Читать книгу Tierra de nadie - Fernando Ballano - Страница 21
5 Paellas y partidos de fútbol
ОглавлениеLo de «hacer una paella» se utilizaba muchas veces de forma genérica para designar cualquier tipo de reunión de soldados de ambos bandos, pero en otras ocasiones sí que, en efecto, se preparaba dicho plato. Los rancheros, como se denominaba a los cocineros de ambos lados, pues la comida militar recibía el nombre de rancho, solían preparar los guisos en grandes sartenes polivalentes parecidas a las paellas —sartén en valenciano—, o paelleras, pero mucho más profundas, que también servían para cocer cualquier cosa. En Aragón, una unidad anarquista tenía una gigantesca con dieciocho asas para ser transportada por otras tantas personas.
Pedro Corral, en una entrevista con motivo de la publicación de su novela La ciudad de la arena, sobre los últimos días del frente de Madrid, comenta:
«Hacer una paella» era la expresión usada para hablar de los episodios de confraternización entre los dos bandos y está documentado que sucedía con cierta frecuencia. El problema para los mandos era que sus soldados no odiaban al enemigo. La guerra no era el destino elegido por casi ninguno de esos hombres y lo último en lo que pensaban era en disparar.1
El cántabro Valeriano Ruiz Meruelo, por su parte, cuenta un caso relacionado con un partido de fútbol:
A Valeriano le llegó la noticia del final de la contienda en Albolote, un pueblo cercano a Granada, donde ocuparon Las Pedrizas, una sierra muy rocosa. Allí sucedió uno de los hechos más curiosos de su guerra y que recuerda con una sonrisa: un día, desde la trinchera ocupada por los rojos, les ofrecieron jugar un partido de fútbol. «Los comisarios políticos republicanos y mis sargentos primero se reunieron sin armas, en una zona neutral. El primer tiempo lo pitó un alférez nuestro y el segundo lo arbitró un comisario político. Terminó el partido 0-0 o 1-1, no lo recuerdo bien, lo mejor que podía ocurrir. Cuando nos despedimos alguien dijo: “Vamos señores, esto se ha acabado, ahora el que asome la cabeza se la volamos”».2
Hasta el mismo Zugazagoitia, ministro de Gobernación con Negrín, reconoce la existencia de tal encuentro y habla del peculiar colegiado: «Cuentan que en determinado frente, el comisario político de la unidad arbitró un partido de fútbol reñido por fascistas y republicanos en terreno de nadie».3
Líster se quejaba de que en el frente de Aragón «los jefes anarquistas preferían jugar partidos de fútbol con el enemigo más que atacarle».4 Según Seidman,
… los republicanos permitían que los fascistas realizaran ejercicios gimnásticos abiertamente, una clara violación de las reglas de la guerra de trincheras donde se supone que los francotiradores, ametralladores y servidores de morteros y soldados normales con granadas de mano deben abrir fuego a cualquier cosa que se mueva.5
El general republicano Rojo también lo comenta en uno de sus libros:
Una quietud impropia de la guerra dominaba en aquel sector que conducía a nuestros principales nudos de comunicaciones y no podrá sorprenderse el lector, después de lo dicho, que alguna vez el ocio de las armas fuese reemplazado por la actividad futbolística de los adversarios, sin perjuicio de volver a batirse como fieras al día siguiente del encuentro deportivo «amistoso».6
Uriel, cuando se incorpora al frente como médico tras haber estado preso en Zaragoza, viaja en autobús con un grupo de soldados que iban a casa de permiso:
Allá en el fondo del coche, un grupo de soldados se dirigían a sus aldeas para disfrutar de algún permiso. Hablaban muy ruidosamente, y yo me dispuse a escucharles porque su charla podía ser instructiva para un novato como yo. Uno de ellos contaba que había jugado un partido de fútbol que se celebró en el sector de Barbastro entre soldados de ambos bandos: Nos ganaron, pero luego, al volver cada equipo a sus posiciones, se organizó una ensalada de tiros; a eso les ganamos siempre.7
En la zona de Buitrago los republicanos fortificaron bien el área para proteger los manantiales y pantanos de agua que aprovisionaban Madrid. Se denominó al lugar «frente del agua». Los del otro lado también establecieron sus posiciones. Los republicanos estaban bien protegidos y los otros no se iban a lanzar a un ataque sin sentido. Se trataba de vivir y dejar vivir. En un artículo de Rafael Fraguas podemos leer:
Juan Acosta, un nonagenario de la zona de Buitrago que combatió desde estos mismos fortines, dejó escrito que, pese a las crueldades de la guerra civil, un enclave cercano, denominado La Peña del Alemán, fue escenario de un partido de fútbol entre combatientes de ambos bandos, cada uno de los cuales aportó un árbitro para cada tiempo del encuentro.8
