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1 Lealtad geográfica
ОглавлениеUn factor muy importante para determinar en qué facción se luchaba era la zona donde estaba la familia. La gente quería estar junto a sus seres queridos y ello era uno de los aspectos determinantes a la hora de pasarse o no al otro bando. Si sus allegados estaban en el lado donde le había tocado luchar, aunque no coincidiera con sus ideas, si es que estas existían, uno se quedaba allí. En primer lugar porque, enseguida, ambos bandos castigaban a la familia del desertor obligando a que otro miembro masculino (al final también femenino entre los republicanos) del clan, aunque fuera de edad avanzada, pasara a ingresar en las filas del ejército correspondiente y normalmente en trabajos o puestos duros, peligrosos y pesados. No fue la primera vez que ocurrió: en la guerra civil rusa de 1917 a 1922 tal estrategia ya se puso en práctica.
Lo que se ha denominado «lealtad geográfica» consistió en que, aunque no se estuviera de acuerdo con la ideología del bando donde a uno le había tocado, salvo algunas excepciones, se aceptó la situación y se intentó sobrevivir. Los izquierdistas se hacían de Falange para que no les pasara nada y viceversa (lo que se denominaba rojos o azules geográficos). En el lado opuesto, a los de derechas les llamaban rábanos, porque eran rojos por fuera y blancos por dentro.
En otros casos, por ser muy notoria la ideología contraria al bando que dominaba ese lugar, por «haberse significado», uno no tenía más remedio que esconderse o huir al otro lado. Pero salvo excepciones, la gente se alineó con el que triunfó allí donde vivía porque, en primer lugar, ante la dificultad de camuflarse o disimular, lo normal era ser asesinado. Ambos bandos cometieron crímenes, como reconoce Francisco Avellaneda, un almeriense de la quinta del 30 que se presenta voluntario para elegir destino y cobrar la paga:
… después de estar en Jaén 8 o 10 días nos trasladaron a Ciudad Real también en otro Convento de Monjas íbamos de Convento en Convento, aquel Convento de Ciudad Real sí que estaba habitado pero las Monjas ya se habían marchado por que corrían muy malos tiempos para ellas, las perseguían mucho por que en aquellos momentos de los primeros meses de Guerra al que cogían no los sometían a Juicio los cogían y los mataban por que eran muy enemigos del régimen, y por otra parte ellos hacían lo mismo o si cabe peor con Nosotros en la Zona que ellos dominaban, aquello era horroroso tratándose de españoles que éramos todos, pero las guerras civiles son así de crueles.1
En una página web podemos leer sobre la zona de Valsaín:
Nadie duda que los hermanos Isabel Rosendo fueron una familia muy unida antes y después de la Guerra. No obstante, igual que sucedió con otros muchos hermanos, unos se vieron obligados a combatir en «zona roja» y otros en «zona nacional» […] A veces la añoranza de los seres queridos era más fuerte que los riesgos acechantes: Eusebio Martín Herrero, al igual que otros vecinos del pueblo dispersos por la sierra, aguardaba la llegada de la noche para atravesar las líneas del adversario y pasar unas horas junto a su familia.2
Otros no se atrevían a pasarse y a unos terceros les repugnaban ambos bandos por igual. El escritor francés Antoine de Saint Exupéry llegó a Barcelona como periodista del L’Intransigeant en agosto de 1936 y a Madrid en 1937 con Paris-Soir. En su libro Un sentido de la vida cuenta que en Carabanchel estaban a cuarenta metros del enemigo: «La guerra es absurda. No obstante hay que elegir un bando. “Iban engañados, o bien iban engañados los de enfrente”, me dirán ustedes. Pero yo me rio aquí de los políticos, de los logreros y de los teóricos de salón de uno u otro bando».
