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Presepe vivente (25/11/2020)

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Graciela Cutuli

Edoardo Bennato & Gianna Nannini / Un’estate italiana

Michele dio la última pincelada con satisfacción y un suspiro largo. Con un poco de pena también, para qué negarlo: a pesar de los años de oficio, cada criatura salida de sus manos tenía algo de vida propia y le costaba desprenderse del todo de ellas. Había hecho la primera sesenta años atrás, con ocho recién cumplidos, cuando su padre lo sentó en el banco alto del taller para que pudiera llegar a la mesa y le dio un trozo de arcilla roja.

Con dedos torpes, siguiendo las indicaciones severas pero precisas de don Gennaro, Michele había dado forma a un pastor de nariz pronunciada y entrecejo arrugado, con la cabeza cubierta por una capucha para protegerse del frío. Ese primer pastor duró un suspiro: don Gennaro tardó un instante en volverlo nuevamente barro, para mostrarle después –una y otra vez– los secretos del modelado de cada una de las partes de la figura.

El aprendizaje había durado una semana intensa, pero al cabo de los siete días Michele ya sabía marcar la curvatura de las rodillas de San José, insinuar los pliegues del manto de María, hacer asomar los ojos mansos de los bueyes y sacar a relucir el oro, el incienso y la mirra que llevaban entre los dedos los tres Reyes Magos. Y aunque el séptimo día Dios descansó, Gennaro y Michele siguieron adelante; la Navidad se estaba acercando y ese año muchas familias de Nápoles estaban reponiendo los pesebres que había roto con su sacudón violento el terremoto del año anterior.

***

Hacía más de treinta años que había muerto don Gennaro: más de treinta años desde el domingo 10 de mayo de 1987, cuando el Napoli le ganó a la Fiorentina en el estadio San Paolo y el equipo más relegado de Italia consiguió el scudetto y se coronó campeón. El grito del gol se había escuchado como una onda expansiva que abrazó desde el pie del Vesubio hasta Sorrento, en el otro extremo del golfo, pero don Gennaro no tuvo tiempo de disfrutarlo mucho: la alegría, seguramente sumada al plato sobreabundante de fagioli e cozze del mediodía, le había hecho explotar el corazón, literalmente.

Michele pasó del festejo al duelo, pero se consoló pensando que a su padre al menos se le había cumplido un sueño. Y desde entonces, uno de los pastores que modelaba y horneaba para los pesebres de los turistas –los argentinos sobre todo eran cada vez más frecuentes en Nápoles– tenía el rostro adusto pero secretamente cariñoso de don Gennaro.

***

En todo eso pensaba Michele cuando dio la última pincelada. La figura era nueva, pero no del todo: con la camiseta azul donde relucía la marca de Buitoni, los pantalones cortos blancos, los brazos en jarra y un amontonamiento de rulos negros en la cabeza, hasta el más inexperto habría podido reconocer la silueta de Diego Maradona. El Diego del Napoli, el causante de la alegría letal de don Gennaro y una de las figuritas del pesebre napolitano de Michele más pedidas todos los años: no había alma futbolera, por muy atea que fuera, que se le pudiera resistir. Solo que esta vez brotaban de la espalda de Diego dos alas de ángel, para que el Pibe de Oro –que a estas horas estaría tocando las puertas de San Pedro– pudiera volar hasta instalarse en el panteón pagano de todo napolitano de buena memoria. Pecho y cambio de palo contra la Fiorentina, en 1985; el zapatazo desde lejos al Verona, en 1986; de tiro libre al Inter, en 1988: Michele se los conocía todos y se preguntó si, una vez que Diego se ubicara en el cortejo del Niño Jesús, entre los pastores y los bueyes, entre los camellos y los corderos, el pequeño recién nacido querría conversar con la Mano de Dios sobre sus posibilidades futuras en las divisiones inferiores del Nazaret.

Michele no estaba muy seguro sobre lo que podrían decirse: al fin y al cabo, dos mil años de diferencia son muchos, incluso para dos maestros muy sobresalientes en lo suyo, esos que basta nombrar para cruzar cualquier frontera. Pero sí estaba seguro –pensó mientras acomodaba la figura a la sombra de los Reyes Magos en la vidriera del taller– de que Jesús no dejaría de hacerle a Diego la pregunta que Michele más recordaba del grueso libro guardado en un cajón, a sus espaldas: ¿De qué le aprovechará al hombre si gana el mundo entero y sufre la pérdida de su alma? §

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