Natalia Junquera entrevistó a un grupo de alpinos (soldados de montaña) republicanos:
«Organizábamos encuentros con el enemigo. Ellos tenían tabaco de Canarias, y nosotros, papel de fumar de la fábrica de Alcoy, así que nos lo intercambiábamos. Incluso organizamos un partido de fútbol…», cuenta José Iturzaeta, de 90 años. Le interrumpe Piter. «¡Ese partido lo organicé yo! Bajé a hablar con ellos [los nacionales] a La Granja y, cuando volví, el mando me quería fusilar por confraternizar con el enemigo. Ya habían escrito mi condena de muerte. Al final me libré porque otro mando intercedió…» […] No utilizan apenas la palabra «enemigo». Eran apenas unos niños. Enrique tenía 16 años cuando le dieron un arma para defender un país en guerra. José, 17. Por eso, Piter pretendía jugar al fútbol «con los otros» para pasar el rato y Alfredo hacía bromas sobre la novia del soldado que no veía al otro lado, como si fuera un amigo del barrio.9
José Manuel Grandela, autor del interesante libro Balas de papel, relata otro partido:
Un ex combatiente de toda credibilidad, José Manuel Grandela Novo, padre del autor de estas líneas, nos ha narrado una vez más al cerrar este capítulo, el partido de fútbol que —con una pelota de trapos y cuerdas—, disputaron en un prau asturiano cercano al pueblo de Tuña (Cangas del Narcea), soldados nacionales gallegos contra milicianos asturianos fieles a la República. El hecho tuvo lugar en julio de 1937, y afortunadamente para todos, terminó en empate a dos goles. Unas horas después, los proyectiles de unos y otros volvían a segar la hierba. España y los españoles somos así…10
El mismo autor nos deleita con el contenido de una conversación de un soldado nacional con la trinchera republicana, redactada por un responsable de la 11.ª BM en Guadarrama:
¿Dónde está mi paisano José? ¿Sabes si ha tenido carta de su novia? Yo he tenido de la mía. Nuestra correspondencia, según de dónde viene así tarda; generalmente unos tres días. Mañana nos traerán una botella de coñac; si quieres, ya lo sabes; te puedes venir sin miedo, que aquí te recibiremos como a un hermano y si quieres un bocadillo, también lo tenemos, chorizo extremeño y jamón; así que ya lo sabes, no pierdas la ocasión.11
A veces, el problema de los partidos de fútbol eran los espectadores. Detrás del Clínico estaba el Asilo de Santa Cristina y un descampado donde los legionarios jugaban al balompié. Los corners eran muy peligrosos, no para el portero, sino para el que los lanzaba, porque esa esquina estaba batida por los republicanos, que a veces le disparaban.12
Además de hacer paellas, o jugar partidos, a veces también dormían juntos. Cuando uno está cansado no está para guerras. En la revista republicana Estampa del 30 de enero del 37 leemos:
Un día de operaciones en el sector de la carretera de la Coruña. Fragor y confusión de la lucha que caracteriza la guerra en torno a Madrid. En uno de los pueblos se ha bregado toda la jornada y se han curtido a tiros, sin conquistarlo como posición, los leales y los fascistas. Al terminar el día se ha establecido una tregua tácita. Son muchos los que buscan dónde acomodar los huesos y dormir. En una de las casas encuentran «acomodo» tres milicianos de uno de los batallones. Apenas han logrado la horizontal, y antes de dormirse, ven, con el consiguiente desagrado, que penetran tres moros y se tumban también a tratar de dormir. Perplejidad. Pero hacen su entrada tres o cuatro bravos de la Brigada Internacional. Ahora es cuando se va a dar su merecido a los rifeños. Mas resulta que, al lado de donde van a acomodarse los internacionales, hay en la penumbra un pequeño grupo de soldados, ingenieros facciosos. Todos y cada uno acaban por darse cuenta de la situación. Se hace que se duerme, se vigila; la noche resulta larga, y de mañana nadie se decide a tomar la iniciativa de levantarse. Pero alguien lo tiene que hacer, y son, más decididos, los tres milicianos, que se incorporan y se yerguen. ¿Va a sobrevenir el tumulto sangriento? No; todos imitan a los milicianos y se salen de la casa con premura y por distintas salidas. Ciertamente era una situación enojosa…
Un sacerdote nacionalista vasco, José María Arizmendiarrieta, cuenta:
