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Voilà Teresa Téramo

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On ira / Zaz

Llegamos en el tren de las ocho a Marsella, la víspera del 14 de julio. Tanto Claudia como yo somos historiadores y teníamos este gusto pendiente: pasar el llamado “Día de la Patria” en suelo marsellés. Coincidía la fecha con el Festival Internacional de Cine Documental (FID), en el que actuaría como jurado, y Claudia aprovecharía esos momentos cuando me “robaría el trabajo” para visitar la plantación de lavandas, empecinada como estaba en conseguir productos L’Occitane a mejor precio y conocer de cerca esa fábrica-jardín de delicias epidérmicas.

Habíamos reservado en el hotel Beauvau, donde pasó las noches Frederic Chopin con George Sand, por una simple cuestión romántica de ocupar el lugar que inspiró al músico polaco tantos preludios y nocturnos en 1840. Al entrar, nos dimos cuenta de que nos costaría mucho identificar los rincones del pianista. El hotel estaba totalmente reciclado a nuevo y al preguntar, tratando de expresarnos en el mejor francés posible, por dónde exactamente había transitado la célebre pareja Sand-Chopin, una voz en español-mexicano nos dijo que no tenía idea. Nos sorprendimos. Pensó que nuestra sorpresa se debía al haber sido “descubiertos” en nuestra nacionalidad y añadió: “Porque se nota que ustedes son argentinos, ¿no?”. Probablemente nos habían escuchado cuchichear cuando entramos y, además, a Claudia la delataba como siempre su matera, de la que no se separaba en ningún viaje, ni siquiera transatlántico.

Al día siguiente comprobamos que ninguno de los del hotel sabía del histórico suceso amoroso que regaló al arte tantas bellas melodías: ni el conserje mexicano, ni el mozo argelino ni el barman venezolano ni la congoleña que vino a tendernos la cama a la mañana. Nadie parecía saber a qué nos referíamos.

Por suerte, nos dieron una habitación alta con orientación a la ensenada desde donde la vista podía deleitarse perfectamente con la torre de Nôtre Dame de la Garde, a la izquierda, y Le Château d’If, fortaleza edificada bajo las órdenes del rey Francisco I a principios del siglo XVI para proteger las costas francesas, a la derecha. Cuando lo vi recordé la anécdota del pobre rinoceronte indio que hizo escala allí en 1516, transportado por una nave portuguesa desde Lisboa a Roma como presente para el papa León X. Regalos originales de otra época que hoy moverían a Greenpeace y demás asociaciones defensoras de los derechos animales a una gran cibermanifestación de condena.

El cielo despejado de nuestra primera noche marsellesa y la brisa cálida del verano invitaban a dejar las valijas rápidamente y tomar un kir en alguno de los innumerables barcitos del viejo puerto. Hacia allí nos dirigimos pero, lejos de encontrarnos un café Pouchkine por la rambla, se nos aparecían cervecerías de todo tipo y típicos bistros de comida rápida, donde se ofrecía más shawarma que tatin. A falta de kir, terminamos tomando un helado en Häagen Dazs al lado del hotel. Mañana sería un nuevo día, o mejor dicho sería el gran día: 14 de julio en Marsella.

Temprano, decidimos ir hasta una de las playas en transporte público. A medida que avanzábamos se empezó a abarrotar el bus. Algunos evidentemente eran turistas, pero la mayoría parecía gente del lugar cargada de bolsos, sillas plegables y sombrillas, lo más parecido a enero en Mar del Plata. Lo curioso es que nadie hablaba francés. Gritaban turco. Nos sorprendió que el mismo chofer saludaba en la lengua de los sultanes a los que ascendían, mientras parpadeaba el cartel luminoso que colgaba del techo con la leyenda: “Bienvenue à bord!” (¡Bienvenido a bordo!). Con Claudia nos mirábamos desconcertados y tratamos de no hacer comentarios sobre nuestra sorpresa lingüística porque probablemente alguno entendiese español. Llegamos a Le David. Imposible pasarnos con semejante réplica del florentino, que nos daba la clara señal de dónde bajar como indicando playa nudista.

Nos sorprendió el contraste de la escultórica bienvenida tan ligera de ropas con los bañistas repartidos por la extensa orilla: predominaban mujeres con túnicas y burkas, otras gitanas tan vestidas como las musulmanas y muchos niños chapoteando. Me acerqué a una de ellas que solo mostraba sus ojos y el dedo gordo del pie y le pregunté por qué venía a la playa si permanecía tan tapada, a lo que me respondió: “Pour mes enfants”. Con Claudia nos miramos y pensamos si realmente seríamos capaces de hacer algo así por Elisa y Julia, a quienes habíamos dejado en lo de mi suegra. Y “Usted ¿es… siria o…?”. “¡Francesa!”, me cortó, a lo que no hice más comentarios. Claro. La globalización.

Cuando contratamos el hotel, nos queríamos asegurar la celebración y el espectáculo de los fuegos artificiales. Nos dejó contentos leer en un volante de anuncio con letras azules y rojas: “14 de julio. 22:00 horas. Juegos de luces y sonidos: espectáculo pirotécnico de treinta minutos de duración desde el Fuerte Entrecasteaux con vista al Puerto. Luces que danzan al ritmo del recuerdo del hecho emblemático de la humanidad”. Cenamos temprano y a eso de las nueve nos fuimos a la dársena a esperar. Cada vez se poblaba más de gente. A la hora señalada, comenzó a brillar el cielo con los fuegos de colores pero… ¡la música! ¿Qué les pasa a estos franceses? Lejos de escuchar Maurice Chevalier, Charles Trenet, Johnny Hallyday o Edith Piaf, las luces de artificio danzaban al compás de Coldplay, Maroon 5, Cyndi Lauper y quién sabe quiénes más en lengua inglesa, y yo que pensaba que al final iba a escuchar buen francés. Hubiese preferido hasta a Zaz. Insólito festejo patrio.

A la mañana siguiente comenzaría mi trabajo en el festival y Claudia se iría por la ruta de la lavanda hasta Valensol. Tendríamos mucho para contar al regreso.

Abrí la ventana y contemplé una vez más la bahía. Los veleros llenaban el Vieux-Port, los mástiles cintilaban bajo la implacable luz de la luna en una noche estival. El aire tibio entraba a nuestra habitación y era una mezcla curiosa: una brisa subtropical acariciando una decoración barroca, tan curiosa como esa amalgama cultural donde me sentía más francés que sus habitantes. §

#QuedateEnCasa. Relatos en pandemia

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