El investigador Claudio Hernández cita un caso:
El «camisa vieja» [falangista de antes del 18 de julio, cuando mucha gente se afilió para estar seguro] Cecilio Cirre se encontraba en zona «roja» al inicio de la contienda y hubo de combatir a las órdenes de la República. Miquel, a pesar de ser un «hombre de orden» formó parte del ejército republicano al encontrarse en Cataluña el 18 de julio de 1936. José, sargento [nacional] en el frente de Asturias, confiesa no haber tenido problemas con «dos chicos de izquierdas» que tenía en su unidad: «Yo sabía que pensaban de otra forma […] y el resto de compañeros no les decía nada. Al final luchaban como el que más». Lo que en un primer momento pudo ser un accidente de ubicación geográfica, luego pudo crear lealtades duraderas. No podemos descartar, por ejemplo, que muchos individuos inicialmente simpatizantes con la causa republicana cambiaran estas simpatías tras luchar a las órdenes del bando sublevado. Una identificación que se había ido gestando debido a algo a lo que Seidman no presta excesiva atención: la existencia de unos sentimientos colectivos trenzados entre los combatientes durante la guerra.3
La psicología social explica muy bien estos comportamientos. Para sobrevivir donde te había tocado, lo mejor era tener un carnet de alguna organización de las que dominaban esa zona (Falange o Requeté en la rebelde; CNT, UGT, PSOE o PCE en la gubernamental). Con el tiempo los carnets se desvirtuaron y se consideraban de pata negra los que eran anteriores al 18 de julio. Por ejemplo, en la provincia de Soria, los falangistas pasaron de siete miembros —estudiantes afiliados en Madrid, pues allí ni había sede de Falange— a varios miles.
Ignacio Yarza Hinojosa, un joven catalán, requeté, nos relata sus peripecias:
Yo trabajaba en un taller de carpintería […] se me hizo saber que si no tenía carnet sindical, no podía seguir en el taller. En esos momentos, el único documento válido para poder circular, era el carnet de la CNT o de la UGT. Los más poderosos eran los anarquistas. […] Juan Garrigós, Dios se lo pague, se ofreció a responder por mí, a pesar de mis pocas simpatías por ese sindicato y, menos aún, por el partido que representa. Me acompañó y sin más complicaciones, me extendieron el correspondiente carnet de la UGT. […] A primeros de 1937, Pere Ral nos comunica que el taller será incautado de inmediato. Si queremos seguir trabajando, no tenemos otra solución que afiliarnos a la CNT. Juan Garrigós no está de acuerdo con la incautación, ni con el sistema seguido para llevarse a cabo, ni mucho menos que tenga la obligación de afiliarse a la CNT. Pere Ral le recuerda que todo el ramo de la madera está controlado por la CNT y que esta no proporciona trabajo más que a sus afiliados. La única posibilidad de trabajo son los talleres confederales que pertenecen a la CNT. Finalmente Garrigós se da por vencido. ¡Qué remedio! Nos vamos al sindicato que está en la calle Blay, de Pueblo Seco. Subimos al primer piso y nos encontramos con Ventura, antiguo peón de una pequeña carpintería cercana a la nuestra, Sadurní, su dueño ya se quedó sin taller antes que nosotros. Ventura, pistolón en bandolera e ínfulas de mando, ya tiene preparados nuestros carnets y los boletos para los nuevos talleres.4
Pedro Corral, en su libro Desertores, cita el caso de Agustín Castro, cuyo padre, militar, estaba preso en Madrid, él movilizado en la sierra en el ejército republicano, un hermano en África con los franquistas, otro desaparecido y la novia en Córdoba. Muere su padre en la cárcel y deniegan la pensión a su madre. Acaba desertando.5
Algunos se adaptaron enseguida: «Un hermano de mi madre había sido alcalde socialista de la ciudad cordobesa de Lucena durante los años de la República, pero abandonó el cargo y la militancia socialista a finales de 1934. En los años de la guerra volvió a aparecer como falangista e inició una cierta carrera política…».6
Según el historiador Francisco Leira, los afiliados por interés solían ser los más sanguinarios:
Además se tiene que remarcar la existencia de desafectos en estas unidades. Se hace referencia a los conocidos en la memoria colectiva como «chaqueteros». Se trataba de individuos que pertenecían a organizaciones de izquierda, comunistas y especialmente anarquistas, que se alistaron de manera voluntaria en las milicias [de Falange] tanto de segunda fila, como en las dirigidas al frente. La supervivencia ante posibles represalias políticas es la principal explicación ante este cambio de afiliación.
