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Parto

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Florencia Agrasar

Emiliano Toso / The Miracle of Life

El día que supe que ibas a nacer –lo supe porque venía con veinticuatro horas de trabajo de parto encima– estábamos solos, Nicolás y yo.

Mis padres habían viajado al campo con mi hermano y no quedaba mucha gente en ese Buenos Aires calcinado de calor en pleno enero. Había concurrido a la guardia el día anterior, a la tardecita con las primeras señales del trabajo de parto, pero me habían mandado de vuelta a casa. El cuello del útero estaba “verde” había dicho la médica, había que esperar. Madre primeriza, me dediqué a aguardar, toda la noche. No pegué un ojo. Cada contracción me partía en cuatro, una ola feroz que subía y llegaba a una cresta de tensión insostenible, cuchilladas en las entrañas; apenas cesaba, un pequeño oasis de calma, y en seguida comenzaba la próxima, una yegua indomable. El dolor no me dejaba pensar en lo que se venía, la enormidad de un hijo. No me dejaba pensar en absolutamente nada. Nunca hubo más “aquí y ahora” que en esa vigilia de parto. Aquí: mi casa, mi cama, donde me revuelco como una leona furiosa, mordiendo las sábanas, rugiendo de dolor. Ahora: este momento furibundo, de agotamiento, de puntadas como rayos eléctricos en el mismísimo centro de mi ser. Nicolás me preparaba la bañera caliente para que me sumergiera cada tanto; yo, como una torpe ballena encallada, dejaba que el agua me cubriera el globo del vientre y apretaba los dientes con cada contracción.

Cuando llegamos al hospital a la mañana siguiente me quedaba un hilo de fuerza. Recuerdo a Nicolás disimulando sus nervios, su angustia. Mis padres habían sido alertados y venían en camino desde La Pampa, ansiosos por conocer al nieto por nacer. Mi tía, Estela, y Alberto, su compañero, vinieron apenas se enteraron. Me pareció importante que estuvieran ahí, cerca; me sentí más segura. Ahora, miro hacia atrás y pienso en esos partos domiciliarios del siglo pasado, toda la familia esperando afuera de la habitación, todos y cada uno nerviosos, atentos a cada progreso de la parturienta, rezando algunos, otros marchando de aquí para allá hasta dejar un surco en las alfombras. Los fumadores afuera, acodados sobre el balcón, canalizando la ansiedad en cada pitada, cada bocanada de humo. Toda esa energía de alguna forma llega, como un manto de calor, como un abrazo invisible.

En la sala de partos ya todo transcurre como en un sueño. Estoy muy cansada, la bigotera de oxígeno me da fuerzas para seguir. “Un poco más”, me dice el doctor James. Tiene cara seria, los ojos alertas. “Es un bebé grande”. No tengo fuerzas para preocuparme. El anestesista me avisa que voy a sentir un frío en la espalda y poco a poco el dolor se aplaca, como un recuerdo punzante con el paso del tiempo. Nicolás está ahí, pero no lo veo; creo que está detrás de mí; aun así no me importa, quiero que esto termine, que nazca de una vez y ya, que me devuelvan mi cuerpo. Pujo con lo que me queda, una y otra vez. La partera se apoya sobre mi útero con firmeza y no me importa. Que salga, que salga. Y de pronto se produce el milagro. Entra el sol por la ventana de la sala y puedo ver todo con más lucidez. Como una descarga violenta, como un desgarro, un sacudón en cuerpo y espíritu, algo se ha desatado. La vida, sí. Escucho las voces, partera, obstetra, anestesista, dan instrucciones, un poco agitadas, un poco urgentes. “Es un varón. Está todo bien, lo llevamos a hacerle unos procedimientos y ya vuelve”, me dice James. Me aprieta la mano. Sonríe, lo noto ojeroso, pero sosegado. Yo todavía no siento nada más que alivio de que todo haya pasado. Qué suerte ser joven e inexperta, no saber, no temer, no preguntarse por qué no me pusieron ese hijo rápidamente en mis brazos.

Pero aun así, todo sale bien.

Nicolás entra, todavía con su bata y con su cofia, con este bebé gordito como un oso envuelto en una manta, con un gorrito de gasa; ese bebé que es nuestro hijo, pavada de título. “Está bien, no te asustes por el chichón y el ojito hinchado. Fueron los fórceps pero se le va a ir todo”. Y ahí siento una conmoción, como un gozo extático. Un pequeño pedazo de mi entraña en mis brazos, un ser nuevo, completo y diferente de mí que estuve llevando todo este tiempo como si fuera parte de mi cuerpo. Incrédula, cuento los dedos, recorro el contorno de la cara. Hundo mi nariz en su cuello y lo huelo. Tiene un olor familiar, como a pan recién hecho. Me siento como las perras con sus crías, puro instinto. Podría lamerlo amorosamente para limpiarlo con toda naturalidad. Examino cuidadosamente el bulto redondo en la cabecita, el ojo cerrado, un poco colorado e hinchado. No me inquietan, no me asustan. Ante el milagro de la vida, qué son un par de chichones. Soy joven y él está bien, es real, de carne y hueso.

Me pareciste el bebé más bello del mundo.§

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