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La plancha

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Mabel Fuzzi

Carlos Velasco / Recuerdos de la abuela

Por entre los papeles que guardo para las frituras en el estante derecho de la alacena, asoma la plancha su manija de color gris oscuro, un gris bruñido de varilla del cinco, doblado en U.

(Por suerte no la encontré el martes, cuando me la pidió mi ex, así ahora junto coraje para decirle que no se la lleve –aunque la adora–, que quiero conservarla porque me trae recuerdos de mi abuela).

La bajo y la contemplo… ¿Qué podría escribir sobre este objeto que es el primero en el que pensé cuando dieron la consigna en el curso de escritura? Un círculo de hierro, de un palmo de diámetro, todo negro. Miro largo, largo, largo rato y entonces advierto cuántos matices pueden verse en algo solo negro después de dedicarle una mirada larga… como con las personas: solo cuando las miramos y nos demoramos ahí un tiempo podemos conocerlas.

Es pesada, tanto como para marcar un mosaico si se cayera, increíblemente pesada y resistente, como para durar la eternidad. No es grande pero resulta ideal para un almuerzo de cuatro. Al tacto se siente helada, y si paso el dedo la siento lisa en la superficie interna, donde se pueden ver pequeños poros, rugosa del lado de abajo, en el que, con el tiempo, las costras se han acumulado una sobre otra hasta hacer desaparecer, casi, el relieve de las letras que representan la marca.

Desde hace ochenta años este objeto ha estado acompañando a mi familia. Cuatro generaciones comieron y comen lo cocinado en ella. Imposible que no surjan narraciones al contemplarla… Me asaltan mil imágenes que vienen de la infancia: un día cualquiera de verano, el sol de las doce pegando en las baldosas calcáreas del pasillo por el que se accede al fondo de la casa, la puerta de la cocina abierta y, al lado, la nona, pasando un pedacito de grasa blanca en la superficie circular y negra de la plancha, yo sentada en el piso de mosaico rojo, leyendo, al ratito comienza a sentirse el olor que la plancha despide al calentarse y derretir la grasa, unos minutos más y seguirá el barullo crepitante de los churrascos de lomo que la nona sazona con romero y sal y dispone al calor de ese hierro que obra maravillas. Pronto se puebla la cocina con los comensales, atraídos por ese aroma cotidiano que inunda la casa hasta los fondos.

La plancha que veo ahora no tiene el mismo aspecto que aquella que la nona usaba. Y al observarlo, me acuerdo del culpable y sonrío: al quedar viudo, mi padre, ya anciano, entró en un fervoroso trance de limpieza, dio vuelta la casa, todo fue lavado con dedicación extrema y, entre otras cosas viejas, le tocó el turno a la plancha, a la que le pulió casi por completo las costras de pasado que ostentaba.

Lamento haber perdido esos rastros de historia, pero sonrío cuando pienso que le sumo otros cada vez que la miro, que le enciendo la hornalla y que en su calor intenso cocino para los míos. §

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