La memoria de las víctimas destaca negativamente esta figura, debido a que en algunos casos participaron como agentes activos en este escenario de violencia. Como afirmaban dos hermanos movilizados por el ejército sublevado en una entrevista realizada en 1988: «eses eran os peores porque para que non os descubriran mataban os outros» [esos eran los peores porque para que no los descubrieran mataban a los otros]. Por eso, se mantiene como hipótesis que algunos individuos que se alistaron a las milicias de falange lo hicieron porque suponía una oportunidad de matar, tanto por cuestiones personales como políticas. El golpe modificó los límites éticos de las relaciones sociales, haciendo que algunos individuos optaran por enrolarse en las milicias para solucionar de una forma violenta un enfrentamiento personal, familiar, local, económico, etc. […] El 10 de diciembre de 1936 el E. M. de las Fuerzas Militares de Asturias expresaba su preocupación por el alto número de desertores al bando enemigo por parte de miembros de las milicias de Falange.7
Leira también comenta que muchos izquierdistas en zona rebelde utilizaban el Ejército como una tabla de salvación pues allí, siguiendo la filosofía legionaria, si cumplías, no les importaba tu pasado:
El ejército, desde los primeros momentos del golpe de estado, desarrolló una política de integración de individuos contrarios ideológicamente con el objetivo de obtener el mayor número de efectivos militares posibles. Por lo tanto, incorporarse en el ejército empezó a considerarse como una forma de sortear una presumible represión política, porque pensaban que existía una mayor posibilidad de conservar la vida dirigiéndose hacia el frente que continuar huidos en la retaguardia. Estos hechos permanecen en la memoria de algunos excombatientes, como recuerda un huido en la zona de Asturias al que le aconsejaron que se presentase para no sufrir represalias. En otra entrevista, un movilizado que estuvo cuatro meses escapado, perseguido y denunciado por las milicias de Falange, afirmaba que le llegó a pedir al sargento que lo enviase al frente porque en retaguardia «non me van deixar en paz».8
Leira presenta una interesante diferencia entre el franquismo, el nazismo y el fascismo: «El golpe de estado de 1936, a diferencia del resto de pronunciamientos militares desarrollados en España, genera una movilización ciudadana en contra y a favor del gobierno republicano».9 En cualquier caso, los voluntarios, en ambos bandos, parece ser que no superaron el 10% del total de efectivos, lo que contradice la visión idílica del pueblo en lucha que se ha tratado de transmitir.
Algunos llegaban al extremo de tener varios carnets, como el caso que cita Seidman de «un chófer que fue expulsado del sindicato de transporte de la CNT por pertenecer a cuatro partidos políticos».10
Otro caso de lealtad geográfica fue el de Vicente Serrano, seminarista en Madrid el 18 de julio. Cuenta cómo el día 20, al ir a misa, tuvo que entrar por la puerta trasera. Tras terminar la celebración la iglesia fue quemada y los dominicos de ese convento asesinados. Su seminario fue asaltado y se escondió en casa de sus padres:
… su familia le recomendó que se alistara al ejército, que de lo contrario, llamaría mucho la atención. Y eso fue lo que hizo. Acudió al Cuartel de la Montaña, ya en poder de la República y fue destinado a la Oficina de Organización: «No me lo podía creer. Solo tenía 18 años en 1936 y me encargaron coordinar todo lo referente a los reclutas». […] Pasados unos meses y tras la estabilización del frente de Madrid, Vicente Serrano tuvo que marcharse al frente a luchar. Por sus estudios, sus superiores le colocaron como ayudante del Comisario Político, por lo que personalmente «no tuve que pegar un solo tiro en el frente. Estaba en la 68.ª División que participó más adelante en la batalla de Teruel» recordaba.11