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La puerta se cierra

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Pierre Dumas

Gustavo Cerati / Déjà-vu

Miró una vez más a su alrededor para tratar de ubicarse y fijar algunas referencias. Era irritante esa propensión que tenían los espacios a cambiar de tamaño y de volúmenes. Se comportaban como niños traviesos que hacían bromas de mal gusto y salían corriendo para que no los retaran. Estaba en medio de una pieza o de una habitación que podría haber sido también una casa entera, porque tenía esos recovecos que se alejaban, se acercaban, se agrandaban o se achicaban a medida que él fijaba la mirada sobre algún objeto en especial o la relajaba para tratar de poner orden en su mente. Ese movimiento perpetuo hacía difícil concentrarse en algo en particular. Los ojos y el espíritu saltaban de una cosa a otra sin lógica y sobre todo sin descanso. Aturdía, porque todas las paredes estaban tapizadas de cuadros, de imágenes, de mapas y al mismo tiempo estaban llenas de estantes y de vidrieras. Había además mesas por todos lados y el único lugar donde uno podía quedarse parado era en el centro. Apenas si podía girar sobre sí mismo para seguir investigando con la mirada, tratando de encontrar una razón a esa acumulación impresionante. Se dio cuenta desde el principio de que era una tarea ardua, porque los espacios eran tan fluidos que los objetos, al parecer distantes a primera vista, se pegaban uno al otro un segundo más tarde. La cantidad de cosas acumuladas, además, era tal que resultaba imposible aferrarse a algo que pudiera tomar como punto de partida. Parecía imposible siquiera poder captar la idea general de ese amontonamiento. Si bien había algunas colecciones o algunos esbozos de armonía en ciertos rincones, no era el caso del espacio en su generalidad. Aunque era sumamente agotador tener que soportar una visión semejante en perpetuo movimiento, era intrigante a la vez, porque emanaba una impresión de déjà-vu permanente. Tanto los paisajes en las fotos como las caras en los retratos o los bibelots sobre los estantes tenían algo de familiaridad, de cercanía y hasta de intimidad. Aquel señor bigotudo en una foto en blanco y negro, sobre la pared que acababa de alejarse a toda velocidad para hundirse en lo más profundo de uno de los recovecos ¿no se parecía al tío Zacarías? Aquella llama tallada en un bloque de sal, sobre un estante que venía acercándose de costado, ¿no era idéntica a la que sus padres le trajeron alguna vez, cuando era niño, de un viaje a Jujuy? Imposible fijar la mirada porque todo iba y venía como en medio de un baile frenético, al igual que cuando uno quiere clavar la vista sobre una persona entre miles de parejas que bailan un vals vienés en una sala diminuta. Ni él ni nadie podría haber dicho cuánto tiempo se quedó en medio de esa pieza. Toda una vida. O un solo segundo. El movimiento perpetuo de esos espacios parecía haber aniquilado el tiempo, o por lo menos lo reemplazaba. Se sucedieron así rostros, escenas y paisajes u objetos. Seguramente estaba parado desde hacía mucho tiempo pero no sentía cansancio en las piernas, aunque no soportaba más la irritación en los ojos y se sentía algo mareado. Sin embargo, tanta paciencia fue recompensada porque poco a poco empezó a entender que el único orden de la muestra y la única lógica de las idas y venidas de las paredes eran sus propios recuerdos. Descubrirlo fue como una revelación fulgurante. De repente se sintió más afianzado, más robusto sobre sus piernas y ya no necesitó aferrarse a una especie de baranda que tenía al costado. Pero fue cuando también se dio cuenta de que no había casi ruidos en esa pieza. Solo escuchaba algunos murmullos que se iban atenuando poco a poco, como la oscuridad se refugia en los rincones más alejados cuando uno prende una luz. Pensando en la luz... se dio cuenta de que la pieza iba quedando ahora en las penumbras. Ya no distinguía los estantes más lejanos. Justo cuando lo había entendido todo y podría haber aprovechado el encadenamiento de los movimientos de esa… muestra, por decirlo así. Al final, solo pudo discernir lo que pasaba muy cerca de sus ojos. Fue entonces cuando decidió que era tiempo de abandonar la pieza y de empujar la puerta. La única puerta que había, en realidad. Era tiempo de salir afuera y respirar un poco luego de tanto encierro. El silencio ya era total y la negrura tan espesa como una cortina de teatro caída sobre el escenario al final de una representación. Lo único que se podía discernir en ese momento era el marco de la puerta, alrededor del cual se filtraba un rayo de luz blanca que dibujaba a la perfección el rectángulo de su forma. No era de noche, por lo visto. Era la pieza, o esa casa, las que se habían quedado en la oscuridad. Pero afuera era pleno día. Empujó la manija con mucha energía y mucha alegría, abriendo la puerta de golpe. La luz era tan blanca, tan intensa, que se cegó de inmediato. Tardó varios minutos en adaptar sus ojos a tal claridad y pudo darse cuenta de que se encontraba frente a un largo túnel de piso y paredes brillantes e inmaculadas. Desde alguna parte filtraba una música ligera y atrapante. Pensó en estos éxitos de verano de antes y le pareció adivinar playas, olas y velas que pasaban fugazmente por encima de la blancura de aquel singular lugar. Decidió emprender la marcha. No sabía cuán larga iba a ser, pero eso lo llenaba de felicidad. Entonces cerró con mucha delicadeza la puerta, le dio la espalda y se lanzó a la aventura. §

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