza” en sentido “restringido” o “específico”: la naturaleza racional. Consiguientemente, el imperativo categórico consiste en liberar a la máxima de su componente de subjetividad y, de este modo, convertirla en ley universal del ser racional o, lo que es lo mismo, de una “naturaleza” tomada en su sentido de “esencia” humana.
Ahora bien, para que la máxima se convierta en ley universal ha de intervenir la voluntad y, más específicamente, la “buena voluntad”, esto es, el querer que todos los seres racionales, comenzando por el sujeto agente que acata la ley, se comporten así. Una convicción ha de presidir este querer libre de toda contingencia subjetiva: la de que todos los seres racionales, al disponer de idéntica razón práctica, deben querer, por la actuación de la buena voluntad, exactamente lo mismo20.
Pero el concepto de “naturaleza” que figura, como aspecto inédito, en la variable, ofrece más problemas que su formulación matricial. En efecto, Kant deja sentado que “la universalidad de la ley por la cual suceden efectos constituye lo que se llama naturaleza en su más amplio sentido (según la forma); esto es, la existencia de las cosas, en cuanto está determinada por leyes universales” (FMC, p. 107; Ak IV, núm. 421). Se trata de la naturaleza concebida lato sensu como la totalidad de las cosas físicas y, en ella, prima como rasgo esencial una universalidad nomológica agrupada en torno a la relación necesaria entre causa-efecto. No resulta extraño, entonces, que pueda afirmarse que la variante de la primera formulación, al fundamentarse en las leyes universales de la naturaleza física, sintonice más con el determinismo newtoniano que con la libertad propugnada por Rousseau.
La máxima es un principio práctico y, en cuanto tal, solamente puede atribuirse a seres racionales, pero no es un principio puramente racional, sino que está mezclado de subjetividad. En las máximas se trata, entonces, de principios subjetivos (“máximas materiales”) que reflejan la manera (o “materia”) en que los seres humanos se comportan realmente, mas no la “forma” en que los seres humanos deberían comportarse. Ahora bien, la máxima se torna en principio objetivo (“máxima formal”) cuando, desembarazada de sus elementos subjetivos, se afirma que el hombre debe comportarse como lo que realmente es (un agente racional) y cuando se quiere que, mediante la intervención de la buena voluntad, todos los seres humanos se comporten de acuerdo a un principio práctico así estatuido. Se actúe o no conforme a él, dicho principio es siempre objetivo, ya que el “deber ser” queda universalizado como “máxima” coincidente con el imperativo categórico. Consiguientemente, desaparece todo signo contradictorio cuando Kant, en la primera formulación del imperativo categórico, emplea, como términos cruciales, los de “máxima” y “voluntad”.
La variable de la primera formulación, referida a una ley de la naturaleza y no de la libertad, ha de presuponer, para ser correctamente interpretada, que existe una analogía entre la ley universal de la naturaleza y la ley universal de la moralidad (Paton, 2005, pp. 157-164). Dicha analogía permite aseverar que las máximas deben ser consideradas como si fueran leyes de la naturaleza lato sensu y, por lo mismo, dotadas de un propósito invariable. Así, pues, la teleología de la naturaleza física es trasladada por Kant a la de la naturaleza humana mediante una suerte de simetría que, en principio, parece paradójica: la existente entre la necesidad y la libertad, entre un reino natural y un “reino de los fines” cuyo factor determinante, como se verá después, es la autonomía. No se trata en la primera formulación de vincular la voluntad a una ley proveniente de algún medio o fin distintos a la voluntad misma. De ser así, no podría hablarse de la autonomía de la voluntad, y dicha ley vinculante sería tan solo un imperativo hipotético incapaz de generar, mediante su cumplimiento, valor moral alguno. Por el contrario, el ser humano solamente podrá ser calificado de bueno si actúa movido por un principio impersonal –y, en este sentido, similar a las leyes de la naturaleza– que necesariamente tiene que ser válido para todos los otros seres humanos.