El 24 de diciembre ambos bandos declararon una breve tregua y todos los combatientes se reunieron en las postrimerías del monte Kalamua, en tierra de nadie, entre las dos líneas de trincheras, para celebrar la Navidad. Comieron, bebieron y rieron, cantando y bailando con gran alegría. Muchos eran vecinos de valles cercanos. Unos eran gudaris y otros requetés, unos milicianos y otros militares. Unos charlaban en euskera y otros en castellano. Las filas rebeldes estaban repletas de campesinos euskaldunes de los valles guipuzcoanos y vizcaínos enrolados en las filas del requeté carlista. El 26 de diciembre decenas de estos jóvenes de un bando y de otro cayeron en una dura batalla de posiciones.13
En un pueblo de Guadalajara se juntaban con frecuencia soldados de ambos bandos para jugar a frontón y para bailar. La noticia se publicó en la prensa inglesa y francesa. Grandela nos muestra un telegrama en el que el jefe del Ejército del Norte (Dávila) escribe al jefe del Cuerpo de Ejército Marroquí (Yagüe) sobre la noticia aparecida en un periódico francés:
Le Journal del día 9, en telegrama de Perpignan, reproduce informaciones de la prensa inglesa respecto a confraternización de los combatientes de los dos campos en diversos frentes. […] Cita la misma noticia que en una aldea de Guadalajara, situada en un valle cuyos lados son ocupados, por una parte, por los Nacionales y por otra, por los rojos [quizás Abánades], los combatientes de los dos lados confraternizan del modo más absoluto, llegando a organizar entre sí partidos de pelota vasca, e incluso, bailando varias veces por semana. Me informará V.E. si en el frente que corresponde a su cuerpo de Ejército ha ocurrido alguno de los actos que se han hecho públicos en la Prensa y en todo caso ordenará V.E. a las Unidades subalternas que adopten las medidas prohibitivas para que ello suceda.14
Francisco de Armas, canario, capitán médico en Asturias, relata, a su vez, una partida de cartas:
Se han dado en ésta guerra casos que parecen fantasía andaluza. Son tan extraños, tan inverosímiles, que no los consignaríamos si no tuviéramos la seguridad de su certeza ya que quienes nos los relatan merecen todo género de garantías en seriedad y justeza. Sabíamos, y algo hemos dicho en otras crónicas, que los soldados de uno y otro bando se hablan desde las trincheras; que se cambian los periódicos saliendo para ello a terreno neutral los dos emisarios encargados de esta comisión; que se lanzan discursos, metralla espiritual, con propósito de convencerse unos a otros de la nobleza de la doctrina que defienden y que estos discursos son escuchados sin la menor interrupción. Pero el caso que vamos a relatar raya en lo realmente absurdo. Era una tarde tibia y clara; de esas en que el cuerpo desganado pide reposo y el espíritu, en consonancia con la materia, también anhela tranquilidad; la noche anterior había sido movida y en la mañana se cumplió con el noble deber de enterrar a los muertos. Desde el parapeto rojo sale una voz potente que dice: Muchachos, vamos a hacer un pacto; la tarde no está para pelear; ¿queréis que nos concedamos una tregua?
Aceptado; contesta uno de los nuestros; hoy no nos tiraremos; podremos pasear con tranquilidad por fuera de las trincheras. Bueno; replica el «rojo»; pues que salga una comisión hasta la mitad del terreno para sellar el acuerdo. Dos individuos salen de nuestra posición y van al encuentro de otros dos que ya han salido de la trinchera enemiga. Se juntan, se estrechan las manos y, después de un momento de silencio, uno pregunta: ¿Tenéis una baraja? La baraja sale del bolsillo de un «rojo» y los cuatro soldados se sientan en el suelo y se ponen a jugar a «la siete y media». A la caída de la tarde, cada pareja se encamina a su respectiva posición; y la tregua del día no será obstáculo para que por la noche se tiren como enemigos irreconciliables. […] Claro es que ya no existen por estos contornos «rojos» de «profesión»; los batallones que combatían por un «ideal», llamémoslo de alguna manera, han desaparecido en los primeros tiempos de la guerra y en el famoso «cinturón de hierro». Ahora, sólo quedan pobres muchachos imberbes llamados a filas adelantando las quintas y hombres maduros de reemplazos anteriores a quienes se obliga, bayoneta a la espalda y ametralladoras a retaguardia, a luchar por una causa que no solo no sienten sino que abominan por profesar tendencia opuesta a aquella que les fuerzan, a defender. Prueba de cuanto decimos es el constante chorreo de milicianos que diariamente se vierte sobre nuestro campo […] Para que se juzgue sobre la poca confianza que tienen los dirigentes marxistas en los hombres que ahora se hallan en sus trincheras, consignemos aquí que, hace unos días, relevaron de una de las posiciones a quinientos milicianos por haberles llegado el soplo de que, de un momento a otro se iban a pasar a nuestras filas.15