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Manos ásperas Mabel Fuzzi

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Bariloche / Miro y su Fabulosa Orquesta de Juguete

Empieza a caer el sol, ya falta poco para que oscurezca. Termina para Germán otro día largo de trabajo. Contempla las últimas tallas, les sopla el polvillo, las prueba una vez más tocándolas y disfruta: ha quedado contento con el resultado. Ordena. Pone aparte las tallas que deberá pulir mañana, va guardando algunas herramientas con las que tropiezan sus manos, barre el piso del taller lleno de virutas, busca la pala que no encuentra y termina apoyando el escobillón en el rincón; deja limpio todo, cierra la ventana sobre el banco de trabajo, apaga la radio, recoge el mate y el termo y sale hacia la casa tras cerrar con llave la puerta del tallercito que se encuentra al fondo de un terreno alargado que compró hace años en la Avenida Bustillo, hacia Colonia Suiza.

Está frío. Ya empiezan a insinuarse en los árboles los colores otoñales. Espera esta época todos los años, y día tras día observa los cambios: amarillos, ocres, marrones, rojos… Se maravilla. Aspira profundo, echa la cabeza hacia atrás, estirándose, y mira el cielo. Disfruta siempre de esos dos últimos gestos antes de guardarse en la casa. La bocanada es profunda y fresca, con olor a árbol vivo; y aspira fuerte, como si quisiera sacarse de los pulmones el olor a madera que respiró todo el día en su banco de trabajo.

Y mientras mira el cielo y los árboles, por un instante le viene la imagen del río enorme y marrón desde el ventanal luminoso de un piso alto en Puerto Madero. Y luego, su hermano Manuel, que le volvió a la cabeza una y mil veces desde anoche. Se lo imagina en esa oficina de la empresa familiar, mirando ese mismo río enorme y marrón, parado junto al ventanal, como si lo viera desde atrás, desde la puerta del despacho. Y después, viene la imagen de Manuel junto al gran escritorio de cedro y nogal, agachado y agarrándose el pecho… Aunque nadie le contó cómo había sido ni dónde estaba su hermano cuando sufrió el infarto, esa es la imagen que ha estado acechándolo todo el día. El poderoso Manuel Ojeda, contemplando el río como un rey contempla su imperio, y el otro Manuel, simplemente su hermano, débil, vulnerable en medio del infarto, y luego entubado, en coma, solo, en una cama de terapia intensiva.

Le duele la distancia, no poder pasar este trance en Buenos Aires con los suyos. Piensa en Manuel. Y todavía no puede creerlo…

Se pregunta si a él le podría haber pasado lo mismo. Cuando tenía poco más de veinte años decidió negarse a seguir los planes familiares para su propia vida y se mantuvo tercamente en su posición de no estudiar ni trabajar en nada relacionado con la empresa familiar. “¡Demasiado pendejo para saber lo que te conviene!…”, le recriminó el padre. Y fue un escándalo, casi una vergüenza cuando le escucharon decir que quería trabajar la madera. ¡Estatuitas de madera en vez de puentes, rutas o complejos habitacionales y hoteleros! Todos pensaron que era un perdedor, sin ambiciones, sin proyectos.

Se pregunta qué vida tendría ahora si no se hubiera venido a Bariloche como artesano. Se imagina en un Jeep conduciendo por Libertador, de Madero a San Isidro, en vez de la Bustillo, de Bariloche a la Colonia, y llegando a una posible casa en Las Lomas, en vez de la cabaña en la que está entrando ahora, donde el aire huele rico y promete polenta con bolognesa.

—¡Buenas, buenas…! ¡Ya casi comemos! —dice Claudia sonriendo y le da un beso y lo abraza.

Y él se mira las manos callosas y heridas de astillas, que podrían haber seguido siendo delicadas, hábiles con el teclado en vez de las gubias. Y recuerda las tallas y el olor a madera que hace un rato dejó atrás, en el tallercito en el fondo del terreno.

Piensa. Pero no encuentra en qué pudo haber perdido… §

#QuedateEnCasa. Relatos en pandemia

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