La fórmula de la denominada “ley de la naturaleza” exige, sin embargo, en aras de su comprensión, ser ubicada en un espacio gnoseológico más amplio. En la filosofía kantiana el mundo sensible es el mundo de lo fenoménico, esto es, de “lo que aparece ante los sentidos”, mientras el mundo inteligible es el de la “cosa en sí”. Ahora bien, como sin la puesta en marcha de la red sensorial no hay conocimiento, ha de afirmarse que el mundo inteligible solamente puede ser pensado, pero no conocido. El método introspectivo, propio del racionalismo, no emplea los sentidos externos; está constituido, antes bien, por una experiencia o “sentido interno” que conoce el mundo del yo tal como este se “aparece”. Claro está que en la introspección se sigue siendo parte del mundo sensible, pero si se asume que detrás de lo presentado por ella ha de existir un “yo” en sí mismo, entonces se reconoce que se es capaz de una actividad separada de la experiencia sensorial y que se pertenece ontológicamente al mundo inteligible. También aquí puede afirmarse, como en Platón, que el ser humano es un habitante de dos mundos: el del entendimiento, vinculado a las experiencias de los sentidos externos y del sentido interno; y el de la razón, que consiste, más bien, en una actividad pura separada de los susodichos sentidos. Merced a la espontaneidad de la razón –es decir, a su independencia frente al mundo sensible–, el hombre se concibe a sí mismo como perteneciendo al mundo inteligible, pero, contemplado introspectivamente mediante el sentido interno, se ve como miembro del reino natural. De todo ello se deduce que si el hombre fuera tan solo razón, o si fuera tan solo sentidos, no podría definirse como participando en ambos mundos. Puesto, empero, que es un ser racional finito, puede “verse” desde ambas perspectivas.
Aplicada a la razón pura práctica, esta teoría kantiana del conocimiento ha de implicar lo siguiente: si yo me pienso como formando parte del mundo inteligible, tengo también que concebir mi voluntad como exenta de determinación por causas ligadas a la naturaleza lato sensu, y sujetarme, más bien, a leyes, que tienen su fundamento en la sola razón. Dicha sujeción, en tanto promotora de acciones causales, no podrá ser comprendida sin interpretarla como necesariamente vinculada a la libertad frente a la parte sensible. Si no se presupone esta libertad, si el ser humano es esclavo de su componente material, no podría existir ningún principio práctico autónomo y, por consiguiente, tampoco un imperativo categórico.
En Kant el concepto de libertad es una idea de la razón, mientras que el concepto de necesidad natural, expresado en la relación causa-efecto, es una categoría del entendimiento, imprescindible para conocer la naturaleza física. Ambos conceptos, incompatibles entre sí, constituyen una de las antinomias kantianas, puesto que toda acción humana es libre y también, al mismo tiempo, no puede evadirse de las leyes de causa-efecto que imperan en el mundo sensible. Cabría, en esta coyuntura, una posición dilemática: o se demuestra que entre libertad-necesidad no existe contradicción, o se abandona el concepto de libertad a favor del concepto de necesidad natural, el cual –como reconoció H. J. Paton– “tiene al menos la ventaja de estar confirmado en la experiencia”. La “dialéctica natural” entablada entre el mundo sensible y el inteligible, entre la subjetividad de lo que implica en el ser humano la naturaleza lato sensu y la objetividad de su naturaleza stricto sensu –dialéctica que puede ser registrada por la “razón humana vulgar”–, es la misma que impele a esta última a “pedir ayuda a la filosofía” (FMC, p. 85; Ak IV, núm. 405) para que, sin recurrir a ejemplos empíricos, establezca que el verdadero “original” de la ley moral reside en una razón independiente de todo fenómeno y no en una “física”, sino en una “metafísica de las costumbres” (FMC, pp. 85, 89-90, 63; Ak IV, núms. 405, 408-409, 389).
