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Der ewi... Ju... Pierre Dumas

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Hidden Place / Björk Guðmundsdóttir

Hacía mucho tiempo que había dejado de contar los días. Al principio todo parecía un juego. De la misma manera en que los chicos juegan a las escondidas, se había buscado el refugio perfecto. Donde nadie pudiera nunca encontrarlo. Aunque nadie hubiese empezado la cuenta regresiva para ir a buscarlo.

Durante los primeros tiempos anotó en un cuaderno todo lo que le pasaba por la cabeza. Lo que pensaba, soñaba, imaginaba, esperaba y veía. Ver... era una gran palabra, en su caso. Porque las tablas de madera que alguien había clavado sobre su ventana apenas dejaban un espacio que podía usarse como una mirilla de escasos centímetros. Había que pegar el ojo en un lugar preciso, donde no se ajustaban tan prolijamente como las demás. Se formaba un intersticio ovalado, como si fuese un ojo, pero vertical. Y ese huequito era su única conexión visual con el resto del mundo desde que se había escondido.

El cuadernillo fue un gran compañero. Entre ellos entablaron una conversación muda durante varios días. Llenaba páginas y páginas, con palabras que llamaban a otras y frases sopladas por las hojas en blanco. Pudo vestir de esta forma el pequeño mundo de su escondite, hasta que un día, o mejor dicho una mañana, no quedaron más hojas. El cuaderno se había terminado. Era el único que llevaba consigo, porque cuando entró en su guarida nunca pensó que estaría tanto tiempo ni se imaginó que llenaría uno entero. Aunque había tomado la precaución de escribir lo más condensado posible. Tanto que apenas podía leerse de nuevo. Las letras estaban encimadas unas sobre otras y las líneas pegadas, sin respiraciones ni espacios. Ocupó hasta los márgenes. Pero los artilugios fueron en vano y el cuaderno acabó por convertirse en un amigo cansado e inerte, que se durmió y nunca más le respondió. Terminó por dejarlo tirado en el piso.

Sin nada para seguir anotando, confió en su memoria durante unos días para seguir el hilo de sus pensamientos. Dedicó más tiempo a pegar su ojo contra la minúscula hendidura entre las maderas, para observar lo que pasaba en la calle. Se lo comentaba en voz baja, como dictándole a un amigo invisible con un cuaderno también invisible, pero nuevo, para tomar sus notas.

Pasaron así los días, pero veía siempre el mismo escenario. Solo cambiaban los actores, que pasaban de manera fugaz. A veces tenía suerte y alguien se paraba justo en el pequeño campo visual de su mirilla. Eran momentos muy intensos, llenos de detalles y actividades. Su cerebro se aceleraba de repente para tratar de recordarlo todo. Lo que esa persona hacía, cómo estaba vestida, cuál sería su vida, a dónde lo llevarían sus próximos pasos...

Ese fue su mundo durante un cierto tiempo que él mismo pronto dejó de percibir. Al principio los días y las noches se alternaban con una regularidad tranquilizadora. Pero poco a poco el tiempo se hizo elástico. Algunos días pasaron a la velocidad de un rayo y otros se eternizaron. Más perturbador aún, descubrió pronto que los días podían sucederse unos a otros sin necesitar de las noches, y que las noches a su vez se adueñaban del mundo durante períodos tan largos que parecían meses.

A medida que el tiempo se estiraba por algunos costados y se achicaba por otros, su pequeño cubículo empezó también a transformarse. Al principio sintió solamente un leve temblor; las paredes vibraban y el piso se sobresaltaba de vez en cuando. Luego empezaron a ondular como banderas al viento, y el piso tomó el hábito de alejarse y acercarse al techo sin lógica.

Le fue cada vez más complicado lograr poner el ojo contra el hueco de las maderas para ver afuera. Necesitaba concentrarse al extremo para dominar su cuerpo, tender sus músculos y pegar el ojo contra la mirilla en el momento preciso en que se daban las condiciones en este mundo gelatinoso que lo envolvía.

No podía quedarse mirando más de unos segundos. A veces menos incluso. Pero cuando lo lograba volvía a ver con mucha alegría su pequeño fragmento de paisaje. Siempre el mismo: unos metros de calle adoquinada, la base de la pared prolijamente pintada del edificio de enfrente. Un poste que seguramente sostenía la luz que iluminaba por un par de horas la calle al anochecer. Un fragmento de afiche, del que solo se veían algunas letras: der ewi… sobre un renglón; Ju… sobre el otro.

No era mucho pero era su mundo. Todo el mundo. Donde aparecían repentinamente transeúntes o fragmentos de transeúntes, según la vereda por la que caminaban. Los que pasaban muy cerca de su ventana eran solamente torsos y brazos. A veces un gorro, si se trataba de un niño pequeño. La mayoría vestía un loden. Los hombres llevaban a veces maletines de cuero y casi todos tenían sombreros. Las mujeres solían usar botitas y las escuchaba antes de verlas pasar. Taca taca taca...

Finalmente, llegó el momento en el que le fue imposible pegar el ojo contra el hueco. Las paredes bailaban más que de costumbre. Tratando de conseguir apoyo para no caerse en el intento, rompió el vidrio de la ventana y no se animó a intentar mirar de nuevo para no cortarse la cara o –peor– el ojo.

A partir de ese momento, el piso no paró de sobresaltarse. Tanto que optó por acostarse, separando un poco los brazos –todo lo que el diminuto espacio le permitía– para conseguir un mínimo de estabilidad. Las vibraciones y las ondulaciones de las paredes hacían caer pequeños pedazos del yeso del techo sobre él. Era una lluvia de polvillo blanco, como la nieve. ¿Sería eso lo último que podría vivir? ¿Las paredes terminarían por molerlo entre sus espasmos?

Si no hubiera sido por el vidrio roto, si hubiera logrado pegar el ojo a su mirilla aunque solo fuera durante una fracción de segundo, habría visto pasar fugazmente la punta del cañón de un tanque por la calle con destellos de colores rojo y azul; y quizás habría tenido tiempo de darse cuenta de que algo faltaba en su habitual vista. Era el segundo renglón del afiche. Lo habían arrancado parcialmente, formando como un tajo en el papel. §

#QuedateEnCasa. Relatos en pandemia

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