Читать книгу #QuedateEnCasa. Relatos en pandemia - Florencia Agrasar - Страница 10
La traductora y el cazador Marimé Arancet Ruda
ОглавлениеUne belle histoire / Michel Fugain
Uno venía del oeste y otra del este del Aconcagua, que iba a ser el dios tutelar de sus caminos. Uno, pescador submarino profesional; la otra, especialista en lenguas eslavas. Los cerros, el horizonte y la mar habían moldeado los hábitos de Luis, caminante, nadador y devoto de la luz del agua. Los alfabetos diversos, las inflexiones variadas y los descubrimientos de la poesía habían formado los ojos, los oídos y la boca de Natalia, con su habilidad para descifrar lo dicho y lo no dicho y para encontrar la melodía de las lenguas.
La caza del pulpo era su punto fuerte. Tenía un secreto para que la presa se desprendiera de la piedra sin tener que ejercer mayor violencia; la circundaba varias veces, sin asustarla; se iba y volvía, si era necesario; después, ejercía una sucesión de toques, muy suaves; cuando lograba que alguno de los tentáculos al fin se aflojara, ya en medio de cierta confianza, entonces sí: usaba la herramienta –como un palo, fuerte– para enganchar el pulpo y arrebatarlo, pero no dejaba de hacerlo con suavidad, sentía auténtico cariño por esas criaturas. La traducción literaria y de documentos le ofrecía un amplio abanico de mundos posibles sin viajar; ni siquiera necesitaba moverse de su escritorio, pegado a la ventana. Allí trabajaba cada día hasta las seis de la tarde. Un libro abría un universo, un documento tendía un puente. Sobre todo, le fascinaba cuando podía dedicarse extensamente a traficar poesía de un idioma a otro. La cautivaba el ruso elegante, entre sufrido y despechado, de Anna Ajmátova tanto como el polaco mordaz, de apariencia tersa, de Wislawa Szymborska. Cuando traducía poesía le ocurría algo extraño para otros: sentía que desde su propio aparato fonador articulaba lo que estas poetas habían plasmado. No era la mente sola ni el saber gramatical acumulado quienes operaban, era su cuerpo mismo el que se plegaba a las palabras, como en un acto de amor.
Luis y Natalia pertenecían a mundos completamente diferentes. Por eso el Gran Artífice, que se complace en combinar lo diverso y en acercar lo distante, encontró en ellos los ingredientes perfectos para que el Verbo de su voluntad fluyera, vivo.
Un otoño hubo en la ciudad de Mendoza un Congreso Internacional de Lingüística de la Traducción, en simultáneo a una Feria Latinoamericana de Pescadores Artesanales. Mendoza es una ciudad suficientemente grande y rica, lo que hace que haya buena infraestructura con costos en general menores. Mendoza otoñal, naranja, amarilla y celeste, era el marco inmejorable para que el sortilegio aconteciera. Natalia y Luis se alojaron en el mismo hotel, el Carlos V. Habitaciones 102 y 202, respectivamente. Uno sobre el otro. Debido al horario de inscripción y de apertura del día inaugural, muy temprano, llegaron con sus implementos dispares la noche previa a sendos eventos. No sabían todavía cuánto más quedaría inaugurado allí, junto a los Andes. En el salón comedor se cruzaron por primera vez; como los tres días subsiguientes, siempre a las siete en punto. Era en el último piso. Nadie más subía hasta casi las ocho. Se sirvieron café negro, pusieron pan integral a tostar, buscaron manteca y miel, llenaron sus vasos con jugo de naranja y eligieron una manzana verde, casi al unísono y sin darse cuenta. Cada uno iba avanzando a un lado de la mesa del servicio, al cabo de la cual se toparon con bandejas de desayuno idénticas. Las miraron, se miraron y una risa sorprendida y conjunta resonó en el salón.
—¿Nos sentamos en esa mesa, la soleada? —lanzó su invitación Luis, como la cosa más cotidiana.
—Bueno, me encanta sentarme junto a la ventana —agregó Natalia, que era más bien tímida, con una desconocida naturalidad en esas circunstancias.
Cuánta fue la alegría, ignota hasta entonces, de los días que siguieron. Las reuniones profesionales terminaron puntualmente; pero no los encuentros. Es que el Artífice los había reunido. Por mucho que se resistieran sus mundos, marcados por el solitario ensimismamiento del caracol, estaban siendo pensados, definitivamente ya, como unidad. Al cabo de haber experimentado las profundidades marítimas en las letras y las inflexiones sonoras de las alturas y las honduras en par nunca más podrían estar completos. Batallando, se hicieron cargo de su luz, dolorosa, inexorable y hermosamente hundidos en el cielo de Mendoza. §