Salir de la situación aporética planteada por la referida “dialéctica natural” entre ambos mundos exige la combinación de los conceptos de libertad y necesidad. El ser humano no puede concebirse libre y a la vez determinado en el mismo sentido y en la misma relación, o, lo que es equivalente, a él no se le pueden aplicar del mismo modo las leyes del mundo sensible (el hombre es “fenómeno”) y las leyes del mundo inteligible (el hombre es “cosa en sí”). Como parte del mundo sensible, no es responsable de sus deseos e inclinaciones, pero sí lo es si cede a su dominio en detrimento de la ley moral. El problema (irresuelto) de fondo radica, sin duda, en que, por el antagonismo entre naturaleza y libertad (Colón, 2006, p. 99), no puede explicarse por la razón el hecho de que la razón pura pueda ser práctica, es decir, mostrarse libre en las acciones. La libertad es una idea y, al serlo, no puede ser explicada racionalmente, ya que dicha explicación atañe solamente a todo lo que está regido por la naturaleza sensible, y a una acción libre no se le puede fijar una causa necesaria (Paton, 2005, pp. 250-255).
Al considerarse éticamente meritorio que la voluntad humana, de por sí imperfecta, se identifique con la perentoria necesidad de las leyes naturales, se vislumbra, en opinión de Manuel Garrido (2005a), una de las más ambiciosas concepciones kantianas: “La idea de que la capacidad decisoria de nuestra libre voluntad moral tiene tanto poder como la causalidad natural en la determinación del curso del mundo” (p. 40). Dicha idea coincide con la “buena voluntad”, esto es, con la “intención de obrar por puro deber”, intención que no podría efectuarse sin recurrir a un “querer libre”. Como este último no puede atribuirse a una naturaleza interpretada lato sensu, queda en claro el como si analógico entre el comportamiento humano y la actuación del mundo natural.
El testimonio más elocuente de que el ser humano no puede ser conceptuado como enteramente racional es la máxima, es decir, el principio subjetivo del querer, el cual demuestra que la razón no ejerce un dominio pleno sobre la facultad de desear. Aun cuando resulta fácil, desde una perspectiva teórica, definir como “objetivo” el principio práctico de la razón pura, en la práctica no puede encontrarse una acción que reivindique totalmente para sí el cumplimiento de dicho principio. En efecto, la máxima es el principio según el cual los seres humanos obran, pero no puede constituirse en ley práctica, esto es, en el principio según el cual los seres humanos deben obrar (FMC, p. 106; Ak IV, núm. 421), a no ser que quede eximida por completo de sus adyacencias subjetivas. De ello ha de deducirse que solo las acciones concordantes exhaustivamente con el principio objetivo pueden ser calificadas de moralmente valiosas.
La conversión de las máximas materiales en normas universales no parece deberse a una estrategia deductiva llevada a cabo a partir del imperativo categórico. Este, más bien, actuaría –al igual que sucedía con la “primera verdad” cartesiana– de paradigma que mide la aproximación o eventual concordancia entre él y las máximas subjetivas. Al tratarse, en último término, de convertir la denominada “razón práctica ordinaria” en razón práctica pura, ha de ser la filosofía la responsable de guiar el cambio. Resulta comprensible, en consecuencia, que John Rawls (2001) afirmase que la primera formulación del imperativo categórico coloca focalmente al hombre como sujeto agente que, mediante la conversión del principio subjetivo en imperativo categórico, acata libre y racionalmente la ley (pp. 43-44).
En el primer enunciado hay una suerte de identificación con la necesidad de las leyes naturales y, derivada de ello, una equiparación del poder de la voluntad humana con el de la causalidad natural. Pero el carácter nomológico de la naturaleza, que en el empirista Hume admitía excepciones y contradicciones, se manifiesta en el imperativo categórico (“ley de todas las leyes”) con una necesidad irrestricta que no tolera contradicción. Se afirma en Die Religion innerhalb der Grenzen der blossen Vernunft (1793): “Aun cuando jamás hubiera existido un solo hombre que haya obedecido de un modo incondicional esta ley, la necesidad objetiva de hacerlo no disminuye por eso ni deja de ser evidente de suyo” (Ak VI, p. 62).