Читать книгу Tierra de nadie - Fernando Ballano - Страница 9
Prólogo
ОглавлениеHace unos cincuenta años que leo ensayos y novelas relacionados con nuestra Guerra Civil (incluso soy autor de uno de ellos y de dos novelas sobre el tema). Quiero indicar con esto que mi mirada ha dejado de ser inocente para ser crítica e incluso escéptica. Por eso acuso especialmente el deslumbramiento que me ha producido la lectura de este libro. De pronto me encuentro con una obra singular que se aparta del transitado camino de tantas otras para narrarme un aspecto de la guerra que hasta ahora solo conocía por referencias familiares, un aspecto de aquella contienda que, sin embargo, es fundamental: que casi todos los participantes se vieron implicados involuntariamente y durante aquellos tres luctuosos años no tuvieron más aspiración que escapar indemnes del mal paso y a ser posible sin perjudicar a nadie.
La historia es bien conocida. A pesar de esa tercera España más numerosa que las otras, pero tan silenciosa que pasó inadvertida, estalló una cruenta guerra civil en la que las otras dos Españas envenenadas por el odio de clase y por la propaganda buscaron venganza y procuraron exterminar al adversario. Aceptada esta triste realidad, Ballano Gonzalo tiene la virtud de «poner las cosas en razón», como quería Cervantes, otro gran entendedor de las eternas dos Españas, y nos dibuja el tapiz de mil historias de personas sencillas que padecen la locura colectiva sin participar en ella.
Pocos historiadores han reparado en que al menos la mitad de los españoles hicieron la guerra en el bando equivocado, a veces con grave peligro de sus propias vidas. A los tres días del denominado alzamiento, los sectores republicano y nacional estaban determinados. A Manuel Machado, que era el más liberal de los dos hermanos y militante de la Asociación de Amigos de la Unión Soviética, le pilló en Segovia, donde visitaba a una monja, tía de su mujer. Sabiéndose en peligro, adoptó, con la conveniente celeridad, posturas más conservadoras, incluso escribió algún soneto a Franco para demostrar su adscripción al Movimiento. Con otros ocurrió lo contrario: desterraron las sospechosas corbatas —por paradójico que parezca, el comunista Valentín González el Campesino solía usarlas— y aprendieron a levantar el puño y a cantar la Internacional en clases aceleradas.
Tengo un ejemplo en la familia. Mi padre era un sencillo campesino al que le tocó luchar en el bando de la República, pero, aplicando la lógica, pensó que, puesto que la Republica había encarcelado a su padre por el delito de ser pequeño propietario agrícola y le había confiscado las tierras, sería más lógico que combatiera junto a los rebeldes. El primer día que lo llevaron al frente, en el sector de Torrealcázar, entre Torredonjimeno y Porcuna, provincia de Jaén, aprovechó que lo habían designado como escucha (centinela nocturno en posición avanzada) para pasarse al enemigo. Caminaba bajo las estrellas en una noche sin luna cuando, a medio camino de las trincheras nacionales, por la franja de unos tres kilómetros de tierra de nadie, se cruzó con un sastre que hacia el camino contrario: se pasaba a los republicanos y lo hacía en compañía de un asno sobre el que cargaba sus escasas pertenencias, entre ellas una máquina de coser. Se saludaron a lo lejos con cierto reparo, pero poco después, unidos por el desamparo de la noche, se acercaron, al principio con las cautelas de los que se intuyen en bandos distintos. Disipados los iniciales recelos, convinieron en que era mejor aguardar a que amaneciera porque si se presentaban en sus respectivas líneas en plena noche algún centinela podía dispararles. Mientras hacían tiempo tomaron asiento bajo un olivo, trabaron conversación y juntaron meriendas. El sastre sacó una botella de moscatel y medio queso que llevaba en el serón, mi padre un chusco, un puñado de algarrobas, una lata de leche condensada y dos de sardinas. Transcurrieron unas horas de amigable charla en la que cada uno contó al otro su vida y su circunstancia. Los dos eran de parecida formación, o sea, leer y escribir y poco más, pero convinieron en que si los políticos hubieran hablado un poco más a lo mejor no habrían liado el cisco. Se despidieron tan amigos con un apretón de manos después de desearse suerte por lo que pudiera venir.
«Lo que son las cosas —recordaba mi padre—, el que iba con los rojos tenía manos suaves, de señorito, y yo que iba con los señoritos tenía las mías llenas de callos».
En su espléndido libro, Fernando Ballano confiesa que tan solo ha pretendido estudiar la Guerra Civil desde la perspectiva de los actos de confraternización, humanidad y sentido común, de todo tipo, que se dieron durante el enfrentamiento. Al lector le parecerá que el autor peca de modesto, porque el resultado es un libro sobresaliente por su estilo y por su contenido.
Señalaba Unamuno la importancia de la intrahistoria, de los aconteceres cotidianos que no merecen la atención de los periódicos, de todo aquello que está a la sombra de los grandes hitos históricos y sin embargo determina la verdadera Historia, con mayúscula. Ballano Gonzalo se aparta de la fatigada senda de los grandes personajes que hacen la historia para transitar por la más reveladora e interesante de los que, padeciendo las decisiones de los grandes hombres, con frecuencia tan mezquinas, procuran capear el temporal y salir con bien de los cataclismos históricos que aquellos desencadenan. Esta narración, a menudo tan eficaz como la más absorbente novela, nos ofrece la palpitante intrahistoria de la Guerra Civil, basada en recuerdos de los protagonistas, pero lo hace con el necesario sentido crítico, conociendo que a menudo la memoria no es del todo fiable y que hay que contrastarla siempre con los datos objetivos que la historia nos ofrece.
No retendré la atención del lector ni una línea más: pase página y disfrute de este libro asombroso.
JUAN ESLAVA GALÁN