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Misterio chino Teresa Téramo

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A Balloon's Journey / Leslie Cheung

Chang Pu trabajaba en el Laboratorio Nacional de Bioseguridad del Instituto de Virología de Wuhan, desde 2017. Había querido ser bioquímico y luego de finalizar la escuela había invertido tres años de su vida en esa carrera hasta que desaprobó, por segunda vez consecutiva, Biología IV en la Universidad de Beijing. Como suele ocurrir en esas circunstancias, fue expulsado inmediatamente de la universidad y enviado a trabajar a un campo de plantación de ajo a la localidad de Jinxiang, en el sudoeste de la provincia de Shandong.

Después de unos años apestosos e intensos de recolección, su suerte cambió gracias al Dr. Mo Yang, primo tercero de su cuarta tía, que le ofreció el puesto de sereno en el laboratorio de Wuhan. Así Pu consiguió ver casi hecho realidad su sueño de estar codo a codo con los hombres de ciencia, entre probetas, tubos de ensayo y compuestos químicos, y nada menos que en la ciudad de la Torre de la Grulla Amarilla. Se había trasladado con su mujer, a la que veía muy poco, porque mientras él se ocupaba de noche, ella lo hacía de día en el mercado.

Su trabajo podría decirse que era casi clandestino. El Dr. Mo lo había contratado por unos yuanes para que vigilase el laboratorio, o mejor dicho, vigilase a los vigiladores. No le había dado mayores explicaciones, pero nadie debía acercarse ni tocar cosa alguna. Todo anduvo bien hasta aquel 6 de diciembre de 2019 en que empezaba a terminar el año del cerdo y se avecinaba el de la rata de metal.

Pu estaba feliz. Lo hacía sentir importante esa confianza depositada en él por el Dr. Mo. Fiel a su ánimo de llevarse bien con todos, pronto se hizo amigable para los otros guardias y comenzó a llevarse algunas cosas. En una especie de acuerdo tácito –él no molestaba a los vigiladores y ellos no lo molestaban a él–, cada uno encontró su lugar en alguna de las computadoras para jugar al Yu-Gi-Oh! o al Ping Pong Maa!

Había logrado superar la repulsión que le causaban los ojos rojos de las ratitas blancas que de noche brillaban más aún al iluminarlas con la linterna durante sus recorridas habituales: ¡parecían gotas de sangre! ¡Eran decenas! ¡Rubíes sobre algodones! También tenía el encargo de ponerles agua y limpiar las jaulas. Un viernes vio que dos de ellas yacían muertas dentro de la rueda sin fin por la que corrían. Le pareció hasta algo romántico: una junto a la otra, colas entrelazadas, bigotes enhiestos y –por suerte– con los ojos cerrados. Pensó que nadie se daría cuenta y luego de mucho dudarlo, se decidió: las sacó, las envolvió en su suéter gris y se las llevó para el almuerzo del sábado. A estas dos siguieron esporádicamente algunas más y nunca fue descubierto en sus pequeños hurtos nocturnos.

Los últimos días de noviembre, a las ratas se añadieron los murciélagos, que de noche solían estar bien activos dentro de la gigantesca jaula instalada en un ángulo del laboratorio. Pu los recibió con alegría, aunque habría más ruido en sus rondas. Estos animales de alas membranosas, ojos brillantes, orejas erguidas y boca picuda evocaban a su abuela materna que, de niño, bajo un gran árbol, bebiendo té, le contaba leyendas antiguas: estos quirópteros eran ratones que habían comido sal, porotos o algún aceite de algas rancias y, enloquecidos, se habían enamorado de las urracas, dando origen a una estirpe de guerreros hijos de la noche.

El 5 de diciembre, cuando Pu llegó, todo parecía normal. Eran las ocho de la noche, saludó al Dr. Mo que siguió en su escritorio hasta entradas las diez, cuando ya el resto –los dos biólogos, las dos médicas y el químico orgánico becario– habían partido. Le extrañó que los vigiladores no estuvieran. Mo le dijo que habían acusado un resfrío con cuadro febril y que estaría solo esa noche. Se puso a jugar en la computadora y a las tres de la mañana realizó su ronda: alimentó a las ratas, limpió algunas jaulas y se divirtió encandilando con la linterna a los murciélagos, que se chocaban entre sí en algunos vuelos rasantes. Vio que tres yacían en el piso. Le pareció que sacar dos de tres no era tan malo y la carne de murciélago se vendía a setenta yuanes el kilo en el puesto de su mujer en el mercado. Así fue como prolijamente los envolvió en el suéter gris y a la mañana siguiente, de paso a su casa, se los dejó en el puesto.

II

Nadie le vio el pelo a Chang Pu ni nadie supo más de su mujer en el mercado. Tampoco se encontró rastro del Dr. Mo. Puedo contarte esta historia porque recibí un mensaje extrañísimo de WhatsApp que te transcribo:

故人西辞黄鹤楼 实验室开始发生致命的病毒瘟疫。

我在市场上出售蝙蝠 莫阳博士试图控制人口的迁移。

欧洲政府向中国支付了杀死人类的费用。

警告警告我的妻子通过卖肉棒逃脱病毒。

丑陋的毁了。 让他知道你明白这点。

新订单的数字年份是大流行年份。

人性会不同 我常蒲不明白但警告。

Evidentemente no era para mí, que soy una simple profesora de Literatura en la lejana ciudad de Buenos Aires; pero me permitió entender el posible porqué de los treinta y tres millones de infectados y el millón de muertos de Covid-19 en el mundo entero en este año de la rata. La estupidez humana alcanza dimensiones incomprensibles. La causa de los males siempre es la falta de educación. Sin duda, todo habría sido diferente si Chang Pu hubiese aprobado Biología IV. §

#QuedateEnCasa. Relatos en pandemia

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