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Los Forti Rita Corigliano

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Tour de France / Kraftwerk

“Para un Forti nada es fácil”. Ya lo decía mi abuelo y lo repetía mi padre. Cuando parecía que todo marchaba sobre ruedas ¡zas! aparecía el problema y remontar la situación era una tarea más que titánica. A veces, con mucho esfuerzo y viento a favor, algo salía más o menos como esperábamos, pero la mayoría de las veces ya estábamos tan acostumbrados a fracasar, que creo que las cosas nos salían y nos salen mal porque de antemano las destinamos al fracaso.

Repasar todas las veces que perdimos la oportunidad de brillar requeriría tanta vida como la que vivimos las tres generaciones. Hago un paréntesis para contarles que desde chico creí que el apellido nos jugaba una mala pasada, como si cada circunstancia de la vida nos desafiara a demostrar cuán fuertes podíamos ser. Y les juro que fuimos lo suficientemente Forti como para haber prolongado la prole hasta acá; por mucho menos, familias enteras se borraron del mapa. Para que vean que no exagero, les pongo el caso de mi abuelo, Giuseppe Forti.

Giuseppe nació en la Calabria en el siglo pasado, allá por el 18. A diferencia de la mayoría de los inmigrantes, que venían a estas tierras empujados por el hambre y la pobreza, mi abuelo vino por equivocación (o por un error de cálculo, más bien). Parece ser que el primer Forti de esta saga no daba pie con bola con las mujeres; mi tío Antonio (que no era Forti porque era hermano de mi madre) decía que al viejo le faltaba una cucharada porque cuando era chico lo había pateado un caballo en la cabeza. Cierta o no la historia, lo que sí es cierto es que ya estaba en edad de merecer y no había chica del pueblo que se le acercara. Lo que tampoco se le acercaba era el trabajo, cuando conseguía alguno. Poco adepto a cualquier labor, las especialmente remunerativas no le duraban mucho por su afición a descansar en exceso y sin motivo, a torrar, digamos (de ahí el mote que le puso mi abuelo materno de “atorrante”). La cosa es que en el 47, Giuseppe decidió buscar suerte por otros lares y compró un pasaje en barco para Nueva York, decidido a ser un protagonista más del sueño americano… de alguna rubia neoyorquina. Ya en el muelle, pasaje en mano, saboreaba sus conquistas del otro lado de los mares, cuando divisó la enorme embarcación que le cambiaría la perra suerte. Pero el destino de los Forti ya estaba decretado y si el barco que zarpaba hacia Nueva York era el Elisa Elena I, el que partía hacia Buenos Aires era el Elisa Elena II. Demás está decir que el pobre abuelo subió a la segunda embarcación, que nadie de la tripulación se percató del error y que recién cayó en la cuenta de la equivocación cuando el barco atracó en el puerto de Buenos Aires. Ah, y que en lugar de una rubia de Nueva York, terminó casándose con una china aindiada, oriunda de Los Toldos.

En el 49 nació mi papá, Atilio Forti, único hijo de Giuseppe y Mara. Mi abuelo quería que estudiara algo, pero la pasión de Atilio era el ciclismo. Desde chico deliraba por las bicicletas y la primera que tuvo se la compró a los nueve años, haciendo changas después de la escuela en el mercadito del tano Marechi, y no paró más. La ilusión de mi viejo era correr la Doble Bragado, conocida como “La clásica del Oeste”, y una vez más el apellido Forti salió a pelearla para conseguir el sueño en el año 1968. Meses de entrenamiento, de recorrer los negocios conocidos para que colaboraran con la publicidad en la remera, en los pantalones; jornadas de esfuerzo físico y económico; pruebas y pruebas de cronómetros hasta que finalmente la inscripción auguraba un buen rendimiento. Y así fue. Atilio venía haciendo un buen tiempo en todas las etapas y todo parecía que el podio le estaba destinado. El calor de esa mañana de febrero era insoportable pero los competidores parecían no sentirlo, a minutos de la largada para el tramo final Bragado-Mercedes, los últimos ciento cincuenta kilómetros. La gente se había amontonado para ver salir a los ciclistas, una masa uniforme de hombres y bicicletas, pedales y piernas marcando el ritmo hasta que los mejores se alejaran del montón y se posicionaran punteros. Se dio la voz de largada y el pelotón empezó a tomar velocidad; pero en la bajada de la barranca del Nacional, cuando empezaba el descenso veloz, no se sabe de dónde ni por qué, un naranjazo en la cabeza derribó a mi viejo, que cayó semiinconsciente en el asfalto y se salvó por un pelo de ser masacrado por los que venían detrás. Ese año el uruguayo Saúl Alcántara acabó ganador de la Doble Bragado y comenzó la carrera de perdedor de Atilio.

Digno de tamaña ascendencia, mi sino no pudo ser menos y yo también he de honrar el apellido. Me recibí de maestro mayor de obras y en ese entonces creí que había logrado zafar del designio familiar pero, como dije al principio, para un Forti nada es fácil. Hasta hace dos meses, nomás, yo creí que lo había logrado: tenía una linda novia, un buen trabajo y estaba a punto de comprarme una casita cerca de lo de mis viejos con unos dólares que tenía en un plazo fijo. El viernes 30 de noviembre fui a mi sucursal del banco para retirar la plata pero el cajero me dijo que no tenía esa suma para darme, que volviera el lunes siguiente. Ese domingo habló Domingo y, como si fuera otra broma del destino para los Forti, cuando volví el lunes siguiente, tampoco pudieron darme mis ahorros. Fue el 3 de diciembre de 2001. §

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